Ese Verbo que era desde el principio, se hizo carne. Por fortuna, para nosotros los gentiles, el Verbo no se hizo judío. Por supuesto, la salvación viene de los judíos, como lo dijo el mismo Cristo a la mujer de Samaria. Las profecías lo indicaban, de manera que debían cumplirse; quizás si Jehová hubiese escogido a los egipcios para revelarles sus promesas, ellos habrían sentido algo parecido a la pasión de Israel. El engreimiento de saberse un pueblo donde habitaba el Altísimo, habría marginado al resto del mundo, de manera que daba igual que fuera Israel o Siria la escogida. No obstante, una razón se esgrime para que el escogido fuese Israel: el hecho de ser el pueblo más insignificante en la faz de la tierra.
La debilidad de Israel en medio de enemigos territoriales, mostraría con gran notoriedad la fortaleza del Dios de las Escrituras. Para lástima, sus gobiernos teocráticos generaron una cuna interpretativa peligrosa, una casta que alejaba al pueblo y que se mostraba engreída al poseer la palabra divina. Las demás naciones eran las gentes, de allí que seamos los gentiles el conjunto de poblaciones no judías o israelíes. Ese Dios anunciado ante ellos les envió una señal por medio de los profetas, que les hablaría en lengua extranjera, de invasores, como una marca de haberlos despojado de su gloria de la cual se jactaban.
Vino la Septuaginta, una Biblia del Antiguo Testamento, que aunque confeccionada por judíos fue escrita en lengua de paganos. La lengua griega sirvió como su vehículo, escogida por los judíos de Alejandría, la más helenizada de las zonas de entonces. Después, unos pocos siglos más tarde, llegaba el Nuevo Testamento también en lengua griega. Por supuesto, hoy día algunos mesiánicos alegan que ese Nuevo Testamento tuvo que haber sido escrito en la lengua materna de sus escritores, pero resulta falso porque no tienen papiros tan antiguos como los griegos. Además, los judíos que redactaron la Septuaginta también dejaron a un lado su lengua materna, y prefirieron el griego.
Las razones culturales pueden saltar a la vista, para la preferencia de una lengua extranjera antes que la materna. Pero no olvidemos el trasfondo teológico, la maldición en alguna medida de hablarles en lengua de invasores. Pablo lo recoge en su Carta a los Corintios, cuando refiere al don de lenguas tan abusado que se acostumbraba en esa iglesia. Les refiere la profecía de Isaías: En otras lenguas y con otros labios hablaré a este pueblo; y ni aun así me oirán, dice el Señor. Así que, las lenguas son por señal, no a los creyentes, sino a los incrédulos (1 Corintios 14:21-22).
Resulta por demás interesante y emblemático el que en los tres contextos en que se menciona el don de lenguas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, aparezcan judíos en esos eventos. Dios había cambiado el guión, ahora se anunciaría en lengua gentil, pero los mesiánicos de hoy aseguran lo contrario. De nuevo su preferencia antes que la ley y el testimonio, de nuevo su prerrogativa y exaltación ante las demás gentes. Por esa razón siguen aduciendo que cuando Juan escribió su Apocalipsis tuvo que redactarlo en lengua materna. Pero eso no es más que especulación, porque lo que aducen como prueba lingüística de algunos vocablos usados puede deberse también a algún trasfondo de la lengua materna, como interferencia ante la nueva lengua.
El Verbo se encarnó y habitó entre nosotros, haciéndose amplia su divulgación para todas las naciones. La fuente judía se considera importante, ya que como custodios del anuncio confiado los judíos han respondido celosamente. Sus escribas y fariseos fueron acuciosos, pero eso no les evitó la arenga de Jesús contra ellos. Esto nos sirve de ejemplo para evitar el engreimiento a causa del celo y sapiencia en relación al conocimiento adquirido. Lo que conozcamos de Dios aparte de importante debe ser tenido como muy pequeña cantidad, ya que la vida eterna consiste en conocer a Dios y a Jesucristo el enviado.
El hebreo no es la lengua materna de Jesús, no es la lengua del cielo. Jesús es el Verbo que hizo todo cuanto existe, sin él, nada de lo que es existiría, asegura Juan en su Evangelio. La revelación de Jesucristo a Juan el apóstol, en la isla de Patmos, no tuvo que ser necesariamente en arameo, o hebreo, sino que pudo ser en griego. Así que si Juan nos dio a conocer el Apocalipsis en lengua griega no tenemos que ser peyorativos con él, al suponer que su nivel de la lengua helénica era escasa. Algunos términos pudieran verse como transliteraciones del hebreo, ya que uno no olvida su lengua materna por el hecho de aprender una nueva.
El proceso de helenización pasaba por el griego koiné, un estilo mucho más suave que el griego clásico, de manera que los habitantes de las zonas invadidas y colonizadas, primero por griegos y después por romanos, pudieron hablar, escribir y leer en forma fácil esas lenguas de la colonización. Pablo así lo demostró con su apelación al César (ante quien hablaría en latín), con sus epístolas en griego y con sus citas textuales de la Septuaginta. ¿Por qué se le ha de dar un valor de menor capacidad intelectual a Juan, el apóstol? La lengua del invasor en ese caso es la lengua gentil griega, así que Dios le habló a ese pueblo hebreo de esa manera.
Dios escogió de todos los pueblos de la tierra a la nación hebrea, para ser su testigo en este mundo. Es obvio entonces que haya un sustrato de la cultura hebrea en el mensaje, como obvio también resulta el bilingüismo de los escritores del Nuevo Testamento, quienes siendo judíos escribían en lengua griega. El sustrato cultural del judaísmo no se les puede negar, como no se niega que Jesús haya venido a lo suyo (a sus asuntos) y los suyos (los de la nación judía) no lo recibieron. Pero de allí a decir que Jesús habla hebreo en el cielo pasa por inapropiado, como una marca de arrogancia que sigue ese pueblo que un día lo crucificó, que aunque hoy deseando volver al Mesías lo intenta hacer desde su posición de superioridad lingüística.
El Dios de las Escrituras quiso hablarnos en lengua griega, habiendo podido usar la lengua china o el latín. El Verbo que vino a habitar entre nosotros vino de pura gracia, en tanto nosotros como criaturas suyas le debemos reverencia. No hay lugar para el reclamo arrogante de una lengua materna de Jesús, compartida con los judíos que intentan cristianizarse. Que si la gracia los visita que la asuman con agradecimiento y humildad, como lo hace cualquier gentil. Sigue viéndose el endurecimiento de corazón al reclamar los derechos lingüísticos de Jesús, como un patrimonio universal del pueblo judío.
El Verbo se acopló a la cultura de los judíos para dejarnos su mensaje, pero también lo hizo con la cultura helenística para hablarnos de su gracia. El vehículo lingüístico resulta importante, pero no da para que nos arroguemos un derecho especial por el uso de una lengua determinada. Sí resulta llamativo que esas dos culturas y lenguas, la hebrea y la griega, posean sus distintivos en base a la lingüística. Jehová es una roca, un refugio, en lengua hebrea. Pero en lengua griega viene a ser el Verbo, el Logos que habitó entre nosotros por medio del Hijo. Una lengua concreta que ve al Dios como un elemento concreto (una roca, por ejemplo), con usos de metáforas de cosas altamente reales y tangibles como la que habla del siervo que brama por las aguas, como el alma clama por ti, oh Dios. Su contraste se magnifica ante la abstracción del griego, por medio del Logos eterno: ¿Habrá algo más abstracto que la palabra?
Estemos claros, las dos lenguas mencionadas pueden hacer uso de elementos abstractos y concretos, como resulta obvio; pero la cultura hebrea ha sido más dada a reflejar al Dios revelado por medio de concreciones. La lengua griega inicia con el evangelio de Juan con su abstracción más elevada: En el principio era el Verbo. Se abriría una nueva corriente para la filosofía con el elemento fundamental instruido por el cristianismo. Pero no nos jactamos de la abstracción, ni echamos de menos la concreción, simplemente valoramos ambos aportes como caras diferentes de un mismo objeto de estudio. El denominador común entre judíos y gentiles cristianizados debe ser la gracia divina, sin la cual ni siquiera nuestro padre Abraham (el padre de la fe) pudo haber sido tenido en cuenta.
César Paredes
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