Interesante la ecuación bíblica sobre el conocimiento; no se trata de una condición sino de una consecuencia. Pero al mismo tiempo, podría ser una condición que no podemos cumplir ninguno de nosotros, sino que el Padre la provee cuando nos enseña. Isaías dice que por su conocimiento el siervo justo justificará a muchos. Es decir, urge conocer quién es ese siervo justo y qué trabajo hizo. Conviene saber por qué razón él fue declarado la justicia de Dios, y por qué al mismo tiempo nosotros fuimos llamados justos o justificados. Ese conocimiento no lo tuvieron aquellos por quienes Pablo oraba para salvación, ya que los consideraba perdidos. Al menos no lo tuvieron mientras el apóstol escribía su capítulo 10, versos 1 al 4, de su Carta a los Romanos.
A algunos les falta ese conocimiento, por lo que se consideran perdidos. No importa el celo religioso que se tenga, ni la conducta intachable que moralmente exhiba la persona en sociedad. Poco importan las buenas acciones individuales o de grupo, el cuidado por los semejantes, la disposición religiosa y pasión mostrada por el saber bíblico. Lo que importa es un conocimiento que solamente lo da el Padre, de acuerdo a las palabras de Jesucristo. Él dijo, como fue recogido en Juan 6:45, que el Padre es quien enseña a la persona que va a enviar hacia el Hijo, que cuando la gente aprende del Padre vendrá a él.
¿Cuál es ese conocimiento dado por el Padre? De seguro es que Cristo es su justicia, que nadie puede venir a él si no es uno de los escogidos en Cristo desde la eternidad. Ese conocimiento no lo poseen los que son incrédulos, ya que desestiman lo que significa la justicia de Dios. En realidad, la ley vino pero se mostró como una maldición sobre todos aquellos que intentaron cumplirla; ella tenía un mandato muy severo: sería maldito cualquiera que fallare en un punto. El rasero mostrado por el Creador es demasiado alto, como alta también es su santidad. Sin santidad nadie verá al Señor, sin santidad la gente solo puede caminar hacia el infierno de fuego.
Entonces uno aprende que el Padre nos ha dicho que sin Jesucristo no puede haber redención. Que urge comprender que Jesús se convirtió en la justicia de Dios y vino a ser nuestra pascua. Él llevó nuestras transgresiones y pagó por nuestros pecados, en fin, los pecados de todo su pueblo (Mateo 1:21). En este punto muchos tuercen la cara porque detestan a un Dios que les parece injusto. Ellos quisieran que Él hubiese dejado todo al libre albedrío humano, como si el hombre lo poseyera; desean decidir su destino final y no que se tenga que caminar sobre un guión preestablecido.
¿Hay injusticia en Dios? Esa es la pregunta que la lógica del hombre natural levanta contra el Creador. La respuesta la da el Espíritu de inmediato: En ninguna manera. Pero el hombre continúa con el puño alzado contra la decisión del Padre Eterno, diciéndole que el pobre de Esaú no pudo resistirse a la voluntad divina, por lo cual tuvo que vender su primogenitura. La Biblia sigue respondiendo que no es lícito para el vaso de barro discutir con el alfarero, para reclamarle la razón por la cual lo ha hecho de tal o cual manera. Es Dios quien decide y quien lo ha hecho desde la eternidad, por lo cual también preparó al Cordero sin mancha para manifestarse en el tiempo apostólico (1 Pedro 1:20).
Muchos teólogos reformados han seguido con la necedad de oponerse al designio del Creador, pero dan interpretaciones diferentes al sentido literal y común de lo expresado. Por ejemplo, el célebre predicador Spurgeon aseguraba que una es la pregunta sobre Jacob y otra sobre Esaú, que una es la respuesta de la gracia de Dios y otra la condenación que se basa en las obras. Esa defensa de Dios le gusta a la feligresía que deambula en los pasos del fantasma del libre albedrío. Pero la Biblia sigue siendo tajante y no da una respuesta fácil de oír para esos oídos no educados por el Padre. Ella dice que Dios odió a Esaú antes de que hiciera bien o mal, antes de ser concebido.
En fin, que Dios reclama la condenación de Esaú, más allá de que Esaú y todos nosotros seamos responsables por nuestros actos. A Jacob amó Dios, aún antes de ser concebido, antes de que hiciera bien o mal. En ese punto todos cantan alegrías porque entienden que sus obras no pueden salvar a nadie, por lo tanto urge la gracia. Pero en cuanto a Esaú, un gemelo del cual se habló en los mismos términos que se usaron para su hermano (antes de ser concebido, antes de hacer bien o mal), la gente piensa distinto. Se sostiene que Esaú se condenó por vender la primogenitura, pero lo que la Biblia establece en Romanos 9 es que Esaú vendió su primogenitura porque Dios lo había odiado (más allá de que Esaú no lo supiera en el momento de la venta).
Puro y simple, la enseñanza del Padre para poder ir hacia el Hijo es que de Él depende absolutamente todo, y si alguno se tropieza para caída con esa verdad podemos estar ciertos de que no ha aprendido nada de lo que ha sido enseñado por Dios. La Escritura es su palabra y en ella subyace la verdad establecida como principio irrefutable de su evangelio. No vemos a Esaú peleando contra Dios diciéndole que no quería vender su primogenitura, como tampoco vemos a Jacob oponiéndose a la regeneración que el Señor hizo en su vida. Cuando el Señor le habló a Saulo de Tarso, él cayó a sus pies de inmediato. Como dice la Escritura: tu pueblo lo será de buena voluntad, en el día de tu poder (Salmos 110:3).
De la misma manera el Faraón de Egipto no se resistió al endurecimiento hecho por Jehová, sino que actuó en consecuencia. ¿Quién puede resistirse a su voluntad? (Romanos 9:19); el alfarero tiene la potestad sobre el barro (Romanos 9:21). Hay gente en los templos denominados cristianos que se opone abiertamente a esta doctrina, incluso pastores que dicen a sus predicadores que no se hable del tema. Hay quienes han dicho que es mejor creer esa doctrina en silencio, ya que a la gente ese tema no le agrada, y eso le confunde. La justicia de Cristo se le imputó a Jacob, quedando constituido justo. Lo mismo le aconteció a Abraham, cuya fe le fue contada por justicia. ¿Qué le creyó Abraham a Dios? Le creyó la promesa de que en él serían benditas todas las naciones de la tierra.
¿Cómo pueden ser benditas esas naciones? Solamente por Jesucristo, como se ha escrito: En Isaac te será llamada descendencia (la cual es Cristo: Romanos 9:7). Si dependiéramos de nuestra propia justicia, todos estaríamos todavía muertos en delitos y pecados; pero Dios fue rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, dándonos vida juntamente con Cristo cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados -por gracia somos salvos (Efesios 2:4). El que ignora la justicia de Dios impone la suya propia, en tanto no puede someterse a la justicia de Dios (porque la ignora).
Parece ser que el evangelio se encuentra escondido para el que ignora esta gran doctrina de la justicia de Dios. El incrédulo sigue ignorando esa justicia, colocando a su lado la suya propia, para ayudarse a creer. Pero el brillo del evangelio de la gloria de Cristo no le resplandece al que sigue perdido en delitos y pecados; en cambio, la vida eterna siempre está presente en los que son de Cristo y han llegado a seguirlo como buen pastor. Ellos continúan creyendo y conociendo tanto al Padre como al Hijo (Juan 17:3). Conocer esa justicia en sus justos términos implica que hemos llegado a conocer la verdad que nos hace libres.
¿Cuál verdad debemos conocer? La verdad del Evangelio, con un conocimiento de provecho, no como los que andan siempre aprendiendo pero nunca llegan a saber. Si tenemos el espíritu de la verdad seremos llevados hacia esa verdad siempre, para ser librados de la ignorancia del conocimiento sin ciencia. Es el Padre el que enseña, somos nosotros los que aprendemos para poder ir a Jesucristo (Juan 6:45). La simpleza de la ecuación divina en torno a la verdad nos conduce a esta conclusión inmediata: la verdad que nos hace libres es la verdad desconocida por los que se pierden. Es la verdad de la persona y el trabajo de Jesucristo: para convertirnos en siervos de la justicia hemos de obedecer de corazón a aquella forma de doctrina enseñada por los apóstoles y por Jesucristo (Romanos 6: 17-18).
No huyamos del estudio doctrinal, más bien hagamos caso como se supone que le hizo caso Timoteo a Pablo, al ocuparse de la doctrina que ayuda a la salvación. El que se extravía y no anda en la doctrina de Cristo, no tiene ni al Padre ni al Hijo. El que le dice bienvenido al que no trae tal doctrina, participa de sus malas obras (2 Juan 9-11). Predicamos esta palabra porque ella es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebreos 4:12).
César Paredes
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