Volvía Amasías de la matanza de los edomitas, pero trajo consigo los dioses de los hijos de Seir, y los colocó ante sí mismo como dioses, y los adoró, y les quemó incienso. Esa disposición del corazón del rey Amasías se narra en 2 Crónicas 25:14, una historia para meditar. La ira de Jehová se encendió contra ese inicuo rey, por lo que hizo que cayera junto con su pueblo en cautividad ante otro rey, hasta que posteriormente terminó asesinado en Laquis. Sucede que los edomitas adoraban divinidades paganas, dioses que no pueden salvar, como se desprende por la contundente derrota sufrida ante Amasías. Pero el rey insensato pensó que su mano lo había hecho todo, así que honró a las divinidades inútiles de sus enemigos vencidos.
Semejante idiotez acontece por la soberbia, como le sucedió al rey de Asiria, el báculo del Señor que pensó que su corazón había logrado por su cuenta sus victorias. A veces, los que piensan estar claros en los asuntos de la doctrina de Cristo, no miran su contexto y caen como Amasías. Su simpatía por los enemigos de Dios, por los que profesan un evangelio diferente, borra la enemistad inherente entre el mundo y los que son de Cristo. Pero si eso acontece, se demuestra lo que dijo Juan: que salieron de nosotros pero no eran de nosotros.
Muchos religiosos no piensan en las consecuencias del ecumenismo, de la mezcla entre el paganismo y el cristianismo. Sostienen que mientras se ame a Cristo la doctrina puede suspenderse en beneficio del momento de compañía y regocijo. Como si amar al Señor pudiese acontecer sin amar sus enseñanzas. Han tomado a Jesús como un nombre vacío, para rellenarlo con sus fantasías tal cual lo hizo el rey Amasías. El Jehová de Amasías era semejante a los dioses de los edomitas, así que el verdadero Jehová de las Escrituras lo castigó hasta la muerte.
Razón tuvo Isaías para escribir que no tienen conocimiento aquellos que erigen el madero de su ídolo, y los que ruegan a un dios que no puede salvar (Isaías 45:20). Gran ignorancia y estupidez existe en aquellos que se montan un ídolo sobre sus hombros, los que le ruegan por salvación, los que le atribuyen sanidad para sus vidas. Detrás del ídolo están los demonios, como lo aseguró Pablo (1 Corintios 10:20). El rey Amasías, a pesar de su conocimiento sobre Jehová, sobre la ley, sobre sus mandatos, se dedicó a contemplar aquellos muñecos que promueven los demonios. Hoy día hay millones de personas que siguen la falsa religión idolátrica de Roma, pero están también aquellos que siguen las tradiciones de esa ciudad a través de sus hijas. Recordemos lo que nos dice el Apocalipsis sobre la gran ramera, que ella es madre de muchas rameras y de las abominaciones de la tierra.
Una teología tergiversada resulta en una abominación para las Escrituras, el atribuirle al Hijo de Dios una expiación que no hizo, por ejemplo. Decir que Dios amó a Esaú menos de lo que amó a Jacob, también es doctrina demoníaca. Los que dicen paz, cuando no la hay, siguen la doctrina del abismo; los que hoy se llaman apóstoles, reclamando un sitial reservado para los doce, los que dicen hablar en lenguas, cuando ya el don cesó, los que interpretan aquellas lenguas sin saberlas, los que se llaman profetas y declaran de parte de Dios cosas que Dios no habló, todos ellos son una abominación a Jehová. Esta gente prevarica y se ha apartado por completo de la doctrina de Cristo, por lo que no tienen a Dios (2 Juan 9-11).
Todas las personas somos responsables ante el Dios Creador de las Escrituras, le debemos un juicio de rendición de cuentas. Poco importa si sus mandatos sean imposibles de obedecer en forma total, ya que Dios se muestra soberano mientras la criatura es apenas barro en manos del alfarero. Somos responsables de obedecer todos los mandatos de Dios, en tanto Él es el rey de toda la creación, por lo que como criaturas le debemos obediencia. Dentro de su plan eterno e inmutable están también los vasos de ira preparados para la gloria de su ira contra el pecado y en pro de su justicia, así que contemplemos con humildad su severidad. Para los llamados y escogidos de Él, somos vasos de misericordia, preparados para dar el buen fruto de los buenos árboles. En especial, nuestro fruto característico viene del corazón y sale por la boca: porque de la abundancia del corazón habla la boca (Lucas 6:45). El evangelio que confesamos testifica lo que somos.
Dios se manifiesta como el Jehová que sacó a Israel de la tierra de Egipto (Éxodo 20:2), el inmutable Dios que congrega a su pueblo con pleno derecho, pero que le pone de manifiesto la gran necesidad que tiene de Él cada ser humano. Los sacó de la esclavitud de un pueblo opresor, maligno, a través de eventos de milagros. Su poder quedó plasmado y no presenta duda alguna, por lo tanto se muestra como el Rey para establecer su Teocracia. Egipto representa la tierra de la aflicción, el extraño mundo ajeno al Señor, el lugar de la esclavitud y sufrimiento. Representa por igual el sitio donde se realizó aquella pascua emblemática, anunciadora de la que vendría a través de la persona de Jesucristo.
El primer mandamiento que Jehová dictó a su pueblo fue que no debía servir a otros dioses delante de Él. Que no debía hacerse ninguna imagen que lo representara a Él, y que no debía adorarla bajo ningún respecto (Éxodo 20:5). No conviene darle reverencia a los dioses paganos, ni hacerles gestos de honor con nuestros cuerpos. Los dioses no son nada en sí mismos, pero detrás de ellos están los demonios (1 Corintios 10:20; Apocalipsis 9:20). La gente no se arrepiente de adorar a los demonios, por medio de las imágenes que no ven, ni andan, ni oyen.
El ser humano es responsable de no hacer lo que desagrada al Señor, pero no en virtud de su mítico libre albedrío sino por causa de la soberanía de Dios. Nuestra responsabilidad no presupone una habilidad para cumplir con el deber, como Lázaro tampoco tuvo habilidad para escuchar la voz del Señor. Se supone que la voz de Dios dio vida de inmediato a Lázaro para cumplir su objetivo de salir de la tumba. Existe un espíritu nuevo que nos es dado junto con el corazón de carne, el mismo corazón que se les da a los huesos secos (Ezequiel 38). Los que todavía continúan muertos en sus delitos y pecados, no han escuchado la voz del Señor con su llamamiento eficaz. Pero eso no quiere decir que no puedan escuchar el evangelio que les advierte contra la necedad de no creer.
Predicamos a todos por igual, cada cual escuchará lo que Dios le ha propuesto, pero todos tenemos el deber de la obediencia; sin embargo, aunque no haya habilidad para obedecer (como se demostró bajo el imperio de la ley de Moisés, ya que la ley no salvó a nadie) seguimos siendo responsables por nuestras ofensas ante el Dios soberano. Los que no son ovejas de Cristo no pueden ir a él, pero la cualidad de oveja no depende de nosotros sino que Dios la da a quien ha querido darla (Juan 10:26). El buen pastor vino a morir por las ovejas, no por los cabritos, Jesús rogó por los que el Padre le dio, no por el mundo (Juan 17:9), pero todo el mundo debe responder por sus actos. La decisión de Dios respecto a Jacob y Esaú, aún antes de ser concebidos o antes de que hicieran bien o mal, ilustra con creces el sentido de la responsabilidad humana ante el Creador.
Aunque muchos tildan a Dios de injusto, mientras no pocos teólogos inventan argumentos para universalizar la redención de Jesús, la Biblia sigue siendo categórica al exhibir al Dios soberano que hace como quiere y no tiene quien le aconseje. ¿Hay injusticia en Dios? En ninguna manera, sino que nosotros no podemos altercar con el Creador, si bien nos acordamos de que somos barro formado por sus manos. A unos hizo Dios para honra y misericordia, pero a otros los fabricó como vasos de injusticia y deshonra, para la descarga de su ira por el pecado. Lo que el hombre se invente no podrá disminuir la cualidad de la soberanía de Dios, como si con esa invención se pudriera abaratar el costo de la responsabilidad humana. El que está firme, mire que no caiga (1 Corintios 10:12), no le vaya a acontecer como al rey Amasías.
César Paredes
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