La justificación viene por la fe de Cristo, como un acto judicial del Todopoderoso, quien nos perdona de la culpa y maldición del pecado, una vez que su ira quedó aplacada sobre aquellos por los que su Hijo murió. Esa justificación la recibimos en el momento en que nacimos de nuevo, pero se realizó mucho antes en la cruz del Calvario. Entretanto, estuvimos bajo la ira divina lo mismo que los demás. La santificación se ve como un proceso de separación del mundo, la santidad a la cual hemos sido llamados: Sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.
La santificación la hace el Espíritu Santo en nosotros, como guía a toda verdad y como quien nos ayuda a pedir lo que conviene. Por otro lado, la Biblia nos exhorta a separarnos del mundo, de sus atractivos, de los deseos de los ojos y de la carne y la voluptuosidad. Se nos ordena hacer morir lo terrenal en nosotros, de manera que supone también una actividad donde nos involucramos en el día a día. No podemos ser justificados cada día, ya que se considera un hecho consumado; ninguna condenación hay para los que estamos en Cristo Jesús, los que andamos en el Espíritu y no conforme a la carne.
Al estar justificados por Dios se supone que ya no caminamos en la carne; pero seguimos siendo carnales, vendidos al pecado, como lo declara Pablo en Romanos 7. Por esa razón percibimos a diario la vergüenza del pecado, su poder que todavía tiene su ley en nuestros miembros. Pero gracias a la justificación la ira de Dios no se enciende contra sus hijos, pues hemos sido salvados por gracia y para siempre. No obstante, hemos de temer el castigo de Dios en esta tierra, cuando como hijos desobedientes somos castigados y azotados por el Padre que nos adoptó como hijos.
La Biblia asegura que Dios está airado contra el impío todos los días, que matará al malo la maldad, pero que el Señor conoce a los que son suyos. Mucho pueblo de Dios deambula por las calles de Babilonia como oveja perdida. A ese pueblo Jesucristo le ha dicho que salga de allí, que él buscará a sus ovejas hasta tenerlas todas en su redil. Nos toca a nosotros como aquellos que seguimos al buen pastor, anunciarles el camino de fuga, el sendero de paz al cual sus otras ovejas han sido destinadas. Por eso predicamos el evangelio de Cristo, sin palabras adulteradas sino con la semilla incorruptible de la verdad.
El Espíritu Santo nos imparte la gracia y nos capacita para el ejercicio de las buenas obras en las cuales hemos de andar día a día. Por la justificación nos sabemos perdonados en forma total, solamente tenemos que confesar nuestros pecados diarios para recibir el perdón de Dios y evitar el castigo disciplinario al que pudiéramos ser sometidos si continuamos con los actos pecaminosos como si fuese un hábito. La santificación subyuga el pecado pero éste, como un animal herido, intenta levantarse para agredirnos. Ello nos demuestra que la santificación exige una capacitación y un alerta de nuestra parte, para huir de las tentaciones y de los pecados que el mundo nos ofrece como si fuesen sus mejores mercancías.
En una de las listas dadas por el apóstol Pablo, acerca de los pecados que generan manchas sucias en los creyentes, se nos aclara que ya fuimos limpiados de ellas. Los practicantes de esas obras carnales no heredarán el reino de Dios, pero muchos creyentes fuimos en otro tiempo participantes de todas esas faltas o tal vez de algunas de ellas. El mismo apóstol participó en el asesinato de Esteban, cuando siendo Saulo de Tarso perseguía a los creyentes y los maltrataba. Al menos él sostuvo sus vestiduras mientras era apedreado; pero él fue perdonado absolutamente, por lo que nos da la advertencia contra esas malas acciones.
Por Jesucristo hemos sido hechos por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; esto para gloriarnos en el Señor (1 Corintios 1:30). Santificar refiere en su étimo a separar, dándonos a entender con ello que estamos separados del mundo. Pero Juan da la advertencia de lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Los deseos de la carne nos impulsa hacia las impurezas, los pensamientos libidinosos, el apetito por las palabras corrompidas, las acciones concretas de la carnalidad, la fornicación, el adulterio, las violaciones sexuales, el incesto y la sodomía apenas son una muestra de lo que el apóstol quiso indicar. Esta breve cantidad conforma parte del menú preparado por Satanás en su principado del mundo, porque todo eso deshonra al ser humano y provoca la ira del cielo.
El deseo de los ojos sale como menú alternativo o combinado, pero siempre una opción para el hombre que camina según la carne y para el creyente carnal: desear lo que no nos pertenece, pasión por lo ilegal, miradas lascivas, ojos llenos de adulterio -como caballos que relinchan así cada quien lo hace por la mujer de su prójimo. Esos deseos lastiman a otros que son objetos de nuestra envidia carnal y objetos de nuestros actos malévolos (no en vano la palabra envidia tiene que ver con el mirar dentro del otro para desear algo que le pertenece). El ojo humano no se satisface de ver, dice Eclesiastés 1:8. Ya el salmista lo sabía por cuenta propia, por lo que escribió en su súplica: Aparta mis ojos, que no vean la vanidad (Salmo 119:37).
El orgullo de la vida o su vanidad refiere a la ambición de recibir honras por ser el sobresaliente en todos los escenarios posibles. Incluso en el ámbito religioso ese mal ataca ferozmente, como les sucedió a los antiguos escribas y fariseos, que amaban el primer lugar en las sinagogas. Vivir en la lujuria (un deseo sexual exacerbado) y vivir en la pomposidad de la sociedad, en forma suntuosa (en el lujo extremo que no sacia) para ser admirados por los otros, o para ser reconocidos como poseedores de muchos bienes económicos, intelectuales o espirituales forma parte de esa vanidad que sería el otro menú servido por el principado de este mundo. El comercio en general participa y estimula este mal para el alma, al tratar de decirnos que conviene poseer algo que sea llamativo, de mucho orgullo y valor de admiración.
Bien, si hemos sido perdonados debemos sentirnos felices por tal justificación, de acuerdo a lo que Pablo refiere sobre David: Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado (Salmo 4:8). Pero el apóstol nos acaba de decir en Romanos 3:24-25 que a pesar de haber sido destituidos de la gloria de Dios por causa del pecado anterior, los creyentes hemos sido justificados GRATUITAMENTE por la gracia de Dios, mediante la redención que es en Cristo Jesús. Y es que Dios es un Dios justo que justifica al impío, pero lo hace en aquel que es de la fe de Jesús. De esa manera no existe jactancia alguna en ningún creyente, porque sabe que sus obras no ayudaron en nada en esta justificación divina, ya que todo su cambio de corazón fue hecho por el Señor que le dio, incluso, la ley de la fe: Por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto es un don (regalo) de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe (Efesios 2:8-9).
Si hemos sido justificados, conviene seguir el sendero de la santificación, bajo la advertencia del apóstol Pablo: El que está firme, mire que no caiga. No pudimos hacer nada en favor de nuestra justificación, pero sí que podemos batallar en nuestros miembros para someter la carne al Espíritu. Es nuestra lucha diaria, para lo cual tenemos tres armas super poderosas: la oración, la palabra de Dios y el Espíritu Santo que mora en nosotros como garantía de nuestra redención final. No entristezcamos al Espíritu, más bien procuremos separarnos cada vez más del mundo y sus deleites. Ese mundo está condenado a pasar y perecer, pero el que hace la voluntad de Dios está destinado a permanecer para siempre.
César Paredes
absoluta soberaniadedios.org
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