Recibir las palabras del evangelio como verdad, como la palabra de Dios y no la de los hombres, resulta motivo de agradecimiento. Hay quien no recibe la palabra de Jesucristo, pero ese tendrá quien le juzgue: la palabra que el Señor ha hablado, la que le juzgará en el día final (Juan 12:48). El acto de recibir la palabra como proveniente de Dios hace que ella actúe para creer (1 Tesalonicenses 2:13).
Algunos señalan que la Biblia posee contradicciones, que ella no es del todo inspirada por Dios sino en apenas algunas partes. ¿Qué se puede hacer con esa persona que niega la verdad de que toda la Escritura es inspirada por Dios? El tal hay que tenerlo como un no creyente, una persona que no ha sido regenerada. El Espíritu que regenera nos habita, nos enseña y nos lleva a toda verdad, por lo que no nos deja nunca en la ignorancia de Dios. Mucho menos nos dejará con un corazón de contradicción con lo que el Señor declaró.
Nadie puede creer si recibe gloria de los hombres, si no busca la gloria que viene del Dios único (Juan 5:44). Mucha gente consulta a los muertos por los vivos, cuando invocan a un dios que no puede salvar. Esos son de los que tuercen la doctrina de Cristo y procuran confeccionarse un Jesús a su medida. La palabra de Dios les parece dura de oír, así que se retiran con murmuraciones y se van en pos de los pastores y maestros encantadores y adivinos. Esperan profecías de ellos, viven en la susurra, su comezón de oír palabras blandas los inclinan ante los fabuladores de la religión.
No reciben la palabra de Dios los que tampoco responden a sus abundantes misericordias. Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación (Santiago 1:17). ¿Cómo puede llegarles un don perfecto a quien no ha sido justificado para amistarse con Dios? Por ejemplo, algunos israelitas se fueron tras el becerro de oro, tras haber recibido semejante favor divino de ser liberados de la esclavitud en Egipto. Su falta de gratitud los condujo a desconocer la provisión de Dios en su caminar diario.
El creyente que ha recibido las palabras de Cristo ha de alabar a Dios porque Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos. Somos su pueblo, ovejas de su prado, no somos producto del azar o de una evolución programada en la creación. La queja y las murmuraciones, el lamento por las circunstancias nos apartan del foco de la bondad de Dios. El que cree a las palabras de Cristo cree por igual en su soberanía absoluta.
Pablo nos lo dijo: Haced todo sin murmuraciones ni contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa (Filipenses 2: 14-15). Dios ejerce un trabajo de santificación en nuestras vidas, por lo tanto demostremos reverencia aún en medio de la prueba. El impío desconoce que Dios hace llover sobre justos e injustos, que la vida se la dio el Creador y que su alma vale más que el mundo entero. Por esa razón se comporta como los animales en el bosque, en el campo, al dar rienda suelta a sus instintos antes que seguir el mandato de su conciencia, donde la ley de Dios mora de alguna manera.
Los creyentes hemos de cultivar un espíritu de gratitud que reconozca la providencia de Dios en todas las cosas. El Dios soberano del que dan cuenta las Escrituras ha hecho todas las cosas para sí mismo, aún al malo para el día malo. Si el creyente lee la Biblia debe comprender que aún lo malo que acontece en la ciudad Jehová lo ha hecho (Amós 3:6). Cuando comprenda la dimensión de la soberanía de Dios dejará su impertinencia y abandonará la zozobra para meditar en la grandeza de las cualidades del Dios Omnipotente. La gratitud la puede expresar el creyente por medio de la oración, de las alabanzas, de la obediencia a los mandatos de su palabra, en el acto de dar testimonio a otros, al exhibir nuestra vida transformada por el poder del evangelio.
La parábola del sembrador ilustra bastante bien a los que reciben y a los que no reciben la palabra. Si bien se habla de oír, el oír sin cuidado equivale a no recibir. Por eso el Señor habló del que oye la palabra del reino y no la entiende (es como el que no la puede recibir); a esa persona el maligno le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Otros oyen la palabra y la reciben con gozo, pero como una planta sembrada que no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, tropieza cuando viene la aflicción o la persecución por causa de la palabra. Existe otro tipo de personas que oye la palabra, a quien el afán de este mundo y el engaño de las riquezas la ahogan. Por esa razón, aquella palabra aparentemente recibida resulta infructuosa.
Solamente el de la buena tierra oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta, y a treinta por uno. Ese será agradecido con Dios, porque ese terreno de su corazón fue modificado: recibió un corazón de carne y un espíritu nuevo para amar el andar en los estatutos del Señor. El hombre natural no puede discernir las cosas del Espíritu de Dios porque le parece que son una locura. Por esa razón no hablamos de salvación por medio de la doctrina, ya que nadie sería salvo en su estado natural, al rechazar lo que no comprende.
Urge el nuevo nacimiento, como le dijo Jesús a Nicodemo. ¿Quién puede nacer de nuevo? Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios, por cuya razón Él se ha reservado un pueblo que lo alabará por su misericordia. Ese pueblo fue el objeto de la muerte de Jesucristo (Mateo 1:21), se denomina los hijos que Dios me dio (Hebreos 2:13; Isaías 8:18), es igualmente el mundo amado por el Padre por el cual Jesucristo agradeció e intercedió la noche previa a su crucifixión.
Nosotros sabemos que las ovejas creerán, como ya hay muchas que han creído; pero al no distinguirlas mientras deambulan perdidas, predicamos este evangelio a toda criatura para alcanzarlas. El que creyere sabrá que ha sido amado por el Padre con amor eterno, el Espíritu Santo morará con él hasta la redención final, será guiado a toda verdad y nunca más se irá tras el extraño (Juan 10:1-5).
Aquellos que no reciben las palabras de Cristo tienen un peso como una espada sobre sus cabezas: la ira de Dios revelada desde el cielo, contra todas sus impiedades e injusticias, al detener con maldad la verdad. Así que no dándole gracias a Dios se han envanecido en sus razonamientos, por lo cual Dios los entrega a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, hasta deshonrar sus propios cuerpos (Romanos 1). Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo.
César Paredes
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