Siempre existen razones para regocijarse en el Señor, aunque sea en algún tiempo de aflicción, estrés o penuria, en todo momento hemos de gozarnos de su presencia. El hecho de que nuestra muerte constituye en principio el pasaje de esta vida a la presencia de Cristo, ha de alentarnos porque eso resulta en algo muchísimo mejor. Partir y estar con Cristo, el que él reciba nuestro espíritu resulta una esperanza para cada creyente, nos gozaremos de su presencia y poco importa que nuestro cuerpo vaya a la tierra y se convierta en polvo. Llegará el momento en que tendremos un cuerpo transformado -con la resurrección- pero al morir no quedaremos inconscientes, sino presentes con el gozo de estar frente al Señor.
Saber que hemos recibido su perdón y justificación, a pesar de nuestra maldad insoportable, debe inspirar cierta alegría. Esa felicidad importa mucho en cada creyente, nos conforta a todos los que participamos de esa gracia al mismo tiempo que honramos a Cristo. El gozo de un niño al recibir un regalo deseado pero inesperado honra a quien se lo da, lo colma de satisfacción. Nosotros somos aquellos hijos que Dios le dio a Cristo, por lo tanto honramos su presencia con nuestra alegría.
Por nada estemos afanosos para que manifestemos nuestra confianza en el Dios que provee. El apóstol quiso colocar una contraposición al afán: la oración y la suplicación. Si hacemos esto último no caeremos en el afán; tal vez ese mandato de no estar afanosos no podría cumplirse si no nos dedicamos a orar y a suplicar. Pero esa súplica quedaría a medias, si solo fuese una descarga emocional como quien habla con un terapeuta. Urge la fe para que demos gracias por aquello que hemos pedido, así como por las cosas que ya hemos recibido.
De igual forma, cuando se nos exige requerirle a Dios suplir nuestras carencias se siente implícito que no lo hagamos ante los hombres. Dios conoce de antemano todas las cosas, aún antes de que digamos una palabra la sabe ya. Pero ha querido que oremos en todo tiempo, con acciones de gracias y con súplicas, porque eso lo honra a Él como el dador de todo. Además, la actividad de la oración nos fragua el alma, nos humilla ante su presencia, nos brinda la certeza de la respuesta.
Siempre resulta grandioso recordar en su presencia todo aquello que Él nos ha provisto hasta ahora. Como dice un texto de la Escritura: Hasta aquí nos ayudó Jehová (1 Samuel 7:12). El profeta llamó Ebenezer a un lugar determinado, que significa roca de esperanza, para memoria de la ayuda de Jehová en la lucha contra los enemigos. El creyente puede afianzarse en esas palabras como estímulo de lo que seguirá de parte del Señor. Si el Señor nos ayudó hasta aquí, nos seguirá ayudando aún más adelante.
La alegría del creyente lo mueve en el solaz del corazón, bajo la complacencia del Espíritu que Dios nos ha dado, anunciando un bien mejor para nuestra vida. Si miramos a la tierra junto a sus moradores, la maldad nos desanima; en realidad veremos gigantes que nos acechan y nos veremos como diminutas langostas. Entonces se contaminará nuestra alma y sembraremos pánico en quienes nos rodean. Pero si la mira va hacia las cosas de arriba, hacia los cielos, veremos la certitud que de allá emana. Todo resulta estable en los atrios del Todopoderoso, Él mismo se define como un Sí y un Amén. Él es el Dios de nuestra salvación, pero no solo la eterna sino la del día a día. El Dios que es, Jehová, el que existe por sí solo, el que hace todas las cosas posibles; solo meditar en su nombre nos debe rendir la suficiencia de tranquilidad por cuanto da vida al pacto de paz hecho con la sangre de Jesucristo. Ese es también un convenio de gracia, ejercido y mantenido en razón de su soberanía absoluta por la que ordena cada cosa que acontece.
La soberanía del Señor sirve como fundamento de su relación con sus criaturas. Ella nos define su carácter, la regla que rige todas las cosas, desde lo macro hasta el más mínimo detalle. Nuestras vidas cobran sentido cuando razonamos y valoramos que cada instante ha sido previsto, así como cada persona que se cruza en nuestras líneas de camino o de tiempo. Esto forma parte de la profundidad de las riquezas y de la sabiduría de Dios, de lo inescrutable de sus caminos. Jehová reinará eternamente y para siempre (Éxodo 15:18).
Hemos tenido herencia en Cristo, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad (Efesios 1:11). Y si nada ocurre fuera de su decreto divino, diremos con Jeremías: ¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó? ¿De la boca del Altísimo no sale lo malo y lo bueno? (Lamentaciones 3:37-38). Nos regocijamos siempre porque aún las acciones de los malvados cumplen el mandato de la soberanía de Dios: La ira del hombre alabará al Señor, el Señor reprimirá el resto de las iras…todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo, aun al impío para el día malo…Ciro cumplirá todo lo que yo quiero…¿Habrá algún mal en la ciudad, el cual Jehová no haya hecho? (Salmo 76:10; Proverbios 16:4; Isaías 44:28; Amós 3:6).
Nadie debería objetar los soberanos actos del Señor, el que gobierna toda la tierra. Sin embargo, los que lo objetan son comparados con ollas de barro, tal vez vasos de ira preparados para juicio y destrucción. Los que lo señalan de injusticia, deberían mirarse en un espejo y ver su calamidad y sus pecados que lo arropan. Nadie podrá permanecer de pie en su presencia, solamente los redimidos le honrarán con sus alabanzas. Dios sigue airado contra el impío todos los días, aún la ofrenda del perverso resulta en una abominación, pero la oración del justo le complace. Somos justos porque Dios nos justificó en el Hijo, nos impartió su justicia cuando él tomó nuestros pecados al representarnos en la cruz. El mundo no fue representado en la cruz, ya que el Señor no rogó por el mundo (Juan 17:9), solo el otro mundo, el amado por el Padre (Juan 3:16) el cual constituye el conjunto de sus elegidos.
Esto acá dicho será motivo suficiente para nuestro regocijo en el Señor. Los malignos serán pronto cortados como la hierba verde que se seca, sus rostros serán menospreciados por el Señor. La prosperidad del impío que ni siquiera tiene congojas por su muerte nos asombra, pero en el Santuario del Señor comprendemos su fin. Están puestos en deslizaderos, se les ha enviado el espíritu de estupor, caerán en sus propios lazos y veremos su recompensa. Eso también constituye motivo de gozo ante el Señor. Dejemos los lamentos piadosos inútiles, alegrémonos por la justicia de Jehová, por lo que le hace al impío y por lo que le ha reservado; no nos gocemos en sus sufrimientos pero sí en la justicia que el Señor hace y seguirá haciendo.
No contendamos contra Jehová, porque Él no da cuenta de ninguna de sus acciones (Job 33:13). Nadie puede resistirse a la voluntad de Dios, así que cuando vea que el impío se levanta para dañarnos, también él fue enviado por Jehová; pero su éxito dependerá de la voluntad del Señor quien protege a sus hijos. Así que no temeremos porque en ese actuar del hombre de impiedad habrá un propósito que Dios nos confirmará. A lo mejor una mala acción contra los hijos del Señor servirá para que busquemos una salida también programada por el Todopoderoso. No somos sino vasos de barro en manos del alfarero, pero regocijémonos en que somos vasos de honra para alabanza de su misericordia.
César Paredes
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