Moisés y Aarón frente al Faraón dieron la señal que Dios les indicó, por medio de una vara que se convirtió en serpiente. El enemigo de su pueblo tenía a unos hechiceros o magos que lograron convertir palos en serpientes, pero el reptil del libertador que Dios había enviado para sacar a su pueblo de Egipto venció a todas. Esa clara muestra de prevalencia de poder se convirtió en un relato para nuestro beneficio. Existe un ligamen entre ese acto sucedido miles de años atrás y nuestra fe dada por Jesucristo.
En Éxodo 7:12 leemos que cada uno echó su vara, las cuales se volvieron culebras; mas la vara de Aarón devoró las varas de ellos. Por supuesto, el fracaso de los magos egipcios enfureció al Faraón hasta que su corazón quedó más duro que una roca, como Jehová lo había dicho. El Dios de la providencia en acción puede ser otra forma de narrar el acontecimiento mencionado; todas las cosas ayudan a bien a los que son llamados conforme al propósito de Dios. El poder del Señor nos hace erguir con temor reverente, hasta que nuestra alma entera se ocupe de esos asuntos de la grandeza divina. Por ese camino nuestra fe crece, como cuando se demostró frente a Goliat en aquel pequeño David.
Ya David había luchado con leones y osos, había sido liberado de sus colmillos y garras; esos actos personales contra aquellas fieras estuvieron también dirigidos por Jehová. Poco importaba si el pastor de ovejas en aquel entonces había sido ungido o no, lo cierto es que nuestro Dios está en todo lo que nos acontece. Aún antes de haber sido llamados de las tinieblas a la luz, su amor eterno por los elegidos nos sostuvo de alguna manera, a pesar de que estábamos bajo su ira lo mismo que los demás. En la cruz de Cristo se demuestra, cuando el Padre se apartó y lo abandonó por unos momentos mientras le reflejaba su ira por el pecado que cargaba a cuestas. Nadie podrá decir sin locura que Dios dejó de amar a su Hijo.
Jeremías recibió del Señor una frase que nosotros heredamos: Con amor eterno te he amado, por lo tanto te prolongué mi misericordia (Jeremías 31:3). Cuando el creyente se ocupa con su alma entera en el temor de Jehová, no queda espacio para el temor ante el hombre. Por eso se ha dicho que resulta preferible estar de rodillas ante Dios y no ante los hombres; de la misma forma se escribió que será maldito todo el que confía en el hombre, el que pone su confianza en la fuerza humana, mientras su corazón se aparta de Jehová. Ese no verá cuando viene el bien, sino que morará en sequedales en el desierto (Jeremías 17: 5-6).
David y Moisés confiaron en Jehová, fueron benditos como árboles plantados junto a las aguas, echando sus raíces junto a hojas verdes. Siempre dieron fruto, aún en los años de sequía. Si tememos a Dios no tenemos por qué temer a los hombres ni a las circunstancias, pero si no tememos al Señor nadie nos podrá ayudar. Parece ser que el hombre de maldad se apropia de las palabras de la serpiente en el Edén, que seríamos como dioses. El inicuo anhela y trabaja para convertirse en un dios de sus semejantes; de esta manera los que temen a los hombres siguen como ciegos al guía que los lleva al abismo.
Por muchos lados de las Escrituras sabemos que hasta que los ojos de los hombres no sean abiertos, ellos verán solamente enemigos a su alrededor. Cuando Jehová abre los ojos de sus elegidos, llegan a ver la providencia divina que sobreabunda: Dios con sus atributos. Incluso algunos llegaron a ver ángeles y fueron visitados por ellos. Es entonces que vemos que hay más de nuestro lado que en contra nuestra. Porque el Señor hace estar en paz con nosotros a nuestros enemigos, pero solamente cuando nuestros caminos sean agradables a Jehová (Proverbios 16:7). Antes de entregarnos al pecado deberíamos pensar en cuántas cosas amables podemos perder en un solo momento por carencia de cordura.
Algunos escritores han hablado del ojo de la fe, como una metáfora que nos conforta. Si un niño se encuentra solo puede temer ante un peligro inminente, pero si está con sus padres o amigos su actitud será de mayor coraje. Nos sucede algo parecido, cuando miramos con los ojos de la fe y nos percatamos de que el Señor está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Él nos ha dicho que no temamos, porque al Padre le ha placido darnos el reino. Nos ha revelado en las Escritura que él es el autor y consumador de la fe, que aunque fuere como un grano de mostaza su tamaño será suficiente para mover montañas.
Por medio de la fe el espíritu de Cristo Jesús se hace sentir en nuestras almas. En realidad él es el león de la tribu de Judá (Apocalipsis 5:5), el de mayor coraje y que no teme a nada. Cada creyente tiene su participación en ese espíritu de león feroz invencible, por lo tanto podemos recordar las Escrituras que señalan que Dios no nos ha dado espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. El Espíritu de Jehová está en Cristo ungiéndole, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová (Isaías 11:2). Pero además, la Escritura señala lo que el Señor declaró: que toda potestad le había sido entregada, tanto en el cielo como en la tierra. Entonces, podemos decir con certeza junto al salmista: Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre. Jehová está conmigo entre los que me ayudan; por tanto, yo veré mi deseo en los que me aborrecen (Salmos 118: 6-7).
Las serpientes de los magos egipcios sirvieron para honrar el poder del Faraón por unos instantes, para halagar la habilidad de los serviles hombres de Satanás, pero también fueron objetos importantes para exhibir la grandeza del poder divino. Ese suceso nos enseña que aunque el enemigo se muestre numeroso (porque los magos hicieron de sus varas muchas serpientes), basta una sola vara para que la obra de Satanás sucumba. Esa es la vara del varón que regirá con vara de hierro a las naciones, del Hijo de Dios que se mostró por medio de Moisés ante aquel vasto imperio humano.
Moisés no mostró ningún temor ante el milagro de su enemigos, ante el número de los ofidios lanzados en frente de él. Su ojo no estuvo enfocado en la grandeza de los que no temen a Jehová, como harían aquellos 10 espías que te llenaron de temor. Su enfoque se centró en la promesa de Jehová cuando le encomendó esa misión. Fijémonos en que no hay nadie más miserable y timorato que aquel que confía en sus carros y caballos, el que anda con armas de fuego escondidas en sus ropas para salir al paso gritándole a cualquiera. Una persona de esta característica vive una existencia de temor, de lamento y temblor. Pero el creyente que echa mano de su fe, como lo hizo David frente al gigante, sabe que está en la presencia de Jehová. Su ansiedad se disipa, su incertidumbre desaparece porque conoce que todo momento y circunstancia de su vida ha sido predestinado desde antes de la fundación del mundo.
César Paredes
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