El conocimiento de Dios y su amor a sus hijos, así como la manera de vivir nuestra vida de acuerdo al mandato divino, solamente llegan una vez que el Espíritu realiza el nuevo nacimiento en nosotros. Antes de eso, la Escritura misma enfatiza en que el ser humano anda muerto en delitos y pecados, al tiempo en que el hombre natural tiene como locura las cosas del Espíritu de Dios. Si antes no puede discernirlas, por causa de su naturaleza pecaminosa o depravada, al nacer de nuevo no solo puede sino que tiene que entenderlas. Es forzoso su entendimiento por cuanto el Espíritu mora en nuestro ser como la garantía de la redención final. Además, la Biblia nos informa que tenemos la mente de Cristo; en tal sentido, ningún creyente puede alegar ignorancia respecto a la naturaleza de su redención.
Tan cierto se ve lo que decimos que el mismo Jesús declaró que ninguna de sus ovejas (ya redimidas, porque siguen al buen pastor) se va tras el extraño (Juan 10:1-5). Asimismo, afirmó que el enemigo tratará de engañar, si le fuere posible, aún a los escogidos; pero como la frase misma anuncia en su gramática (futuro de subjuntivo) esa tarea del adversario se muestra inútil (Mateo 24:24).
La filosofía griega clásica ha mostrado la sabiduría que la caracteriza. Muchos de los filósofos pertenecientes a ese período histórico realizaron interesantes observaciones acerca de la naturaleza de Dios. Pablo lo demostró en Atenas, cuando en el Areópago, aproximadamente en el año 54 a.C., predicando la palabra de Dios citó a uno de los filósofos que decía: linaje suyo (de Dios) somos. Esta frase la dijo Aratos, quien viviera entre los años 315 y 245 a.C. También citó a otro intelectual llamado Epiménides de Cnosos, del siglo VI a.C., al referir estas palabras: En él vivimos, nos movemos y somos (Hechos 17: 28).
Esa sabiduría adquirida gracias a sus reflexiones y demás trabajos intelectuales, no fue suficiente para que el hombre se enderezara en torno al Creador. La prueba está en que el mismo apóstol Pablo les aclara a los atenienses que no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres (Hechos 17:29). Más bien, ese conocimiento natural que el hombre posee de Dios lo condena: porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó (a la humanidad). Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido (Romanos 1: 19-21).
Ninguno de los seres humanos llegó a la seguridad de su redención por el conocimiento natural, pero ese conocimiento natural junto a la ley divina en la conciencia humana condena al hombre: La ley no salvó a nadie (Gálatas 2:16; Romanos 3:20; Isaías 64:6). La razón humana falla en la comprensión de las verdades esenciales de la naturaleza de Dios y de nuestra relación con Él. Por esa razón se requiere un nuevo corazón y un espíritu renovado para poder andar en los estatutos divinos; en otros términos, urge el nuevo nacimiento que da el Espíritu Santo por medio de la predicación de la palabra de Dios que no ha sido adulterada.
En el Verbo de Dios estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella (Juan 1:4-5). Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas (Juan 3:19). Es decir, la vida no estaba en la filosofía griega, ni en cualquier otro lado; y es que la humanidad se infla cuando de sabiduría se trata, lo cual la deja ciega ante las cosas evidentes. De allí que Dios haya revelado su justicia y su voluntad por medio de los santos hombres de Dios, inspirados por el Espíritu Santo para beneficio de todo su pueblo.
Jesucristo vino a este mundo (Dios hecho carne) y habitó en medio de una generación que no lo aprobó. Solamente los que el Padre le dio llegaron a conocerlo, a desearlo y amarlo, hasta dar la vida si fuere necesario. Y es que el rayo de luz divino, que se da en forma general a través de la naturaleza creada, no rompe la ceguera humana. Hace falta la transformación del entendimiento, el pasar de muerte a vida, el cambio del corazón de piedra por uno de carne.
A todo esto que hace falta, la Escritura lo denomina el nuevo nacimiento o el nacer de lo alto. Es lo que se conocía en el Antiguo Testamento como la circuncisión del corazón. Pero la naturaleza humana carece de capacidad para vislumbrar la profunda sabiduría de Dios, si bien no impide que el hombre sea responsable ante su Creador. Ya Pablo lo decía en su Carta a los Romanos, que Dios tiene misericordia de quien quiere tenerla, pero que endurece a quien quiere endurecer. El hombre puede preguntar la razón de su culpa, ya que no puede resistirse a la voluntad de Dios. Empero, el apóstol responde con un rotundo énfasis acerca de que Dios no es injusto sino que la criatura debe reconocer su pequeñez frente al Hacedor de todo (Romanos 9: 13-24).
Cuando Jesús fue reconocido por Pedro, el Señor le declaró que ese reconocimiento se debió a una revelación especial de parte del Padre (Mateo 16: 16-17). Pedro reconoció que Jesús era el Cristo, el verdadero Mesías, de acuerdo a lo que describían los profetas. Que era el Hijo del Dios viviente, la fuente de toda vida, muy diferente al dios de los gentiles o paganos (de las demás gentes). Ese Mesías no era un simple hombre, o un Maestro ejemplar, sino el Ungido de Dios, el Unigénito del Padre (de la misma naturaleza divina). Pedro resultó en un hombre bendecido porque su respuesta se debió a la consideración del Padre, al beneplácito del Dios del cielo y de la tierra al haberlo escogido para la redención aguardada: le había revelado una gran verdad.
A nosotros también se nos revela, por medio de la palabra escrita y conocida como las Escrituras. Pero no todo el que la lee o la oye tiene semejante revelación, ya que depende del Espíritu que da vida el que podamos comprender y creer dichas Escrituras. Los asuntos de la Biblia no pueden revelarse ante el alma humana por efecto de la actividad de carne o de sangre, sino que deben ser mostrados por el Padre Eterno que está en los cielos. El Evangelio es una revelación de la verdad, no proviene del razonamiento carnal humano sino de la intención de quien la revela. Ese no es otro que el Padre a través del Santo Espíritu, quien realiza el nacimiento nuevo para que el hombre regenerado comprenda y se sujete a la palabra divina.
En resumen, como dijo el salmista: En ti está la fuente de vida: en tu luz veremos la luz (Salmo 36:9), por lo cual nadie podrá decir que Jesucristo es el Señor sino por medio del Espíritu Santo (1 Corintios 12:3). Tenemos muchas limitaciones pero nuestros límites terminan una vez que Dios nos da un corazón que pueda conocerle (Jeremías 24:7). Por esa razón Jesús dijo: Nadie puede venir a mí, a no ser que el Padre lo envíe hacia mí (Juan 6:44). El ser humano está en las manos de Dios, sin poder huir de su presencia; Dios tiene misericordia de los vasos de gracia preparados para honra. Dios continúa airado contra el impío, todos los días; endurece a los que quiere endurecer, hasta enviarles el espíritu de estupor para que terminen de perderse por su desapego a la verdad. Jesús ante toda esa revelación de la voluntad del Padre (escondida de unos y revelada a otros) expresó: Sí Padre, porque así te agradó (Mateo 11: 26).
César Paredes
Tags: SOBERANIA DE DIOS