Todos los que recibieron a Jesús, los mismos que creen en su nombre, los que tuvieron la potestad de ser hechos sus hijos, no fueron engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios (Juan 1:12-13). Eso lo leemos del apóstol Juan, quien siguió de cerca al Señor y se enteró de sus enseñanzas que nos transmitió. En su mismo Evangelio, en el Capítulo 3, nos trae el escenario en el que Jesús habla con Nicodemo. Ese dirigente del Sanedrín, de los judíos religiosos, lo reconocía como a un maestro de Dios, porque sus señales daban evidencia de quién era el autor. Sin embargo, Jesús lo frenó de golpe, como quien le dice que andaba equivocado, ya que no bastaba con reconocerlo como un maestro enviado de Dios.
Por esa razón Jesús le dijo a Nicodemo: que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios (Juan 3:3). Acá, el principal de los judíos trastabilló y se fue a la literalidad de la metáfora que le decía Cristo: ¿Cómo puedo yo siendo viejo entrar en el vientre de mi madre y nacer? Ya el Antiguo Testamento hablaba del cambio de corazón que hacía el Señor, quitando el de piedra y colocando uno de carne, junto con un espíritu nuevo que hiciera amar los estatutos de Altísimo (Ezequiel 36:26-28). Pero Nicodemo era maestro de la ley y no sabía lo más esencial de ella. Suele suceder con los religiosos, con los que fungen de académicos y cometen los errores de los principiantes.
Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, espíritu es. He allí la diferencia, la oposición entre el corazón de piedra y el corazón con el espíritu nuevo que Dios coloca. Ya sabemos que no depende de voluntad de varón, sino de Dios; ahora Jesús enfatiza bajo ese criterio y compara al Espíritu con el viento, de quien oímos su sonido aunque no sepamos de dónde viene ni a dónde va: así es todo aquel nacido del Espíritu (Juan 3:8). ¿Quiénes nacen de nuevo? Los elegidos del Padre, aquellos que siendo enseñados por Dios, y habiendo aprendido, son enviados hacia el Hijo. En realidad, nadie puede ir a Jesucristo si no le fuere dado del Padre; todo lo que el Padre le da al Hijo irá al Hijo, y no será echado fuera jamás. También todo esto forma parte de las enseñanzas de Jesús recogidas por Juan (Capítulo 6).
Nicodemo vino de noche a Jesús, por temor a sus colegas del Sanedrín. En otra oportunidad les previno a los del Sanedrín en relación a no juzgar a un hombre si primero no lo oía, para descubrir lo que había hecho (Juan 7:51). Obtuvo por respuesta una acusación irónica de parte de sus colegas: ¿Acaso eres tú también galileo? Por lo visto, ese maestro de la ley se mantuvo asombrado por Jesús, pero siempre anduvo en la periferia, amando más su reputación que el discipulado abierto con el Señor. Sabía que era un profeta enviado de Dios, en virtud de las señales que había comprobado, pero no tenía a Jesús como aquel profeta señalado por Moisés: Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis (Deuteronomio 18:15, 18).
Nicodemo vino a la tumba de Jesús y trajo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras, en colaboración con los que acomodarían su cuerpo en lienzos, de acuerdo a las costumbres de la época (Juan 19:39). Pero todo su interés en el maestro que vino de Dios, su deseo de que se le oyera antes de juzgarlo, su aporte y colaboración generosa para el sepulcro del Señor, no testifican nada de un hombre que haya nacido de nuevo. ¿Nació de nuevo Nicodemo?
La Biblia nada nos dice al respecto sino esos hechos puntuales de un hombre asombrado por las enseñanzas de un profeta especial. Si llegó a creer después, no lo sabemos; muy raro que hubiese creído y no se hubiera escrito algo en relación a su fe, pero hay cosas que nunca sabremos en esta tierra. Con la información dada podemos deducir que ese maestro de la ley, en esos momentos puntuales descritos en el Nuevo Testamento, permaneció en la ignorancia respecto a la justicia de Dios. Por lo demás, si creyó más adelante, sería una especulación no permitida.
La gran estima que el ser humano pueda tenerle a Cristo no le rinde como fruto de justicia. Saber que fue un gran maestro acompañado de señales y prodigios no basta para decir que la persona haya nacido de nuevo. Así que el nuevo nacimiento lo conoce todo aquel que haya nacido del Espíritu, todo aquel que es habitado por el Espíritu de Dios, todo aquel que vive en la doctrina de Cristo. Nosotros los conocemos por sus frutos, lo que confiesan sus bocas y que abunda en sus corazones. No puede el árbol bueno dar un fruto malo, mientras que el árbol malo jamás dará un fruto bueno. ¿A qué fruto se refiere Jesucristo? No al pecado, pues todos pecamos aún habiendo creído en su nombre (Romanos 7). Se refiere a lo que la boca confiesa, al evangelio que se ha creído.
El evangelio de los falsos maestros no puede ser tenido como un fruto del árbol bueno; el que no vive en la doctrina de Cristo camina extraviado sin perseverar en esas enseñanzas del Señor (2 Juan 1:9). Si Nicodemo era maestro de la ley, un fariseo y principal entre los judíos, conocía muchos textos del Antiguo Testamento y sabía manejarlos como un docto. Eso no le alcanzó para la fe en Cristo; de igual forma, hoy día muchos hablan de Cristo como el Hijo de Dios, como el que murió y resucitó, el que está a la diestra del Padre e intercede por su pueblo. Pero tienen una doctrina de la carne, una que no refleja el nuevo nacimiento.
Estos son los que sagazmente creen que ellos han sido salvados por su fe, por su cometido, por sus obras, sumadas a la gracia de Dios. Ellos suponen que pueden añadir a la justicia de Cristo la suya propia: su comportamiento, su celo por Dios, el saberse algunas de las Escrituras de memoria. Pero su teología no se corresponde con la doctrina de Cristo sino que se muestra extraviada, siguiendo el camino idolátrico de su mente. Ya Cristo no vino a morir por su pueblo, de acuerdo a las Escrituras (Mateo 1:21), sino que muere por todo el mundo, sin excepción. Esto nos lleva a una interpretación privada de las Escrituras. De veras, si Cristo murió por todos, sin excepción, lo hizo por Judas Iscariote, por todos los réprobos en cuanto a fe, por los que no tienen sus nombres en el libro de la vida desde la fundación del mundo.
Lo hizo igualmente por Esaú y por Caín, por los muertos en el diluvio, murió por los paganos de toda la historia humana. Entonces, habiendo pagado el rescate por sus vidas y lavado sus pecados, el Padre comete la terrible injusticia de juzgarlos dos veces por el mismo delito.
Aquellos que yacen en el infierno de fuego demostrarían el fracaso de la cruz, solamente porque su voluntad fue débil y no aceptaron la oferta abierta que supuestamente Dios les envió. Sin embargo, acá todavía somos generosos al hablar de aceptar una oferta supuesta, porque muchos de los que murieron sin la fe de Cristo jamás oyeron una palabra del evangelio.
Entonces: ¿de qué les aprovechó esa muerte de Jesucristo en su favor, si jamás escucharon hablar de esa providencia divina? Vemos la gran mentira que se monta con tan solo una sutileza del desliz doctrinal, de la interpretación privada de las Escrituras, al ampliar el rango de acción del propósito de la muerte del Señor por su pueblo (Juan 17:9). El nuevo nacimiento se opone al legalismo, a los que prefieren la letra de la ley antes que a su espíritu. El nuevo nacimiento desnuda al hombre desprovisto de capacidad para realizar tal acto, ya que no se puede auto-engendrar sino que necesita ser engendrado por el Espíritu de Dios.
Dios justifica al impío, pero es un Dios justo; Él lo justifica basado en la justicia que es Cristo, el que pudo lavar los pecados de todo su pueblo (Mateo 1:21), el que no rogó por el mundo (Juan 17:9) sino por los que el Padre le dio y le daría de acuerdo a los que Él escogió (Juan 17:20). Por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos (Isaías 53:11). Urge conocer las Escrituras, porque allí suponemos que se encuentra la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio del Señor.
Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar (Isaías 55:6-7). Los que han sido despertados y convencidos de pecado, de la maldad y desvío de sus caminos, serán bienaventurados si acuden a Jehová para el perdón de sus pecados. Los pensamientos errados de la religión, la justicia supuesta del impío, todo ello podrá ser removido por el poder del evangelio, de la doctrina de Cristo, del nuevo nacimiento que da el Espíritu de Dios.
Pese a que ese es un acto propio del Espíritu Santo, no de voluntad humana, nos corresponde anunciar el evangelio a toda criatura. Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, el que fue antes anunciado (Hechos 3:19-20).
César Paredes
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