Las cosas de Dios se han de discernir con el Espíritu de Dios, de lo contrario parecieran asuntos sin sentido. No las puede discernir el hombre caído, dice la Escritura, porque al hombre natural las cosas del evangelio le parecen una locura. Ahora bien, si una persona que dice creer ese Evangelio de Cristo no cree lo que la Biblia dice respecto a la fe de Cristo, el tal no tiene a Dios. Lo asegura Juan en su Segunda Carta, Capítulo 1 versos 9-11. De manera que si la persona dice creer las doctrinas de la gracia pero al mismo tiempo le da la bienvenida al que no trae tales doctrinas, el tal participa de muchos males.
Tal vez alguien pregunte si habrá que creer todo eso de la salvación por gracia para poder ser salvo. Pero el punto lleva su trampa en sí mismo, ya que si afirmamos tal proposición estaríamos declarando una salvación por obras intelectuales. En realidad no puede ser de esa manera, ya que las cosas de Dios parecen una locura indiscernible para el hombre natural. Por ende, el hombre caído en delitos y pecados no puede asimilar las cosas de la soberanía de Dios. En cambio, el que tiene el Espíritu de Cristo tiene también su mente, así que es guiado a toda verdad. De esta forma se puede entender que las doctrinas de Cristo se aceptan y comprenden una vez que la persona ha pasado de muerte a vida.
Es en ese estadio en el que el hombre natural ha pasado a ser un creyente nacido de nuevo por el Espíritu de Dios, por lo cual comprende la Escritura. La comprende en aquellos puntos que ahora le parece locura al hombre natural; al comprenderlas se entiende que es por mediación del Espíritu de Dios que habita en su corazón. Pero si al mismo tiempo dice que puede permanecer siguiendo al extraño a ratos, al momento que sigue al buen pastor, está contradiciendo a Jesucristo (Juan 10:1-5).
Si estás en Cristo es porque has oído su voz, has confesado sus pecados y cree que él lavó sus pecados en la cruz, habiéndolo representado como uno de los elegidos del Padre. Todo lo demás que vaya por la periferia de la verdad de la Escritura es camino de vanidad. Ese es un evangelio roto, del extraño, del maestro de mentiras, del falso profeta, del engañador, del Maligno que opera desde el pozo del abismo.
El Salmo 37 viene en nuestro auxilio para aclarar lo que acá decimos. La boca del justo habla sabiduría, y su lengua habla justicia. La ley de su Dios está en su corazón; por tanto, sus pies no resbalarán (Salmo 37:30-31). Este Salmo se refiere al justo, el cual a su vez habla justicia. ¿Quién es el justo acá? Es todo aquel que ha sido justificado por el siervo justo de Isaías (53:11): el que está justificado por la fe de Cristo, el que ha sido representado por él en el madero del Calvario, uno por los que el Hijo de Dios intercedió la noche previa a su martirio (Juan 17:9, 20).
Ese Salmo habla de la boca del justo, así que podemos vincularlo con el árbol bueno que del buen tesoro de su corazón hace hablar a su boca. ¿Qué es lo que habla? Jesucristo afirmó que para conocer al árbol bueno (al redimido) basta con observar sus frutos. Pero no dijo que sus frutos consistían en una ética cristiana -lo cual no es malo-, sino que se evidenciaban de lo que hablaba con su boca. Si la boca del justo habla justicia, la boca del hombre redimido habla igualmente del Evangelio de Cristo, de él como justicia de Dios, de lo que alcanzó en la cruz para todo su pueblo (Mateo 1:21).
Otro detalle del Salmo mencionado refiere a la sabiduría. Como afirma la Biblia, no saben aquellos que del madero confeccionan un ídolo y claman a un dios que no puede salvar. Los que sacrifican a un Cristo distinto al de la doctrina del Padre, están adorando a un dios que no salva. Ese es un dios impotente porque depende de la voluntad humana, muerta también en delitos y pecados. Ellos piensan que pueden guardar cierta ética cristiana, para cuidar la apariencia del testimonio, pero deambulan como errantes, ya que siguen al extraño (el otro evangelio, el anatema).
Si la ley de Dios está en nuestro corazón, nuestros pies no resbalarán. No andaremos en vacilaciones de opinión ni con los conceptos cruzados, como quien un día dice que Dios es soberano y el otro día sostiene que lo es pero no tan soberano. La salvación es por gracia y no por obras, dice la Escritura: si por obras, entonces no por gracia. ¿Cómo se puede combinar gracia y obras? Son excluyentes, pero las buenas obras siguen a la gracia en tanto ellas son un fruto propio del redimido. Nunca las buenas obras ayudan a alcanzar la gracia.
Constituye un gran pecado el no creer en Jesucristo, el autor y consumador de la fe de sus escogidos. No hay manera de evadir la responsabilidad que cada quien tiene de rendir un juicio ante Dios; conviene buscar a Dios mientras puede ser hallado. Tal vez dirá alguno que no puede hasta tanto no esté seguro de si es o no un elegido; esa manera de pensar no es bíblica. La Biblia no nos invita a examinar si somos o no elegidos, sino que nos habla de nuestra caída y de la ira de Dios sobre toda criatura no justificada. De esa manera nos incita a acudir a la misericordia de Dios, por medio de Jesucristo como Mediador. Es entonces que usted sabrá si ha sido o no escogido para salvación.
La ley no ha redimido ni siquiera una sola alma, lo dice Pablo en el Nuevo Testamento. La justicia y la vida eterna subyacen en Jesucristo por medio de la fe, pero sabemos que no es de todos la fe. Ciertamente, la fe es también un regalo de Dios; Jesucristo es su autor y su consumador. Si el Señor te dice: Busca mi rostro, deberíamos decir Tu rostro buscaré. Hemos de presentarnos ante el Padre Celestial como desposeídos que no tenemos derechos, como quienes ruegan por clemencia.
El Faraón de Egipto demostró su arrogancia ante Moisés, preguntándole en forma irónica quién era Jehová para dejar ir al pueblo de Israel. Su arrogancia heredada del padre de la mentira se pagó muy cara. Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes, si bien es cierto que aún la humildad la da Él a los que ha decidido dársela. Nos toca averiguar quiénes somos para Dios, si somos vasos de honra o vasos de deshonra, si somos vasos de misericordia o vasos de ira.
No podemos aventurarnos a suponer cosas sin antes escudriñar las Escrituras. Nuestro deber es ser diligentes para hacer nuestro llamado y elección seguros (2 Pedro 1:10). El que cree en Cristo y acude a él para escapar de las cadenas del pecado y del pavor de su ira, demuestra su cercanía a Dios. Tal persona se computa como uno de los hermanos en la fe apostólica. Dios no nos va a decir al oído que nosotros somos escogidos, pero podemos verificar nuestra elección y llamado eficaz por medio de la diligencia, como menciona Pedro.
A pesar de la apostasía de muchos que dicen creer en la fe de Cristo, nuestro llamado es a permanecer en la fe. Los otros serán ramas desgajadas del árbol, habrán desertado del camino de la justicia, pero nosotros debemos ser diligentes en la fe. Si procuramos hacer firme nuestra vocación y elección, no caeremos jamás. Así que el que dice estar firme mire que no caiga (de la fe). Recordemos que el pecado siempre nos visitará, como lo testificó Pablo en el Capítulo 7 de su Carta a los Romanos; empero él dio gracias a Dios por Jesucristo quien podría librarlo de esa ley del pecado y de su cuerpo de muerte.
Pongamos toda diligencia para añadir a nuestra fe virtud, a la virtud conocimiento (por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos), al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. De esa manera dejaremos el ocio y daremos fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo (2 Pedro:1: 5-8). No habrá ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no caminan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos liberó de la ley del pecado y de la muerte.
Lo que la ley no pudo hacer, por cuanto era débil por la carne, Dios, al enviar a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó el pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Romanos 8). De manera que el verdadero creyente ha huido de la ira de Dios contra el pecado y el pecador, hacia los brazos de Jesucristo, como el único Mediador entre Dios y los hombres, como el único Redentor. Así lo quiso Dios, quien justifica al impío y al que es de la fe de Cristo.
El creyente batalla contra el pecado y procura hacer morir las obras de la carne, para vivir según el Espíritu. Esa es nuestra lucha en esta tierra, una vez que hemos sido llamados de las tinieblas a la luz. El mundo nos desprecia y nos humilla, nos odia, nos acusa y ama lo suyo, pero nosotros no nos hemos de impacientar por causa de los malignos ni por los que hacen iniquidad, porque ellos son como la hierba verde que se seca, que pasa y se acaba, y cuando uno mira atrás ve que ya no está. La ley del Espíritu es vida, la que nos ha hecho libres de la ley del pecado y de la muerte.
César Paredes
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