Viernes, 22 de julio de 2022

Jesucristo apareció en carne, para que creyéramos y lo confesáramos, de tal forma que quien no lo reconoce es un anticristo (1 Juan 4:13). ¿Cuál es la razón de su encarnación? Dice Juan que el Verbo habitó entre nosotros, de lo cual él es testigo junto con otros apóstoles. Lo que ellos vieron aprendieron, lo que palparon sus manos, tocante al verbo de vida, eso nos han informado. Hemos de preguntarnos sobre la identidad del que vino en carne, acerca del cometido que vino a hacer. ¿Vino Jesús a impartirnos una clase de ética? ¿Vino para darnos un ejemplo concreto de lo que debería ser la conducta humana? Tal parece que muchos de los llamados cristianos se entretienen con esa idea tan estrecha de la venida de Cristo.

Lo que vino a hacer Jesucristo entre nosotros fue la expiación del pecado de todo su pueblo, de acuerdo a Mateo 1:21. Allí está resumida su misión a esta tierra, la razón de su nombre, el significado de su étimo: Jehová salva. La justicia alcanzada ante el Padre por haber cumplido toda la ley sin ninguna infracción, su maldición acarreada al morir en un madero, el haber cargado con todas las ofensas de cada miembro de su pueblo, se llama trabajo descomunal. Él solo pudo hacerlo y lo consumó en la cruz, para que el Padre nos impartiera esa justicia que es el mismo Hijo. Desde ese momento el pueblo de Dios de todos los tiempos recibió la justicia de Cristo, dado que el Hijo de Dios expió en forma absoluta el pecado de cada uno de los que formamos parte de ese pueblo.

Pero ¿qué sucedió con Moisés o Job, miembros del Antiguo Testamento? Ellos ya habían sido perdonados por haber creído, como lo hizo Abraham, por medio de la fe en el que había de venir. Sus ofrendas y sacrificios apuntaban al Cordero que vendría, el cual estuvo ordenado y preparado desde antes de la fundación del mundo (1 Pedro 1:20). De manera que no hay dos tipos de salvación, una por obras y otra por gracia. Eso sería una blasfemia decirlo, ya que ningún ser humano puede limpiarse siquiera de un solo pecado. 

La fe de Abraham demuestra el regalo que Dios da a cada uno de los suyos, para poder creer en la promesa de quien vendría (en Isaac sería llamada la simiente, Cristo),  y, en nuestro caso, para poder creer en quien ya vino por primera vez. Si Pablo nos asegura que la ley no salvó a nadie, no podríamos afirmar sanamente que Moisés y Job fueron redimidos por obras de la ley. Pero dado que Jesucristo cumplió a cabalidad la ley de Dios, él aseguró nuestra salvación final al habernos representado en el madero. Somos el objeto de su gloria como Redentor. 

Isaías habla sobre el siervo justo y acerca de nuestra necesidad imperiosa de conocerle. De esa manera él nos justifica (por su conocimiento justificará el siervo justo a muchos: Isaías 53:11). Aquellas personas que confiesan credos apostólicos, partes de la Biblia como verdades asumidas, pero no retienen lo que el evangelio apostólico requiere, le roban a Cristo su mérito. Con sus tesis del libre albedrío, sumado a los méritos de sus obras muertas, con simulaciones de adoración, se vacían de Cristo. Aunque comiencen por la gracia se resbalan por no tener la sustentación de la mano de Jesucristo, el que sostuvo al salmista Asaf, el que tomó a David para levantarlo, el que llama a cada oveja por su nombre. El conocimiento del siervo justo implica comprender la sustancia de su trabajo en la cruz, toda su doctrina que vino a impartir. Porque Jesucristo no vino solo a morir y resucitar por su pueblo, ni a dejarnos algunos mensajes éticos de importancia, sino que vino también a dejarnos un cuerpo de enseñanzas (como una confesión de fe) en las que tenemos que creer y vivir. Si alguno transgrede y no vive en la doctrina de Jesucristo, no tiene ni al Padre ni al Hijo. El que le dice bienvenido al que no trae tal doctrina, participa de sus malas obras (de sus maldiciones) -2 Juan 1:9-11.

El Dios de las Escrituras está en los cielos, todo lo que quiso ha hecho. No permite Jehová cosas que no desea que ocurran, aunque algunos textos pudieran hacer creer tales cosas a simple vista. Se trata de antropomorfismos usados para nuestra comprensión, como el que Dios nos cubre bajo sus alas, como lo hace la gallina con sus polluelos, como cuando se escribe que Dios es nuestra roca (pero Él es Espíritu y no piedra). La roca forma parte de los elementos que circundan el medio ambiente humano, las aves son cotidianidad para los seres humanos, en ese sentido hablamos de antropomorfismos por extensión. 

Decir que sucede algo que el Señor no mandó sería negar que de su boca sale lo bueno y lo malo. Nada escapa a su voluntad y conocimiento, nada se le resiste. Todo cuanto acontece se debe a que Dios lo ordenó, así como también decretó que hubiese resistencia a su Espíritu Santo en una forma general dentro de la raza humana caída. Pero esa resistencia ordenada no puede aminorar el poder del Espíritu, que de donde quiere sopla, que regenera a todos los ordenados para vida eterna. Ciertamente, resulta malo para el hombre el que resista al Espíritu Santo, pero eso también sale de la boca del Altísimo (Lamentaciones 3:38). 

El Espíritu de Dios en nosotros, sus ministros, puede ser resistido por el mundo que no le conoce. El Espíritu como anuncio del evangelio puede ser colocado a un lado, como una manifestación natural de la voluntad humana caída. Pero los dones y el llamamiento de Dios son irresistibles e irrenunciables, ya que al que quiere Él da vida. De la misma manera, el objetor levantado en el relato de Romanos 9 declara que Esaú no pudo resistirse a la voluntad de Dios (la voluntad del Espíritu Santo), por lo cual pide exoneración para sus faltas. ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues, ¿quién puede resistirse a su voluntad? Pero el Dios en nosotros es rechazado a diario por el mundo que nos circunda, por su principado que lo rige, al punto de llegar a repudiar hasta la muerte a los que somos sus mensajeros. Lo mismo hicieron con Esteban, el diácono mártir reseñado en el libro de los Hechos capítulo 7. 

Cristo vino en carne, pero nosotros no hemos de vivir según la carne sino conforme al Espíritu. Si el Espíritu de Dios nos guía a toda verdad, mal puede un auto proclamado creyente decir que ha creído en Cristo, aún en épocas cuando no lo conocía. Muchos suponen que mientras han tenido una doctrina errónea como sendero, pese a ello fueron creyentes. No, el Espíritu no guía a ninguno de los que son suyos hacia la enseñanza de los falsos maestros (Juan 10:1-5). Mientras la persona crea un falso evangelio, una errónea expiación, unos atributos humanos que lo hagan de qué vanagloriarse (libre albedrío, por ejemplo), todo eso se le computa como basura. 

Sabemos que no se nos pide perfección de conocimiento para poder ser salvo, pero sí que se nos da a conocer quién es Cristo, por medio de la predicación del verdadero evangelio y por la enseñanza del Padre -Juan 6:45-, el que nos envía hacia el Hijo. Lo que también sigue siendo cierto es que el Espíritu nos anhela celosamente, de tal forma que no nos dejará huérfanos, que tenemos su unción y nos enseña llevándonos a toda verdad. Desde esta perspectiva afirmamos que resulta imposible creer en un falso Jesús y ser salvo, creer en una falsa doctrina atribuible a Cristo y ser salvo. Quien tal haga está viviendo según la carne, sigue sin comprender lo que Jesucristo vino a hacer en la carne, por lo cual tiene en frente la eterna condenación.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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