El cristiano ha de juzgar a todo aquel que tenga fe en una falsificación de Cristo. Así como se juzga a un musulmán, a un hindú o a un budista, como alguien que está sin Cristo, toda aquella persona que tenga una imitación del Cristo de la Biblia se equipara en juicio con los que hemos considerados fuera de la doctrina del Señor. El vocablo cristiano se comporta como un adjetivo, así que califica al sustantivo. Nos resulta fácil afirmar que aquellas personas no cristianas pertenecen a una comunidad extraña al cristianismo; pero pareciera arduo el que se juzgue a alguien bajo ese nombre.
Hay quienes sostienen que no importa la doctrina que uno crea, lo relevante sería cómo uno viva. Bajo esa premisa errónea se oye decir que hay muchos religiosos honestos, trabajadores, bondadosos, sin que importe que su doctrina se desdibuje de las Escrituras. Poco les interesa que asuman un falso evangelio, siempre y cuando su vida de obediencia a la norma les brinde apariencia de piedad. ¿Y qué dice la Escritura? El sacrificio del impío es abominación a Jehová…y aún su corazón es cruel (Proverbios 15:8; 12:10).
Otros temen juzgar a los demás porque consideran esa práctica una violación del mandato bíblico. Se basan en textos fuera de contexto: No juzguéis para que no seáis juzgados. Pero la Biblia nos exhorta a probar los espíritus para ver si son de Dios, nos dice que juzguemos con justo juicio, que examinemos la doctrina del otro para ver si está de acuerdo con las Escrituras.
El que no habita en la doctrina de Cristo no tiene al Padre ni al Hijo, el que le dice bienvenido al que no trae tal doctrina se hace partícipe de sus malas obras. Esas son premisas de Juan, de tal forma que nos guiemos por ellas para poder juzgar a los demás. Dios nos eligió como pueblo suyo, para darlo a su Hijo como linaje. No nos eligió por obras que hubiésemos hecho, sino por el puro afecto de su voluntad. El motivo de habernos escogido no subyace en nosotros sino en el que nos escogió. Esa gracia con que nos llamó nos fue dada antes de los tiempos de los siglos (2 Timoteo 1:9).
Isaac fue escogido en lugar de Ismael, si bien ambos eran hijos de Abraham. La soberanía de Dios prueba la capacidad del Altísimo para hacer lo que quiera, habiendo escogido por igual a Rebeca (que no era hija de Abraham). Dios, de acuerdo a su propio placer, escoge a uno y rechaza a otro, pero la Escritura nos repite que no lo ha hecho en base a nuestras obras, para que nadie pueda gloriarse, sino en base a su gracia y placer.
Rebeca y Sara recibieron promesa para su descendencia. A Rebeca se le dijo que el mayor serviría al menor, poniéndose de manifiesto el amor de Dios por Jacob. Jacob y Esaú tenían el mismo padre Isaac, la misma madre libre Sara, así que el propósito se hacía mucho más firme por la elección del que llama. El nacimiento de Isaac fue según el espíritu (sobrenatural), dado que cualquier hijo de la promesa posee las características de donde la promesa pertenece. Los creyentes pertenecemos a esa estirpe sobrenatural, como hijos de la promesa.
Nuestro nacimiento también tiene el rasgo de sobrenatural, ya que se realizó por voluntad de Dios y no de varón. El Espíritu Santo operó en nosotros ese nacimiento de lo alto, para que pudiésemos participar del reino de los cielos. Isaac vino a ser el heredero de Abraham, no como hijo de la carne sino como hijo de Dios. Aunque Dios castiga al inicuo por sus pecados, extiende su gracia inmerecida hacia los objetos de esa gracia. Fuimos todos por naturaleza hijos de la ira (lo mismo que los demás), pero alcanzamos misericordia por la gracia divina. Lo mismo le aconteció a Isaac si se compara con Ismael, o a Jacob al lado de Esaú. Tenemos el perdón de pecados en tanto vasos de misericordia.
El objetor no puede hablar con propiedad contra su Hacedor, pero el Hacedor sí que puede hacer una vasija de barro para honra y otra para deshonra, ya que es el dueño del barro y, además, el Todopoderoso. La mayoría de los teólogos se van por la tangente del argumento, al afirmar que Dios condena a los inicuos y no a hombres justos. Visto de esa manera, Dios sí que puede tener misericordia de Jacob, ya que vio que Esaú no era digno de ella (como tampoco su hermano), así que optó por hacer lo que hizo. Sin embargo, este argumento sutil intenta tapar la verdad del texto: Dios condenó a Esaú aun antes de que hiciese mal alguno. Ese es el quid del asunto, sin que proporcione salida alguna con el argumento de la maldad como justificación para condenar.
Si miramos atrás, cuando Lucifer se rebela y se lleva consigo una gran parte de los habitantes del cielo, podemos comprender que en eso también estuvo Dios metido. Él dijo que había hecho al malo para el día malo, de manera que no fue un error suyo lo que lo sorprendió, ni la astucia de Lucifer, sino que ya se había planeado todo lo que acontecería para darle la gloria de Redentor a su Hijo.
La predicación de la palabra junto con el accionar del Espíritu han de ser suficientes y coherentes para alcanzar el propósito del Padre. El cristianismo no es solamente doctrina vacía de Espíritu, pero tampoco se muestra como espiritualismo o espiritismo vacío de doctrina. Cristo no vino a este mundo para darnos un ejemplo de moral y buena conducta, sino que cumplió el propósito de hacer asequible la promesa dada por el Padre. Vino a salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21).
Hemos de cuidarnos de las imitaciones, ya que han salido desde antaño falsos Cristos. De igual forma, muchos anticristos caminan por el mundo, como una prefiguración del hombre de pecado que habrá de manifestarse en su estado de maldad suprema. Los que militan en cualquier falso evangelio son considerados anatemas (malditos) por las Escrituras; asimismo, será maldito todo aquel que participa de sus malas obras. El que no creyere el evangelio será condenado (Marcos 16:16).
La persona y la obra de Jesucristo señalan quién es él. Hay enemigos de la cruz que atacan la persona del Cristo: dicen que no es consustancial con el Padre, que un espíritu puro no pudo venir a tener materia corpórea, que si es hijo quiere decir que no posee eternidad; otros aseguran que se casó con la Magdalena, que fue un hombre común a quien el Padre lo adoptó y le dio poderes especiales. En fin, todo ello ataca a su deidad. Pero hay también los que atacan su obra, al limitar su acción expiatoria diciendo que no salvó a nadie en particular sino que hizo posible la salvación para todo el mundo, sin excepción.
Estos últimos son muy peligrosos, pues si bien rechazan cualquiera de las herejías respecto a la persona del Mesías, con mucha sutileza proclaman la blasfemia del fracaso en la cruz. Un Jesús que quiso salvar a todo el mundo pero que no puede lograrlo porque depende de la buena voluntad de la humanidad. Un Jesús que intentó dar su vida por todo el mundo, sin alcanzar a redimirlos a todos; ese falso Jesús tiene el infierno como un monumento a su derrota.
Los falsos evangelios no conducen al reino de los cielos, llevan de seguro al abismo eterno. Jesús dio su vida por sus ovejas, no por los cabritos; rogó por los que el Padre le dio y le daría, pero no rogó por el mundo por el cual no vino a morir. Jesús vino a morir por el mundo amado por su Padre, nos enseñó que ninguno podía venir a él a no ser que el Padre lo trajere. Recordó un texto del Antiguo Testamento que refiere a esto: serían todos enseñados por Dios, y habiendo aprendido vendrían a él. Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia.
Muchos hacen milagros en su nombre, y en su nombre echan fuera demonios. Pero esa alegría se convertirá en llanto cuando en el día final el Señor les diga que nunca los conoció. No en vano le dijo a los que andaban evangelizando en su nombre que no se alegraran por la sujeción de los demonios, sino que tuvieran gozo por causa de que sus nombres están escritos en los cielos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría de Dios, cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! (Romanos 11:33-36).
César Paredes
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