Los mandatos a orar, al arrepentimiento y a las buenas acciones, hacen suponer al lector de la Biblia que él posee libertad de acción. Ora o no ora, así que recibe o no ciertas bendiciones; por lo tanto, concluye en ese silogismo que él tiene el control. Lo mismo pensó el rey de Asiria, aunque no lo entendía muy bien, que todo cuanto hacía provenía de su libertad para actuar como rey despiadado, hasta que Jehová quiso. Claro, aquel rey fue un pagano, no tuvo nunca noción de la ley de Moisés. No presenció milagros ni anduvo bajo los cuidados de la asamblea de Israel. En cambio, a los cristianos, a aquellos que dicen conocer a Cristo, la comisión de orar, el llamado al arrepentimiento y a las buenas obras, pareciera dárseles como por naturaleza. Eso pensaron los viejos fariseos de sí mismos, dueños de los pergaminos del Viejo Testamento, siendo lectores profesos e intérpretes de la ley. Ellos creyeron que Dios pertenecía al renglón de su propia libertad y adquisición. Como si el destino prefijado no hubiese tenido nada que ver en el accionar de Israel, como si los profetas hubiesen hablado en vano, cada fariseo se movía cual pez en el mar en cuanto a su concepción de la libertad de acción, de la que alardeaban por su conocimiento de la ley. Todo dependía de la oración y de sus rituales, en especial de sus buenas acciones. Si actuaban bien, el arrepentimiento cobraba mayor sentido; la imagen del Dios que profesaban se enmendaba a partir de sus buenos actos como ciudadanos de la religión. Hoy día abunda la gente que intenta ayudar a Dios, bajo el conato de la defensa con los escritos que hacen de las Escrituras. Cosas que aparecen en sus líneas y que consideran impropias, pasan hacia los intérpretes o exégetas que darán sus conclusiones en palabrerías confusas. Dios es amor, gritan todos al unísono, como si fuese la única premisa general de la Biblia. Han olvidado que Dios odia (odió a Esaú), que su fuego consumidor destruye, que hizo al malo para el día malo. La ley no controla los impulsos negativos del corazón humano, ni siquiera lo pudo hacer en los viejos fariseos. Ellos crucificaron a Cristo, a su Mesías que ignoraron por atrevidos soberbios que solamente se miraban a sí mismos. En su “libre elección” decidieron ignorar las palabras de ese Jesús que vino como rey escondido, como un pacifista que no hizo nada contra el Imperio Romano al que su pueblo estaba sometido. Sin embargo, leemos en el libro de los Hechos, que ese Mesías por el plan predeterminado y el previo conocimiento de Dios fue clavado por manos de impíos y crucificado (Hechos 2:23). ¿Quiénes lo mataron? Los israelitas bajo la influencia del Sanedrín, controlado por los fariseos de turno, pero al igual que el rey de Asiria los asesinos siguieron el plan divino al detalle, en su ignorancia programada. Aquellos días finales serán acortados, por causa de los elegidos (Mateo 24:22), una sentencia de Jesucristo que anuncia el control Dios de los detalles del tiempo, en función de su pueblo. Creyeron tantas personas como habían sido ordenadas para vida eterna (Hechos 13:48); ¿acaso no hubo control en cuanto a quién habría de creer? Si lo hubo de este lado lo hubo desde el otro, vale decir, de quienes no iban a creer. Al predestinado Dios llama (Romanos 8:30-33), y nos llama no de acuerdo a nuestras obras sino según el propósito y gracia dada a nosotros en Cristo, desde antes de que los tiempos empezaran (2 Timoteo 1:9). Cristo vino como el camino buscado, si bien ese camino no está al alcance de la capacidad humana; es una realidad fuera del hombre y de sus posibilidades. Para alguien a quien Cristo lo sea todo, su propia “libre elección” o decisión no es nada. Al reconocer que no somos libres en cuanto a la voluntad, se destruye la naturalidad con la cual el ser humano deriva el deber y el poder (tú debes, yo puedo, etc.). Existe un puente que se arma entre el deber y el hacer, donde la conciencia de la falta de libertad viene como fruto y regalo de la revelación de Dios en Cristo. El ser humano vive en la ignorancia de que su voluntad es esclava, creyendo lo contrario: que es libre; su naturaleza de ciego le impide reconocer sus males que son muchos. Esa creencia de ser libre obedece a su ceguera innata, pero cuando Cristo le abre los ojos comienza a ver hombres como árboles que caminan. Solamente la luz de Jesucristo le permite ver, al igual que a Lázaro le permitió volver a la vida la voz del Señor. Cuando llega a ver, sabe que su corazón contrito y humillado, su pobreza de espíritu, aparecieron como mecanismos de la visión, como lentes para sus ojos. De la mano andan juntas su propia miseria y la misericordia de Dios. Si antes poseía la ilusión de la libertad, ahora se aferra a la esclavitud de su voluntad al Señor. Una vez cuando era ciego esgrimía su libertad natural supuesta, pero ahora que ha visto conoce, por medio de la fe, que aquel ciego llegó a convertirse en un ser vidente. Su libertad de acción se sostiene por la fe, pero jamás por su independencia. ¿Cómo puede ser independiente la criatura o la cosa creada de su Creador? Ello no es más que una pretensión de la serpiente antigua. Al contemplar la ira de Dios el creyente descubre su misericordia, al meditar en la predestinación comprende la justicia del Señor. Asume, por igual, que no pudo existir otra forma posible para llegar a ser salvo, ya que en sí mismo su ceguera, su carencia natural para la fe, lo dejaban siempre de lado. Aquellos sacrificios que hiciera como consecuencia de una praxis religiosa, o como reflexiones de arrepentimiento por su paganismo, lo devolvían siempre a ignorar la justicia de Dios que es Jesucristo. El hombre caído siempre apelará a su propia justicia, como si el báculo pudiera levantar la mano de quien lo sostiene. Como dijo Lutero en su De Servo Arbitrio: el más alto escalón de la fe nos conduce a creer que es clemente aquel que salva a tan pocos y condena a tantos. Y si Dios no está presente en nosotros con su obra, todo cuanto hagamos será malo (la ofrenda del impío es abominación a Jehová). La Biblia ha dicho que no depende de nosotros sino de Dios que tiene misericordia. Entonces, exclama el objetor: ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues, ¿quién puede resistirse a su voluntad? Esta ironía contra el Creador se levantó inmediatamente después de que Pablo hubiese escrito lo que el Espíritu le inspiró: que Dios amó a Jacob pero odió a Esaú, aún antes de que hiciesen bien o mal, antes de ser concebidos. Dios nos conduce hacia el bien y produce en nosotros el querer como el hacer. Pero a Faraón lo llevó hasta el endurecimiento para que hiciera todo lo contrario que le había ordenado por medio de Moisés. A Judas lo eligió como el hijo de perdición, un diablo para que traicionara al Hijo. De él se escribió que otro tomaría su puesto y que Satanás estaría a su diestra, que sus hijos serían huérfanos. Este gran espanto como destino debería mover nuestras fibras para honrar al Omnipotente, pero de nuevo: ¿dónde está nuestra libertad para oponernos al Todopoderoso? El que el mundo resista al Espíritu Santo prueba que el mundo tiene responsabilidad; sin embargo, nadie puede resistirse al llamamiento eficaz del Espíritu. Dicho de otra forma, el Espíritu jamás llama al mundo hacia Cristo, sino que le anuncia por medio de la palabra, de la predicación del evangelio, que el ser humano tiene un deber ser. El hombre impotente deambula con desprecio contra el Cristo de gloria. Suele gritar que lo hace de pura gana, aunque como el rey de Asiria no comprende que ha sido destinado para tropezar en la roca eterna que es Cristo. En cambio, hay quienes escuchan la voz del Señor al recibir el paquete de la gracia, la salvación y la fe (Efesios 2:8), pero entienden que fue un milagro el creer y comprenden por la palabra que todo ha dependido del Señor. Lutero dijo en el libro antes citado lo siguiente: el hombre debe saber que en lo referente a sus bienes y posesiones materiales, él tiene el derecho de usar, hacer y no hacer conforme a su libre albedrío, si bien también esto lo guía el libre albedrío del solo Dios en la dirección que a él le place; pero que frente a Dios, o en lo pertinente a la salvación o condenación, el hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo ya sea de la voluntad de Dios, o la de Satanás. Añadimos que, en este último caso, también depende del libre albedrío del solo Dios, según el afecto de su voluntad.
César Paredes
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