En la Carta a los Romanos, Pablo relata el nacimiento de unos gemelos y su destino prefijado desde antes de los siglos. Jacob y Esaú cumplen años el mismo día, con la diferencia de unos segundos el uno del otro; el mayor fue destinado para maldición eternamente, pero el menor cumplió el objetivo de bendición eterna. Uno siguió por siempre siendo hijo de la carne, mientras Jacob aún estando sujeto a ira había sido destinado para gloria y bendición. Desde esta perspectiva bíblica el cristiano debería preguntarse quién tiene un cumpleaños feliz.
Como fue dicho respecto de Judas, que le hubiese sido mejor no haber nacido, así puede decirse de Esaú. En esta encrucijada reflexiva muchos botan la carga y desechan el llamamiento que habían oído superficialmente. La pugna contra el Creador por forjar destinos sin miramientos en las obras humanas, aún antes de que las criaturas hayan sido concebidas, ha generado teologías aberrantes ajenas a la proposición bíblica. A Jacob amé pero a Esaú odié, dice el texto de Romanos 9.
Esto no puede ser posible desde la perspectiva de un Dios que se define como amor, pareciera ser el sentir popular de la masa cristiana. Bien, el mismo Jesús declaró en una oportunidad que aunque muchos le reclamarían en el día final que ellos lo siguieron por siempre, que llegaron a hacer grandes señales en su nombre, a ellos les será dicho que nunca fueron conocidos por Dios. Es decir, nunca fueron amados, dado que Dios es Omnisciente y conoce todas las cosas.
Sabemos que Jesucristo es el fin de la ley para cada quien que cree (Romanos 10:4). Muchas personas llamadas cristianas no creen en la imputación de justicia en Cristo como la única justicia de Dios para garantía de la salvación. Ellos añaden a la justicia de Dios la suya propia, con un poco de hacer y de querer, con su disposición empujada por el libre albedrío que dicen poseer. Estas personas rechazan de plano el planteamiento de la Escritura mencionado en Romanos 9 tocante a Esaú, ya que consideran injusto que Dios actúe de esa forma. En realidad, aseguran ellos, Dios vio que habría maldad enorme en Esaú y por eso lo desechó.
Con esa creencia llegan a pregonar desde los púlpitos del mundo que Cristo murió por cada uno sin excepción, de tal forma que el trabajo del pecador establece la última diferencia entre cielo e infierno. Su trabajo se refleja al levantar una mano cuando el pastor llama, al dar un paso al frente de la congregación cuando su predicador lo anima, o al recitar una oración de fe para que su nombre sea escrito en el libro de la Vida del Cordero.
Otros, un poco más comedidos, aseguran que el Espíritu Santo los capacita para hacer cosas adecuadas de manera que aseguren la salvación. Promueven un sistema combinado entre gracia y obras, pero bajo la tutela del Espíritu Santo que capacita para la obra de adquirir la salvación. Podríamos decir que este último grupo asume una gracia que habilita o capacita al candidato para ser salvo. En suma, la gracia se otorga de parte de Dios pero habría que aceptarla.
Para estas personas la obediencia a la ley de Dios les garantiza la redención final, una obediencia para la cual han sido habilitados por el Espíritu Santo. Sin embargo, pese a semejante disfraz se les ve el ropaje de las obras que intentan disimular. La Biblia se opone a este tipo de legalidad teológica, cuando exclama: Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado...Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley (Romanos 3: 20 y 28). Este planteamiento bíblico se atiene a la lógica en forma muy simple y plana: Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra (Romanos 11:60.
Pareciendo esta doctrina muy antipática, la gente se vuelca hacia una teología más antropocéntrica. Un Jesús que hizo salvable a toda la humanidad, pero que no salvó a nadie en particular, le conviene a la razón confusa. De esa manera dejan vivo y activo el mito del libre albedrío como instrumento de redención final. El hombre decide su propio destino y Dios se convierte en un ente pasivo que espera ansioso a que la criatura acepte su maravillosa oferta. Por esa vía se da paso a múltiples herejías, como la del dualismo que describe al mundo como el escenario de una lucha entre el bien y el mal. Dios votó a nuestro favor, el diablo lo hizo en contra pero nosotros decidimos el resultado final.
Resulta lógico que tengan que aparecer mega iglesias para dar cabida a las muchedumbres embelesadas por esta teología antropológica. La manada pequeña como su contraste suele ser menospreciada, vilipendiada, pero Jesucristo le dejó un dictamen muy oportuno: No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino (Lucas 12:32). El argumento de cantidad se convierte las más de las veces en una falacia que intenta hacernos creer que la mayoría tiene la razón. Mientras más gente se reúna en una sinagoga su doctrina pareciera ser bíblica, absurdo o falacia con la cual conviven los que andan extraviados en Babilonia.
En la parábola del Rico y Lázaro se puede contemplar algún matiz de la falacia por cantidad. El rico tenía todo lo que deseaba y se mostraba feliz (lo que hoy día se confunde con bendición), mientras Lázaro podría ser visto como carente de cuidado divino debido a su extrema pobreza. Resulta por demás cierto que la pobreza no capacita a ninguna persona para heredar el reino de los cielos, pero quiso Dios dar a conocer su nombre a los pobres de este mundo para que sean ricos en fe. Tal vez Lázaro tuvo que mendigar para poder reflexionar sobre la vida y sobre el Dios que la da, de tal forma que su mendicidad pudo ser un mecanismo activador dejado por el Soberano Dios para atraerlo con sus cuerdas de amor.
El rico de la parábola fue el hombre maldito, mientras el mendigo Lázaro era el bendecido. Las cosas no son lo que parecen en materia de fe y teología, lo que atrae a la carne viene a ser enemiga del espíritu. No fue el hermano mayor con el derecho de herencia el que fue escogido por Dios, más bien él fue el odiado eternamente para mostrar la potencia de la soberanía divina en la humanidad que pretende el trazado de las obras y la ley como mecanismo de redención final.
En ocasiones el creyente siente envidia de los arrogantes al ver su prosperidad, los que andan sin congojas por su muerte. Ellos no temen morir porque suponen que les espera una vida bendita debido a sus contribuciones a las obras públicas o de bienestar común. Tal vez son pietistas y aman la ética cristiana, o se dedican a la religión semana tras semana, pero no se dan cuenta de que su propia soberbia los corona. Están entretenidos en el hacer y dejar de hacer, pero no comprendieron jamás que la justicia de Dios es solamente Jesucristo, que él salva solamente a los que el Padre le ha enviado, que son los mismos a quienes el Padre ha enseñado de forma que aprendan.
Cuando uno se esfuerza por presentar la teología de Dios, la soberanía divina con la doctrina de la gracia, ellos se vuelcan a decirnos que nos preocupamos mucho de la doctrina y nos olvidamos de la pasión por Cristo. Han llegado a sugerir que tanta teología crea obesidad espiritual, que lo que más importa es reunirse aunque sea en el corral de las cabras. Pero el argumento de cantidad suele ser una falacia de la cual vale guardarse. El bienestar terrenal no presupone por fuerza un reflejo del bienestar espiritual. En esa concepción pudiera yacer escondida otra falacia, la del equívoco, al confundir los contextos de un mismo término: bienestar.
¿Cómo puede uno ser cristiano y no interesarse por lo que dice la Escritura? Al paso saldrán siempre los enemigos de la cruz, los que están cargados de dudas y asombros pero que no pueden comprender la magnitud del amor de Dios al elegir a Jacob. Ellos siempre se preguntarán acerca de la injusticia contra el pobre de Esaú, o sobre la condena del Faraón que desconocía quién era Jehová. También se mostrarán molestos frente al desafío que supone que Dios haya elegido el destino de Judas Iscariote. La lucha que protagonizaron esos gemelos en el vientre de su madre continúa mostrándose en el día a día de los cristianos confesos. Todos contra Jacob pero al lado de Esaú, al manifestar su escozor por la elección divina que deja por fuera las obras buenas o malas (Romanos 9).
El Señor estuvo con Jacob, el hombre fuerte, el que no debía temer aunque fuese parte de la manada pequeña. La fortaleza de Jacob quedó evidenciada en la protección y bendición del Señor, no en su músculo o en su capacidad para conquistar el mundo. El mayor serviría al menor, Esaú serviría a Jacob; ¿cómo lo sirvió? Le vendió su primogenitura, el derecho mayoritario sobre la herencia, la bendición que le correspondía. No en vano dice un texto que la herencia del impío termina en manos del justo. La riqueza del pecador está guardada para el justo (Proverbios 13: 22). Bajo la providencia divina los bienes son trasladados de un lado a otro, como lo fueron las riquezas de los egipcios para los israelitas cuando salieron de Egipto.
Somos lo que somos por la gracia de Dios, así que el texto de Romanos 9 nos recuerda a nosotros que todo lo que podamos alcanzar en esta vida se debe a la misericordia de Jehová. El cumpleaños feliz lo tiene aquel que ha sido salvado por Jehová, mientras el réprobo en cuanto a fe no tiene noción de lo que le acontece.
César Paredes
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