Martes, 29 de junio de 2021

En Génesis 3:15 Dios hace una promesa sobre su simiente. En el capítulo 15 de ese mismo libro aparece Abraham habiendo creído a Dios, de tal forma que esa confianza le fue contada por justicia (Génesis 15:5-6). El evangelio (la buena noticia) es la promesa de Dios de salvar a su pueblo, otorgándole todas las bendiciones tanto de salvación como de regeneración y gloria final. Eso sí, esa promesa está condicionada exclusivamente en la sangre propiciatoria de Jesucristo. El trabajo del Señor en la cruz consistió en llevar todos los pecados de todo su pueblo, para impartirnos su justicia (Mateo 1:21; 1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21; Romanos 1:17).

El Señor sería llamado Justicia nuestra (Jeremías 23:6) por la razón de que Dios se define como justo y salvador (Isaías 45:21). Pablo señala que Dios es justo y el que justifica al que tiene fe en Jesús (Romanos 3:26), por lo tanto existe una clara referencia a los creyentes. Por gracia somos salvos, pero esto no es de nosotros sino que es un regalo de Dios (Efesios 2:8). Si alguien presupone que tiene fe porque por sí mismo se la ha procurado, piense bien que la fe se definió como un regalo de Dios. También se añade que no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2) y que Jesucristo es el autor de ella (Hebreos 12:2) y su consumador.

En este sentido sabemos que el Señor no apunta a una meta no deseada, de tal manera oró la noche previa a su crucifixión para dar gracias al Padre por los que le había dado y le daría. Pero dejó en forma explícita que su muerte no sería en vano, así que no rogó por los réprobos en cuanto a fe que componen el conjunto del mundo (aquellos a quienes él no les daría la fe -Juan 17:9). La vida, enseñanza ética, muerte y resurrección de Jesucristo no son el propósito único de su encarnación entre nosotros. El propósito del Señor apunta a la redención de todo el pueblo que el Padre le dio, al mostrar el gran amor del Padre para con el mundo que fue amado por Él (compárese los dos mundos referidos en Juan 3:16 y Juan 17:9).

Aquella promesa de Dios se ha venido cumpliendo eficazmente, como bien fue escrito en el libro de los Hechos (Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres -Hechos 13:32). El hombre cayó en Adán quedando muerto en sus delitos y pecados, como enemigo de Dios. Pero hay teologías que niegan que la caída de Adán haya afectado en alguna medida al ser humano. Estas maneras vanas de pensar dejan al hombre vivo para tomar decisiones acerca de su futuro espiritual, para que trabajen en pro de su salvación, de su elección y de su inscripción en el libro de la vida. 

La falsa enseñanza de los maestros de mentira aspira a que la humanidad decida seguir a Jesús, con su propia fuerza, bajo el alegato de que ya Jesucristo hizo su parte y ahora a ella le toca hacer la suya. La gracia divina apenas sería tomada como un aliciente con el que el ser humano debe hacer la diferencia. El dios de esa teología extraña no es el Dios de la Biblia; éste es un dios falso, una marca teológica abierta para múltiples franquicias religiosas. La teología antropocéntrica traslada el foco de la teología hacia el corazón humano, diciéndole a éste que él es amado por igual como toda la raza humana, que Cristo murió por toda la humanidad, sin excepción, tanto por Judas como por Pedro, tanto por Moisés como por Faraón, tanto por Jacob como por Esaú. Un ídolo se erige como la serpiente de bronce en el desierto, para que se adore en lugar del Dios de las Escrituras. El dios falso no salvó a nadie en particular sino que hizo posible la salvación, quedando a la espera de la decisión de las potenciales almas a redimir. 

Esta enseñanza la esparcen a lo largo de la vida de sus seguidores, hasta el momento final en que se le da el último adiós con la muerte. Sus seguidores descansan en la paz de la falsa teología que los hizo anotarse en el libro de la vida del Cordero, desde el día en que dieron un paso al frente en una congregación extraña. Ese ídolo presentado murió para que la redención de toda la humanidad fuese posible, incluso la de aquellos que jamás oyeron una palabra sobre esa oferta del evangelio de mentira. La Biblia, sin embargo, dibuja a Cristo como el que cumplió el Pacto de Redención en forma eficaz, habiendo redimido a todo su pueblo por el cual vino a morir. Ni una sola de sus ovejas será arrebatada de sus manos ni de las manos de su Padre.

Jesucristo murió por su pueblo, los elegidos del Padre desde antes de la fundación del mundo, aquellos que fuimos predestinados para vida eterna. Hemos sido escogidos en Cristo para gloria eterna, sin que hubiera habido una fe prevista (sin que Dios mirara en el túnel del tiempo y nos viera como aptos para el reino de los cielos). Dios no vio en nosotros ni fe, ni obras ni perseverancia, como causa y motivo para la elección. Al contrario, habiendo sido objetos de su ira nos amistó por medio de Jesucristo, pero lo hizo por el puro afecto de su voluntad como el alfarero forja vasos para un fin determinado.  

Alabamos su gracia eterna e inmutable (Efesios 1:4, 9, 11; Romanos 8:28-30). Nuestro Dios es cierto, verdadero, capaz en el ejercicio de su soberanía absoluta; el otro dios se destaca por su impotencia, por su carencia de conocimiento. En tal sentido, ese dios falso forjado desde el pozo del abismo necesita mirar el futuro para distinguir entre los corazones humanos alguno de buena voluntad, para aguardar a que éste decida y poder él sumarlo a la lista de los escogidos. Ese es un dios de falsas esperanzas: espera que el hombre se le acerque, que alguien llegue a ser salvo a través de la muerte de su hijo. 

El Dios de las Escrituras se nos despliega en forma totalmente diferente, no quiere que nadie se jacte en su presencia. Al Dios de la Biblia no le interesa la decisión del hombre muerto en delitos y pecados, de sus réprobos en cuanto a fe. Más bien llama a tales seres humanos trabajadores de la iniquidad (Salmo 5:5), dice que está airado contra el impío todos los días (Salmo 7:11). Dios odia al que hace violencia así como odió a Esaú aún antes de que hiciese bien o mal. Dios ha destinado a muchos para que tropiecen en la piedra que es Cristo (1 Pedro 2:8).

Pero así como Dios creó vasos de ira para destrucción y castigo perpetuos, también hizo vasos de misericordia eterna. El conocimiento del Padre lo da el Hijo (Mateo 11:27) y nadie puede venir al Hijo si el Padre no lo enseña y lo lleva (Juan 6:44-45). Esto es un círculo irrompible como indestructibles son las manos del Padre y del Hijo que guardan sus ovejas (Juan 10:28-29). Tenemos la garantía de que Jesucristo oró por sus ovejas, las que le son propias y no quiso bajo ningún respecto orar por el mundo (las cabras), como se observa en Juan 17:9, 15-17). 

El que unos reciban el don de la fe y el que otros no lo reciban, depende del decreto eterno de Dios para su pueblo, de la promesa que hizo un día de acuerdo a lo que se propuso desde siempre. A ese Dios Todopoderoso servimos, adoramos y en Él nos gozamos, porque tiene poder suficiente para mantener sus promesas como la oferta permanente para los que Él conoce como suyos. El otro dios no ha podido salvar una sola alma, así que Dios dice a su pueblo que huya de Babilonia. El que tiene oídos para oír, que oiga.

César Paredes

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