Mi?rcoles, 26 de mayo de 2021

Jesucristo fue enviado por el Padre a morir como sacrificio en la cruz, de tal forma que su pueblo fuese liberado en forma absoluta de sus pecados (Mateo 1:21). Pelagio fue un monje que vivió entre el siglo IV y V, consideró inútil el sacrificio de Jesús, bajo el argumento de que Cristo fue solamente un buen ejemplo de ética como también lo fue la ley de Moisés; además negaba la doctrina del pecado original. Agregó que al hombre le bastaba el libre albedrío para poder decidir a favor de su destino, como si el Dios soberano no tuviese en sus manos el futuro de cada una de sus criaturas. Habiendo sido objetado por la iglesia de entonces, tuvo que emigrar hacia otros lugares. Muy astutamente, Pelagio regresó para rectificar su error respecto a la importancia de Jesucristo, aunque siguió prendado de su prepotente criterio del libre albedrío. 

Tiempo después se habla del semipelagianismo, una doctrina que retoma de Pelagio la idea del libre albedrío y de la muerte universal de Jesús en favor generalizado a toda la humanidad. Agustín de Hipona (siglo IV-V) se le opuso rotundamente, de manera que la doctrina de Pelagio fue considerada herética. Por supuesto, Pelagio discutía la idea de ir al infierno por hacer algo que en realidad no se puede evitar, algo como el pecado. Con tal razonamiento se le hizo fácil oponerse a la tesis de la predestinación, que por demás es bíblica. Su punto de apoyo consistió en sostener la falsa creencia del libero arbitrio (libre albedrío), una fantasía humanística que contraviene la esencia de la soberanía divina. 

La iglesia católica asumía por aquella época la idea de una expiación universal, lo cual provenía con gran fuerza de la corriente semi-pelagiana. Una rama de dicha iglesia mantenía vivo el criterio de Agustín, en cuanto a la restricción de la expiación a los elegidos. Los Jesuitas, aparecidos en el siglo XVI como cuartel contra la Reforma Protestante, predicaron y promovieron la expiación universal. El jansenismo, una corriente espiritual cristiana cuyo origen se remonta a Cornelio Jansen (s. XVI y XVII), se oponía a la tesis jesuita. El debate entre agustinos y jesuitas produjo en Jansen una reacción que derivó su inclinación a la tesis de Agustín y su rechazo total a la célebre Compañía de Jesús. Los seguidores de Jansen promovían una vida virtuosa como efecto de la gracia salvadora, concedida por la vía de la predestinación. 

Jacobo Arminio aparece en escena como un peón de los jesuitas, sembrado en medio de la corriente calvinista. La teología arminiana cobró desarrollo después de la muerte de Arminio, a través de sus discípulos que llevaron su proposición teológica al Sínodo de Dort. Su planteamiento consta de cinco puntos antagónicos a la doctrina enseñada por Juan Calvino. Pese a la declaración de anatema estampada en el Sínodo, la teología de Arminio se ha propagado dramáticamente, siendo acogida por muchas denominaciones protestantes; y ya en el siglo XVIII John Wesley fundador del Metodismo se adhería con fervor a la teología arminiana, de manera que los que creemos en la gracia soberana pasamos a ser minoría dentro de las filas de lo que se conoce como cristianismo.

Nuestro asunto no radica en ver posiciones políticas o humanas, más bien en cotejar las Escrituras para verificar qué dice ella respecto a la gracia divina. No nos interesa tampoco valorar el calvinismo, ni mucho menos decir que la posición calvinista equivale al evangelio. Lo que conviene al estudioso de las Escrituras, a los que sospechan que en ella está la vida eterna, será sin duda examinarla para verificar sus dichos. El tema de la muerte de Cristo y su alcance refleja el corazón del evangelio, algo que el que dice creer debería mirar de cerca para asegurarse de habitar en la doctrina de Jesucristo (2 Juan 1:9). Dios no cambia sus planes, no decretó la muerte de su Hijo para luego decretar una elección a expensas de la supuesta universalidad de aquella muerte. 

Por causa de la muerte de Cristo el evangelio se anuncia en todas las naciones. Mediante ese esfuerzo y por la acción del Espíritu en cada creyente, la idolatría decae. Sin embargo, la victoria obtenida no se extiende geométricamente por cuanto cada día nace gente de la que no sabemos si llegará a creer. Son muchos los llamados y pocos los escogidos, pero la victoria se alcanza en los que Dios llamó como pueblo suyo. ¿Por qué son pocos los escogidos? Porque el decreto divino así lo enseña, ya que Jesucristo no rogó por el mundo sino solamente por los que el Padre le había dado y le daría. Estos son llamados su pueblo, sus ovejas, sus amigos, su Iglesia, su cuerpo. Jesús compró su rebaño o su iglesia con su propia sangre (Hechos 20:28; Efesios 5:25-26). Si Cristo hubiese muerto por toda la humanidad, sin excepción, la Escritura no hubiese insistido en que los escogidos son pocos, en que somos la manada pequeña, un remanente dejado. 

Juan 17:9 expone la negativa del Hijo a rogar por el mundo. No resulta posible el que el Hijo de Dios, un hombre de oración a quien el Padre siempre le oía (y le oye), dejase de rogar por el mundo si pretendía salvarlo. En su oración intercesora dada en el Getsemaní, el Señor insistió en agradecer al Padre por los que le había dado, por los que creerían por la palabra de ellos (los cuales igualmente conforman los que el Padre le dio). Sin embargo, pese a tal agradecimiento, no quiso el Señor orar a favor del mundo (el conglomerado de personas consideradas réprobas en cuanto a fe, los odiados por Dios en la forma en que odió a Esaú, los vasos de ira preparados para destrucción y juicio). 

Si el Señor hubiese tenido que morir en alguna forma por ese mundo dejado a un lado, hubiese expresado tal voluntad en su oración intercesora, pero no lo hizo. Así que su muerte expiatoria fue específica, condicionada a lo que el Padre le envió a hacer, destinada a los hijos que Dios le dio, al fruto que vería por su sufrimiento. Ese linaje escogido por el Padre desde la eternidad, de acuerdo al que hace las cosas conforme a su voluntad eterna e inmutable, presupone una ejecución precisa del plan: Jesús muere por los pecados de su pueblo (Mateo1:21).

Un mismo objetivo tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en cuanto a la redención. Jesús no moriría jamás por una cantidad de personas no escogidas desde la eternidad por el Padre; pero el Espíritu no daría vida a ninguno que no hubiese sido escogido por el Padre y representado en la cruz por el Hijo. Hay algunas personas que escogen el pasaje de 1 Timoteo 4:10 bajo el alegato de decir que Jesús murió por todo el mundo en general, pero en forma especial por su pueblo. El vocablo que aparece en el texto refiere a Dios como Salvador, pero el término puede variar dentro de muchos contextos. El vocablo griego SOTER significa, además de salvador, liberador y preservador. Vale reconocer que el texto de Pablo a Timoteo sugiere la preservación como el significado amplio para referir a toda la humanidad. El Dios del cielo y de la tierra preserva a todos (incluso a animales) para la administración de su providencia. Fijémonos en el Faraón de Egipto, Dios lo preservó de morir antes de confrontarlo a través de Moisés; lo condujo en medio de una familia de élite, de tal manera que llegara a ser el mandatario supremo, le dio jerarquía entre su nación y para muchos otros pueblos y, en tal sentido, fue su preservador. Dios ejerce su providencia de acuerdo a sus planes, de manera que no podríamos decir que sea el Salvador del alma de cada uno en particular, pero sí el preservador de todos en general. Lo mismo hizo con Judas Iscariote, lo preservó para que pudiera llevar a cabo el plan siniestro de la traición al Hijo. Preservó a Esaú de morir antes de tiempo, para que fundara las naciones que le prometió a Agar a través de Ismael. Preserva a los que le entregarán el gobierno y el poder a la bestia, de acuerdo a lo que Él pondrá en sus corazones (Apocalipsis 17:17). 

Por otro lado, hay un texto de Pablo que refiere a la mujer que solamente se salvará engendrando hijos. Resulta un absurdo suponer que el apóstol imaginara un plan de salvación distinto al que él mismo predicaba, una redención por obras y no por gracia. Cuánto más bochornoso vendría a ser el imaginar siquiera que el apóstol creía en la salvación por el parto. En este caso específico se ha de mirar el contexto histórico de la mujer de entonces, su lugar en relación a la sociedad, de manera que Pablo hablaba en ese caso no de la redención eterna sino de la solución temporal de la situación social de la mujer creyente de entonces. 

El buen pastor puso su vida por las ovejas. En Juan 10:26, se exalta la condición de oveja, la cual se presupone para poder ir hacia Jesús. El Señor vino para rescatar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, en tal sentido nosotros somos también el Israel de Dios. Si el Padre eligió a alguien, éste puede llamarse oveja escogida, no cabrito escogido. De esta manera valoramos la condición de oveja, aún antes de que la persona haya sido llamada con llamamiento eficaz. Aunque estuviésemos muertos en delitos y pecados, lo mismo que los demás, éramos ovejas del Señor por señalamiento de la elección (Tuyos eran, y me los diste, Juan 17:6). Sabemos que aquellos que el Padre le dio al Hijo eran del Padre, pero todavía no habían creído hasta que el Señor los llamó. Por igual, nosotros tuvimos que esperar el momento en que fuimos llamados a través del evangelio, junto al nuevo nacimiento, para reconocernos a nosotros mismos como ovejas del prado del Señor. 

Sabemos que la fe es un don de Dios (Efesios 2:8) y que no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2), también reconocemos que ella viene a servir como instrumento para recibir el evangelio. Así que si Dios nos escogió en Cristo, si dio a su Hijo en rescate por su pueblo, resulta obvio que nos haya dado por igual la fe para recibirlo y creer en su nombre. Los muertos en delitos y pecados no poseen la capacidad de tener fe, de ver la salvación, de desearla, así como Lázaro en la tumba carecía de voluntad y talento para salir de ella hasta que el Señor le diera la orden. 

César Paredes

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Tags: SOBERANÍA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 10:28
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