Lunes, 19 de abril de 2021

Podríamos comenzar con una interrogante acerca de lo que significa la fe, sobre qué  podría ser una definición cercana a su sentido. ¿Es la fe una emoción, un sentimiento? Hemos leído que ella nos ha sido dada por Dios, pero que no es de todos la fe. La estructura que soporta lo que creemos en relación con el evangelio puede definirse como fe. De hecho, aquello en lo cual descansa la creencia que tenemos viene a servir como soporte de lo que asumimos como seguro. Una certeza no depende de una emoción o una corazonada, más bien tiene su encaje en una seguridad de que lo que no vemos lo sabemos cierto.

Lo que se ve, ¿a qué esperarlo? Aguardamos con esperanza lo que no vemos, pero la seguridad de lo que acontecerá o de lo que ya es depende de quien da la fe. Así que no podríamos hablar de la generación de fe como de una cualidad que poseamos. Por más que pensemos en que algo habrá de ocurrir o de existir no tendremos la seguridad que nos ofrece la fe de Cristo. La fe, antes que una emoción, consiste en una razón. Fe y razón caminan juntas, donde tal vez la primera aparece como una meta-razón. Una lente que colocamos a la cámara para alcanzar el objetivo distante.

La religión y su ejercicio no garantizan la fe de Cristo. Se puede pasar una vida entera sumergido en la religión de nuestros padres, en lo que la cultura nos ofrece como herencia, sin que tengamos la garantía de la fe de la cual habla la Biblia. Pablo observó que los judíos de su tiempo poseían un gran celo por Dios, con afectos inflamados, lo cual los hacía recorrer el mundo en busca de seguidores, pero aquel celo se mostraba carente de conocimiento (Romanos 10: 2). El conocimiento no presupone emoción como soporte, más bien razón como alimento. 

La Escritura viene presentada como proposiciones de lenguaje, como enjambre de palabras con un propósito general. Podemos emocionarnos con sus líneas, así como también podemos conocer sus personajes que tuvieron pasiones como las nuestras. Leemos de un Dios celoso, fiel, cargado de misericordia para su pueblo, pero que también se muestra como fuego consumidor. Sin embargo, la fe presupone una seguridad recibida. Ella implica la creencia en la promesa de Dios para salvación, por medio del sacrificio de Jesucristo que representa la justicia de Dios. Si descansamos en ese hecho, sabemos que tenemos la fe que Dios otorga a los que son suyos.

Cualquier otro descanso implica la auto-justicia. Aquellos judíos celosos sin conocimiento poseían una justicia propia que sustituía la justicia de Dios. La ignorancia al respecto los mantenía muertos en sus delitos y pecados, lejos de la ciudadanía del cielo. Lo que su religión aseguraba, la fe no se los había otorgado, al mantener el emotivo celo como sustento de su creencia. El trabajo consumado por Cristo en la cruz garantiza la confianza absoluta para entrar ante la presencia de Dios. 

Si tenemos nuestra relación con Dios bajo la premisa de habitar en la doctrina de Cristo, nuestra fe nos conduce a una experiencia religiosa que testifica de lo que hacemos. Aquello que hagamos jamás producirá la confianza en el Redentor por cuanto no somos salvos por obras. Pero el autor de la fe la consuma en tanto él mismo garantiza nuestra fe. Mis emociones no pueden asegurar mi salvación, como tampoco pueden negarla. La fe, en cambio, constituye el documento de posesión de la redención, la seguridad de tener nuestro nombre escrito en el libro de la Vida del Cordero. 

La vida de religión no sustituye la garantía dada por la fe, aunque luzca pulcra y abundante en obras de caridad. La fe sin obras está muerta, pero las obras no proveen la fe del Señor. Las palabras de Santiago no confunden sino aclaran el panorama diferencial entre obra y fe. Hemos aprendido que sin fe resulta imposible agradar a Dios, que creer y temblar no garantizan la confianza en el Creador, porque los demonios creen que Dios es uno pero carecen de la fe de Cristo. 

La fe de Cristo va atada a su doctrina: ¿qué doctrina crees? Si te basas en la experiencia religiosa, en la emoción de leer un Salmo, en la mística aprendida, eso te señala que el encantamiento de un sermón te puede guiar a suponer poseer una fe que no te fue dada. Pero si como buen árbol que da buen fruto confiesas la doctrina de Cristo, creyéndola, estarás seguro de la fe que el Señor te ha dado. La fe que mueve montañas descansa en la promesa del Señor, no en un esfuerzo por creer. Muchos se guían por la idea de ponerle fe a las cosas, como si el pensamiento positivo ayudara a que todo saliera de maravilla. Sin embargo, no podrás poner algo que no posees, además de que la fe del Señor no es sal que esparces en el pan. La fe de Cristo se define como la sustancia de lo que se espera, el soporte estructural de su palabra que hace posible lo que no vemos.

La fe de Cristo no gravita en el recuerdo de nuestra maldad, de los pecados perdonados. El sentirse afectado por la memoria del daño que hayamos hecho no presupone la fe del Señor. Dios nos ha dicho que no se acordará más de nuestros pecados arrojados al fondo del mar, así que gravitar en el lamento no genera más piedad. El Espíritu de Cristo es Todopoderoso, es el mismo Espíritu enviado por el Padre, es parte del Dios que es Uno. El Espíritu no solo es parte sino también una persona, así que nos garantiza la confianza de habitar la casa de Dios. Por algo se nos ha llamado templo del Dios viviente, como si fuésemos un reflejo del viejo Tabernáculo, del Templo de Salomón, algo tan sagrado que conviene cuidar con esmero.

El concepto implicado de entrar en la cámara secreta para hablar con el Padre nos hace pensar en la puerta cerrada frente al mundo. Un lugar donde el ruido queda alejado, hasta que el silencio del alma hace que escuchemos y hablemos al mismo tiempo. Ese lugar vino como refugio al salmista Asaf cuando atormentado por los impíos comprendió su fin, junto a la forma en que Dios los había dispuesto hasta menospreciar la apariencia de ellos. Por igual prefirió Jesús retirarse para estar con el Padre, como a un tiro de piedra, en una actividad que repetía lo más que podía. 

Variadas son las técnicas que genera la fe de Dios, las que ayudan a esperar y confiar en sus promesas. Unos cantan alabanzas, otros claman desde el alma, algunos suspiran apenas. Cada quien conforme a la medida en que ha recibido, pero todos con la misma sustancia, con igual fundamento. Si la vida cristiana la va edificando cada creyente, la fe también se desarrolla conforme cada quien lo hace. Los materiales nobles o innobles de la edificación ayudan siempre y cuando el fundamento sea Cristo, así pareció por igual a aquel suplicante que le dijo al Señor que él creía pero que ayudara a su incredulidad. 

La confianza en Dios y en sus promesas no nos devuelve al pasado oscuro del corazón de piedra, antes nos impulsa a vivir con el espíritu nuevo en el corazón de carne implantado. Rememorar los pecados refleja impiedad antes que humildad, así que puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe. Lo que ha sido perdonado, ¿a qué traerlo de nuevo? El lamento repetido denuncia un corazón que no ha comprendido la promesa de Cristo, mucho menos su trabajo eficaz. Por una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo…nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones. Pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado (Hebreos 10:14-19). Esta certeza tenemos para entrar en el Lugar Santísimo, por la sangre de Jesucristo.

César Paredes

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Tags: SOBERANÍA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 13:15
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