Martes, 06 de abril de 2021

El Salmo 65:2 nos define a Dios como el que oye la oración. Celoso es su nombre, dice otro texto de la Escritura, así como en otros versos se habla de sus cualidades: Omnisciencia, Omnipotencia, Omnipresencia, Soberanía absoluta. Se ha escrito por igual que es un Dios de misericordia, lento para la ira, dispuesto al auxilio de los que le aman. A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que de acuerdo a su propósito son llamados. Si Dios envió a su Hijo a morir en la cruz por los pecados de su pueblo, de seguro nos dará con él todas las cosas. Sus mandamientos no son gravosos, exigen que amemos a los hermanos y que procuremos estar en paz con todos, en lo que dependa de nosotros.

Jesucristo dijo que nos dejaba su paz, no como el mundo la da. Una comparación presente entre dos tipos de paz: la del mundo, llena de promesas para satisfacción de la carne, y la de Cristo, llena de esperanza de vida. Una lucha se desarrolla en el creyente, entre el Espíritu y la carne. El Espíritu de Dios nos anhela celosamente, nos guía a toda verdad, nos recuerda las palabras de Jesucristo; también se contrista en nosotros cuando pecamos. Ese Espíritu nos ha sido dado como garantía de nuestra redención final. 

El mundo con su religión anatema nos trata de hacer creer su mentira, que el Espíritu nos fue dado para hablar en lenguas, para hacer sanidades por doquier, para brincar sin control y medida, para gritar en medio de las asambleas. Satanás se burla de los que le siguen, de sus engañados, como lo hizo con Eva en el Edén. Los dones especiales que fueron derramados en el Pentecostés tuvieron por razón el autorizar a los que fueron enviados. Había una promesa de Isaías, acerca de que Dios le hablaría a Israel en lengua extranjera (de tartamudos, dice otra versión). Así que se daba testimonio a Israel de que su Dios ya no hablaría en su lengua, para darles a entender que se cumplía aquel castigo.

Sin embargo, las lenguas también siguieron un tiempo con la iglesia naciente, mientras venía lo que era completo (las Escrituras en su plenitud). Pablo tuvo muchos dones especiales, hablaba en lenguas pero prefería hablar dos palabras con entendimiento; sanaba enfermos a la distancia, pero le dijo a Timoteo que tomara vino y no agua por causa de su estómago. A otros hermanos dejó en otros poblados por causa de enfermedades, de manera que no usó su famoso don de sanidad porque ya mermaba. Se acercaba lo perfecto (lo completo) y ya el Espíritu había atestiguado de los mensajeros especiales.

Recordemos los dones de Moisés, de sus hazañas ante el Faraón, de cómo cruzó el Mar Rojo. Miremos a Josué su heredero, cuando conducía al pueblo de Israel hacia la tierra prometida. Milagros le seguían como una insignia que atestiguaba de su carácter de mensajero de Dios. Después, los profetas de Israel oraban al cielo y Dios respondía, recibían palabra divina y la proclamaban. Dios operaba en el pueblo a través de ellos, pero no se les ve que tenían señales especiales. Sin embargo, cuando Israel cayó en extremo en la apostasía tras los baales, Dios envió a Elías con dones especiales. Oraba para que descendiera fuego y las llamas hacían su labor, oraba para que faltara el agua y las nubes cerraban sus puertas. Luego oró por lluvia y una nube del tamaño del puño de una mano se mostró en el cielo. Eso fue suficiente para su fe, por lo que llovió copiosamente.

Jehová daba testimonio ante Israel a través de los milagros del profeta Elías. Así hizo con su sucesor Eliseo, poderoso en el Señor. Pero no todo el tiempo Israel presenció esos dones extraordinarios en sus líderes, más bien fue entrenado para recordar la palabra y aprender de ella. Al venir Jesucristo a la tierra, cuando iniciaba su ministerio, una serie de milagros lo autenticaron como el Hijo de Dios. Dones especiales también autenticaron a sus discípulos, para que la gente pudiera creer en medio de su ignorancia espiritual. Pero ese Señor del cielo dijo que el más grande de los profetas había sido Juan el Bautista, hombre que no hizo ningún milagro especial como autenticación de su envío.

Los milagros de Dios se suceden a diario en nuestras vidas, al respirar y subsistir en un mundo hostil. Dios habla por medio de su palabra, la más segura, a la cual debemos estar atentos. Pero Dios oye la oración de su pueblo, sin que necesitemos de profetas que intercedan por nosotros o para que sean los mensajeros de Dios en medio nuestro. Ahora podemos entrar seguros al lugar santísimo, confiados en que seremos recibidos y en que hallaremos gracia para el oportuno socorro. En la cámara secreta se forjan los nuevos milagros para la vida de los creyentes, pero no son para autenticarnos como mensajeros del cielo sino para acrecentar nuestra fe mientras se resuelven en la presencia divina nuestros problemas cotidianos. 

La gran batalla del creyente se da contra su pecado, contra su carne que prevalece, contra la ley del pecado que domina sus miembros (Romanos 7). Cuando procuramos matar los deseos carnales e intentamos vivir en el Espíritu de Dios, necesitamos milagros: poder resistir las asechanzas del diablo, huir de la tentación, dar gracias en todo y por todo. 

Al reconocernos limitados, sin siquiera tener el poder de decisión correcto en nuestros asuntos del día a día, hemos de acudir ante el Dios oidor. Maravillosa definición que hace el salmista, al llamar a nuestro Padre como el Dios que oye. Ante él vendrá toda la tierra (de todos los confines del mundo) para presentar sus asuntos, todos aquellos que le aman, todos aquellos que han sido llamados de las tinieblas a la luz. Cada día se dan batallas nuevas, pero hemos de ganarlas de rodillas ante el Dios del cielo, de manera que no tengamos necesidad de inclinarnos ante los hombres. Maldito ha de ser el que pone carne por su brazo, el que confía en el hombre; bendito será llamado el que pone a Dios por su justicia, por su fortaleza y se apoya en Él. 

Nunca debemos abandonar el trono de la gracia, jamás debemos dar por fallida una lucha hasta que Dios nos lo declare. Él sigue siendo el Dios de los milagros, pero éstos se conquistan en la cámara secreta, ante el Santuario de Dios. Dios no se presenta como alguien que no quiere oír nuestra plegaria, todo lo contrario, está dispuesto a escucharnos porque es un Dios oidor. Vayamos a la presencia del Señor a través de la puerta abierta (el velo del templo se rompió en dos para que entrásemos sin obstáculo). Necesitamos pasión, persistencia, confianza en que Dios está dispuesto a escucharnos. 

Dejaremos de rogar a Dios cuando Él se resista a darnos y a escucharnos. Esa será la única ocasión en que podamos huir de la cámara secreta, desesperados por haber encontrado la puerta cerrada. Eso no acontecerá jamás ante el Dios que nos dio a su Hijo, el cual se muestra voluntario en ayudar a sus elegidos. Él nos hará justicia ante nuestros adversarios, responderá a nuestras peticiones, por lo cual decimos con certeza que tenemos el privilegio de ser oídos. Busquemos ser apasionados en la oración, no tengamos esa actividad como algo cuesta arriba, como si fuese una aflicción. 

Hagamos de la oración un hábito, una costumbre de cada día, hasta que esa actividad se convierta en el lujo de nuestra existencia. Mantengámonos tocando la puerta, buscando la respuesta, llamando al Señor de lo imposible. Su nombre es Jehová, el que hace todas las cosas factibles. Él llama las cosas que no son como si fueran, así que se nos pide persistencia, no porque Dios no desee responder, sino para que se ejercite nuestra fe y aprendamos que el objetivo de la oración trasciende el acto de la respuesta. La respuesta de Dios no se hará esperar, pero aprenderemos que hay placer en la actividad de la oración. 

En la cámara secreta Dios también se comunica con nosotros, por medio del Espíritu, en la autoridad del Hijo. Ese Dios trino nos invita a comprobar que su nombre es Oidor, porque oye todas las oraciones de sus hijos. Cuán terrible sería dirigirse a un Dios sordo, borracho, indecente, déspota, alejado de nosotros; cuán terrible sería tener que acudir a intermediarios como cuando intentamos acercarnos a un político importante. Pero tenemos un Dios que oye siempre, que responde en la medida en que pedimos. 

Los milagros de hoy día se dan en la cámara secreta, pero no lo son para que seamos reconocidos como mensajeros de Dios, lo son para que nuestra fe se fortalezca. Por supuesto que hay una promesa de la recompensa pública, mediante la cual se puede testificar de ese Dios que oye. Pero si la gloria de la oración recae en el Dios de gloria, la alegría de la respuesta nos cubre de pasión y solaz, algo que ve a simple vista toda la gente que nos rodea.

Nuestro Dios es oidor, lo dice el Salmo 65:2, así que tomemos ánimo para comunicarnos con Él. No es un Dios extraño, alguien alejado, es un Dios en tres personas, el que provee para sus hijos elegidos desde antes de la fundación del mundo. Proveyó al Hijo para nuestro perdón, proveyó nuestra redención desde la antigüedad, decidió dónde naceríamos, cuáles serían nuestros nombres, nuestro sexo, nuestra personalidad y circunstancias. ¿No nos habrá de proveer para continuar nuestro tránsito en esta vida?

César Paredes

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Tags: SOBERANÍA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 19:51
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