Jueves, 10 de septiembre de 2020

La Escritura dice que nuestra fe viene como resultado de la operación del Espíritu (Juan 3). El nacimiento de lo alto implica una actividad sobrenatural capaz de hacer levantar a un muerto en delitos y pecados. Ciertamente, la fe viene por el oír la palabra de Dios, pero podemos leer mil veces las Escrituras a un muerto y ese acto no le devolverá la vida. Nuestro poder es limitado, aunque leamos la Biblia una y otra vez. Hace falta el elemento que provoque la vida en el corazón paralizado. En realidad, el Antiguo Testamento llamaba a todo esto el cambio del corazón de piedra por uno de carne.

Lo que sucede es que el Espíritu no resucita espiritualmente a nadie si no lo hace a través del evangelio. No hay otro camino para ir hacia el Padre sino Jesucristo como Dios hecho hombre. Pablo se preguntaba cómo podía ser posible que alguien invocara a Cristo si no hubiese oído jamás tal nombre. Agregaba que la predicación era necesaria para que la gente pudiera creer. Sin embargo, el mismo apóstol reconoció en sus diversas cartas que era necesaria la actividad sobrenatural de la intervención divina en la criatura.

Jesucristo insistió en que nadie (sin excepción) podría venir a él si no le fuere dado del Padre. Agregó que él moriría por su pueblo, de acuerdo a las Escrituras, por lo cual no rogaba por el mundo (Juan 17:9). En tal sentido, vemos que la actividad del Espíritu en cuanto al nacimiento de lo alto está circunscrita al número de elegidos, a lo que el Señor denominó la manada pequeña. Si el Padre nos eligió desde antes de la fundación del mundo, sin mirar nuestras buenas o malas obras (Romanos 9:11, Efesios 2:9, etc.), el Hijo murió específicamente por su pueblo (Mateo 1:21; Juan 10:1-5; 11, 26) y el Espíritu dará vida de lo alto a las personas que el Padre eligió y que el Hijo representó en la cruz (Juan 1:13; 3:3-8).

Si en un momento estuvimos muertos en Adán, ahora hemos sido injertados en Cristo, o el Espíritu ha sido injertado en nosotros, para que seamos vivos. Esta unión es sobrenatural, pero implica el don de la fe que nos ha sido dada, ya que es por medio de la fe que somos salvados. La fe, la gracia y la salvación son un regalo de Dios, para que nadie se gloríe (Efesios 2:8). ¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal? (Jeremías 13:23). De la misma manera fue dicho por Jesucristo que un árbol malo no podrá jamás dar un buen fruto -porque de la abundancia del corazón habla la boca-; así lo recoge Lucas, capítulo 6, versos 43 al 45).

Sabemos que para nosotros es imposible la salvación, pero para Dios todo es posible. El verdadero evangelio se predica porque el falso evangelio no ha salvado un alma. Tal vez haya muchas ovejas todavía en Babilonia, pero el llamado bíblico exige salir de ese lugar. El predicador o evangelista no conoce quiénes habrán de creer, por esa razón anuncia la buena noticia ante el mundo. El mandato recibido ha sido el de ir por todo el mundo a predicar el evangelio, pero ese evangelio dice cosas duras respecto a la voluntad de Dios respecto a los que Él ha reprobado desde la eternidad. ¿Callaremos esa verdad, para que la gente nos acepte? En ninguna manera.

Tampoco anunciaremos esta verdad con la finalidad de que cada oyente caiga en la incertidumbre de si estará o no estará predestinado para salvación, ya que ese no es el mensaje evangélico. Lo que significa el mensaje implica la comprensión de nuestro tamaño frente a la majestad del Omnipotente Dios Creador y Soberano. El arrepentimiento implica un cambio de mentalidad en relación a Dios (lo que hemos concebido erróneamente de Él) y en relación a nosotros (para bajarnos del pedestal de la soberbia). Claro está, más allá de que exista el mandato general de arrepentirnos, la naturaleza humana se resiste a tal llamado.

La palabra anunciada no volverá vacía, ha dicho el Señor, sino que hará aquello para lo que fue enviada. En algunos producirá el cambio de naturaleza, por la operación del Espíritu de Dios, pero en otros generará mayor condenación, por haberla oído y haberla despreciado. Los cielos se alegran cuando un pecador se arrepiente, el mismo Padre se regocija, como lo vemos en la parábola del Hijo Pródigo. El hombre soberbio antepone su propia justicia ante Dios, sus obras que considera buenas y sus esfuerzos en general, porque tiene como insuficiente la obra de Jesucristo. El hombre que considera su pecado asume la actitud del hombre público mencionado en las Escrituras, el cual acudió ante Dios y le dijo que tuviera misericordia de él porque era un pecador.

No piense ni por un momento que Dios tendrá consideración del falso evangelio que profesa usted, todo lo contrario, ya ha declarado ser una maldición cualquier enseñanza errónea o contraria a lo que Jesucristo enseñó. El que muchos se pregunten cómo pudo Dios odiar a Esaú, a Faraón, a Judas, a cada réprobo en cuanto a fe, desde antes de haber sido concebidos, y consideren ese acto injusto, hace pensar que tales personas todavía no tienen el corazón de carne. Solamente con el corazón de piedra se puede juzgar a Dios, para torcer sus Escrituras y reinterpretar aquello que no calza con la naturaleza caída.

Por esa razón, la mayoría de los que conforman el conglomerado de la denominada cristiandad rechaza la soberanía absoluta de Dios. Esa vasta mayoría se acoge a un Dios de misericordia que da oportunidades por igual a la raza humana, un Dios que respeta el célebre libre albedrío humano. Prefieren al Dios de Luis de Molina, cuando dijo que el Dios del cielo se despoja por un momento de su soberanía ante el hombre, para que éste pueda decidir sin coacción alguna. De esa manera concilian la gracia divina con la libertad individual, además de propiciar una elección prevista, basada en la libre decisión humana que Dios pudo ver en el túnel del tiempo.

Sí, ese Dios jesuita parece más humanista, por lo tanto, más democrático, pero tiene todavía un pequeño o gran problema: no existe. Las Escrituras no amparan tal divinidad, lo cual lo hace un dios de papel, un dibujo mental, un deseo mortal. Ese dios que no puede salvar depende de la voluntad de los muertos en delitos y pecados, de los que por naturaleza no quieren buscar al verdadero Dios de la Biblia. Ese dios falso expió los pecados de toda la raza humana pero la gente sigue todavía condenada yendo hacia el infierno eterno. Ese dios imaginario todavía ama a Esaú, pero se lamenta de que se haya perdido por culpa de su fracaso en la cruz.

Lucifer tuvo el pecado fundamental de todos los demás pecados: la soberbia. Habiendo sido creado con poder, belleza y talento, quiso ser semejante al Altísimo, tuvo el deseo de subir a lo alto y tomar el lugar de su Creador. Su insolencia le valió su despojo, pero vive embrutecido en sus maldades, al punto en que selló su estupidez frente a Jesucristo (su Creador, de acuerdo a Juan 1), al decirle que se postrara ante él para que lo adorase. La actitud y conducta del padre de la mentira la asumen todos aquellos que todavía pretenden negar la soberanía absoluta que tiene el Dios que hace como quiere, cuya voluntad nadie puede cambiar. Ese Dios de las Escrituras tiene un plan desde los siglos, para llevar a su pueblo escogido hacia la vida eterna. Por esa razón envió a Su Hijo, en semejanza de hombre, para que pagara nuestras culpas en forma absoluta (todas las culpas de todo su pueblo: Mateo 1:21, Juan 17:9).

Los judíos tenían celo de Dios, pero no conforme a ciencia, por lo que andaban perdidos (Romanos 10:1-4), así deambulan hoy día en múltiples sinagogas religiosas millares de personas que consideran día, mes, año y hora en que aceptaron seguir a Cristo. Parece que lo hacen en forma semejante a los judíos celosos sin conocimiento de la justicia De Dios.  Eso es peligroso porque se demuestra que siguen perdidos. La justicia de las buenas obras no ha salvado al primer ser humano todavía, sencillamente porque la Biblia asegura que no es por obras, a fin de que nadie se gloríe. El Tetélestai pronunciado por Jesucristo en la cruz significa que su obra fue acabada, terminada, lo que nos sugiere que no conviene a ningún sensato añadirle.

Apocalipsis 18 expone la futilidad del trabajo religioso. La caída de Babilonia, la grande, aparece como el castigo final a los que se dedicaron al negocio de la salvación por obras. La guarida de demonios y de todo espíritu mentiroso, de aves inmundas (una metáfora de la rapiña que se hace con el servicio al falso evangelio), vino a ser destruida frente al asombro de los comerciantes de todas las naciones. En esa lectura se puede apreciar todavía el acto de misericordia divino a través del llamado para su pueblo, para que salga de ese lugar y de esa manera evite ser partícipe de sus plagas.

No fuimos redimidos con plata ni oro, sino con la preciosa sangre de Cristo. Así que los pagos por los servicios religiosos son parte del comercio de Babilonia, como cualquier obra que pretenda ser colocada al lado de la obra salvadora de Jesucristo. Ni uno más, ni uno menos, será redimido por el Dios de los cielos y la tierra; solamente aquellos, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida del Cordero, desde la fundación del mundo. Jesucristo hizo referencia al árbol bueno (la oveja redimida) que da siempre el buen fruto de la confesión del verdadero evangelio (de la abundancia del corazón habla la boca). El que tiene otro evangelio en su corazón no podrá jamás confesar el evangelio enseñado por Jesucristo y los escritores de la Biblia. Los que se molestan por lo que el Espíritu inspiró en las Escrituras, ¿cómo pueden argumentar que tienen la fe que ellos dicen Dios les ha dado? Examinaos a vosotros mismos, para ver si estáis en la verdad.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 15:28
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