La sola justificación no bastaría para la felicidad del creyente. Imaginemos por un momento que Dios nos hubiese justificado en Cristo, pero que Él no se hubiese reconciliado con nosotros. Seríamos justos, ajenos al castigo eterno, pero distanciados del Señor. De allí que Pablo asegura en Romanos 5:1 que, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios. Hemos sido salvados de la ira de Dios, y si ya no hay ira debe haber paz. ¿No es Cristo el Príncipe de paz? Asimismo, ya no somos llamados siervos sino amigos de Jesucristo.
La paz de Cristo no es la que el mundo da, debe ser muy diferente y ha de ser perpetua. Se ha escrito que el acta de los decretos que nos era contraria fue clavada en la cruz, lo cual produce la reconciliación que se demuestra en el amor del Padre, al llamarnos hijos de Dios. De esta condición de reconciliados se derivan múltiples beneficios: podemos adorar en espíritu y en verdad, somos hechos el templo de Dios, recibimos el Espíritu como una persona que nos acompaña y nos convertimos en coherederos con Cristo. También tenemos plena confianza ante el Trono de la Gracia, de tal forma que todas nuestras oraciones son escuchadas con atención.
No podemos olvidar el hecho de que éramos por naturaleza hijos de la ira de Dios, pero ahora somos considerados hijos reconciliados. ¿Quién es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? (Salmo 8:4). El lago de fuego ha consumido a millares de personas, pero nosotros seguimos vivos en la esperanza que no avergüenza. Nuestra justicia es nada, si fuese contada la que emana de nuestros actos regidos por la ley del pecado. En cambio, la justicia de Cristo, imputada a sus elegidos, ha traído la reconciliación con Dios. Con este punto de partida se estableció el puente de la comunión segura en el Santuario, donde hallamos respuesta a todas nuestras necesidades.
Lo que necesitamos puede ser la teología, la comprensión de la Divinidad, pero por igual abarca todos los deseos de nuestro corazón. Aún nuestros suspiros no le son ocultos al Señor, el cual nos oye en el día de conflicto y nos sostiene con su mano derecha. Bendito es todo aquel que ha encontrado este favor divino, el de no ser consumido por su ira, el de habitar por siempre en los atrios donde mora el Señor. Esta reconciliación nos asegura una morada eterna, una mansión gloriosa. El mayor de los pecadores perdonados disfrutará por igual de esta salvación tan grande. El ladrón en la cruz representa a los pecadores convictos y confesos, aquellos que reconocen el justo castigo de parte de Dios. Pero aquel ladrón vino a ser el emblema por excelencia del perdón inmerecido, de la liberación ordenada desde lo alto, ya que Dios obvió sus rebeliones en virtud de la promesa del Salvador cuando estaba en la cruz. Ese ladrón es un espejo donde mirarnos, para reconocer lo que implica la reconciliación.
El pecado es una transgresión a la ley de Dios, sea la escrita en el papel o la que está escrita en la conciencia. La transgresión de la ley divina devino una carga pesada en la mente del transgresor, aunque su conciencia se habitúe al mal y termine cauterizada. Siempre habrá en el espíritu del pecador el recuerdo de su maldad y poco importa que esa maldad se vea desde lo lejos o solamente desde cerca, pues su tamaño no significa mucho, ya que la Santidad del Creador exige justicia eterna. Por ello, el perdón implica el acto de la remoción de la culpa y si se remueve la culpa se elimina el castigo.
El pecado fue sacado del corazón del escogido por Dios y cargado en los hombros de Jesucristo, quien lo llevó y sufrió con muerte de cruz. Si recordamos la forma en que el sacerdote de Israel expiaba la culpa del pueblo, miraremos a los dos machos cabríos sacrificados. Ambos animales eran un símbolo de Cristo, un tipo de quien habría de expiar la culpa de todo su pueblo (Mateo 1:21; Levítico 16:7-10). El beneficiario de ese perdón debe convertirse en un hombre feliz o bienaventurado. Esa persona llega a poseer paz, calma y serenidad de mente, para servir al Señor sin miedo. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica (Romanos 8:33).
Resulta evidente por la Escritura que existe una persona capaz de tener el atrevimiento de actuar como el acusador de los hermanos. Sí, Satanás puede acusarnos insistentemente a través de sus ministros disfrazados de piedad, o por medio de sus demonios que pululan en los aires, ante nuestras conciencias en forma exagerada. La carne nuestra es una vieja vía por donde solía transitar el jefe de las tinieblas, pero tal vez las sinagogas de Satanás son un vehículo fundamental para alcanzar tal propósito. El creyente sabe, por la palabra revelada al apóstol, que Dios es quien justifica.
Aunque haya quien muestre interés en la acusación, ya no como fiscal (Satanás) sino como parte interesada (los terribles hermanos mayores –como en la parábola del Hijo Pródigo), Dios sigue anclado en la justificación que brindó a su pueblo. Si pretenden que seamos condenados, la Biblia no permanece silente, más bien habla a voces altas: Cristo es quien intercede por nosotros, habiendo muerto y resucitado, el que ahora a la diestra del Padre. El que venció la muerte con poder no dará nuestro pie al resbaladero, no se dormirá tampoco el que guarda a su pueblo. La muerte y resurrección implica la victoria sobre el aguijón del pecado, la muerte eterna ha dejado de existir para el creyente.
Si el Señor no nos imputa de pecado, tenemos paz para con Él. Los pensamientos que Jehová tiene para con nosotros son de paz y no de mal, para darnos el fin que esperamos. Esa es una promesa hecha para cada creyente; sabemos que si el ladrón en la cruz deseó que el Señor se acordara de él cuando volviera en su reino, obtuvo con creces los deseos de su corazón. La respuesta que le dio Jesús en su momento de agonía fue que él estaría ese mismo día con el Señor. La imputación de la justicia de Cristo se hace sin que medie trabajo alguno de parte de nosotros.
Imaginemos por un momento que Dios perdonara pero no olvidara. Viviríamos en eterna zozobra, con la cara llena de vergüenza. Pero nuestros pecados han sido lanzados al fondo del mar, bajo la promesa de que el Señor nunca más se acordará de ellos (Isaías 43:25; Hebreos 10: 17). La iglesia que se precie de serlo debería perdonar en forma absoluta a los creyentes, ya que así imitarían la forma absoluta en que Dios perdona. Él tornará, él tendrá misericordia de nosotros; él sujetará nuestras iniquidades, y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados (Miqueas 7:19).
César Paredes
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