Viernes, 21 de agosto de 2020

El creyente habita en una condición feliz, dado que ha sido justificado. Como persona natural debía ser juzgado de acuerdo a la ley, sin poder alegar que no conoció nunca la ley de Moisés. El libro de Romanos habla de la ley natural o de la conciencia, instalada en cada ser humano, de manera que todos los seres racionales somos inexcusables. Dado que Pablo asegura que por la ley nadie será justificado y que ella nos salvó a nadie, debemos entender que ni la ley de Moisés ni la ley de la conciencia pueden salvar un alma. De allí la condición de felicidad que otorga la justificación al creyente. En el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá (Romanos 1:17).

Si la ira divina se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad, la justificación por medio de la fe en Jesucristo pone de manifiesto el estado de felicidad del que ha creído. Muchas personas andan en la vanidad de su mente, con el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de sus corazones. (Efesios. 4:18). Un problema muy grave se les ha venido encima a estas personas mencionadas, ya que, después de haber perdido toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza. Contra ellos también la ira divina yace como una espada de Damocles. La justificación es la aceptación judicial de parte de Dios, es una actividad jurídica del cielo, solamente alcanzada por la satisfacción del trabajo de Jesucristo en la cruz. La justicia perfecta que requiere un Dios perfecto, solamente podía alcanzarla un Cordero perfecto y sin mancha. Ese Cordero estuvo reservado desde antes de la fundación del mundo para ser manifestado desde el tiempo apostólico (1 Pedro 1:20).

No existe un estado intermedio entre la justificación y la condenación, o se está justificado o se está condenado. No hay una sala de espera para el juicio, ya que éste fue dictado desde el Génesis: el día que de él comieres ciertamente morirás. La humanidad toda murió en sus delitos y pecados, y está yaciendo lejos de la ciudadanía del cielo, apartada de Dios, condenada a su estado natural de pecado. El regalo divino para una gran parte de esa humanidad caída ha sido demostrado por el perdón y justificación otorgados, en base al trabajo de Jesucristo por todo su pueblo (Mateo 1:21). Ante la sentencia de muerte dictada por el Juez Justo, surge otra que proviene de su gracia admirable, la del Padre, en virtud de la satisfacción dada por Jesucristo, imputada a nosotros los creyentes, la cual nos absuelve de culpa y condenación por nuestros pecados. Esa sentencia nueva acepta como perfecta la justicia del Hijo, nuestra pascua. Este es el primer estadio de felicidad.

Ante el cielo fuimos justificados, pero también ante nuestras conciencias. Fuimos doblemente liberados de lo que doblemente nos acusaba: del señalamiento de la ley de Moisés (Romanos 1:17; Hechos 10:43), así como del señalamiento de la ley de nuestra conciencia. Ya no poseemos más la conciencia de culpa, como afirma el Salmo 32:4 (Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano, se volvió mi verdor en sequedades de verano). Si no existiera una ley de Dios dada en forma general (sea por la vía escrita en los libros o por la que está escrita en nuestros corazones), no habría problema alguno con nuestras conciencias. La paz de la conciencia se obtiene solamente por medio de la justificación. Ese es el gran motivo de alegría del creyente, que aunque el pecado está siempre delante de él -pues queriendo hacer el bien hace el mal y no queriendo hacer el mal, eso hace- sabe que su malestar de conciencia encuentra prontamente alivio en el arrepentimiento y confesión de pecados. El Espíritu se contrista dentro de él, para que confiese su culpa y pueda recordar la vieja sentencia de la justificación.

Dios interpuso juramento para que los herederos de la promesa se afiancen en la inmutabilidad de su consejo. Resulta imposible que Dios mienta, así que tengamos un fortísimo consuelo nosotros, los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. Esta es la segura y firme ancla del alma ante el sacerdote eterno y para siempre, Jesús el Cristo, el que rasgó el velo que nos separaba del Padre. Esta alegría la tiene el creyente, ya que posee en su mano la sentencia inmutable de un Juez inmutable. ¿Habrá mayor seguridad para el alma que aquello que asegura la Escritura? El ambiente judicial no termina con la sentencia del Juez, más bien continúa siendo manejada con nuestro abogado defensor. De acuerdo a 1 Juan 2:2, conocemos que Jesucristo es la propiciación por nuestros pecados. Así que el Padre nos ha perdonado por un acto soberano de gracia, pero basado por igual en la propiciación alcanzada por Jesucristo, mientras el Espíritu nos consuela en ese perdón otorgado, advirtiéndonos cuando pecamos y llevándonos a pedir como conviene.

No hay ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús, para los que no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu. Los que son de la carne piensan en las cosas de la carne, mientras los que son del Espíritu piensan en las cosas del Espíritu (Romanos 8:5). Los designios de la carne son enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden (Romanos 8:7). Hay una impotencia en la carne para poder asir las cosas de Dios, ya que el viejo antagonismo sembrado en el Edén como una fortaleza se mantiene. Esta situación durará en el creyente hasta que sea liberado por completo de esta naturaleza pecaminosa que adquirió en Adán. Los deseos de los ojos, de la carne y la vanagloria de la vida todavía seducen a los creyentes. Tenemos la garantía del Espíritu que se contrista en nosotros, de manera que podemos conocer por la doble conciencia (la del Espíritu y la nuestra) que hemos caído en aquello que de parte de nuestra propia mente odiamos. Existe en este mundo sobrenatural del nuevo nacimiento, de esa salvación en la que no tuvimos parte, una actividad a la que somos llamados a participar. Debemos hacer morir por medio del Espíritu las obras de la carne (Romanos 8:13).

Esta tarea nos ha sido encomendada, como la del equilibrista que debe transitar por una cuerda un trayecto de peligro. Existe la garantía de que no caeremos, pero ese caminar es nuestro, esa voluntad para matar las obras de la carne es nuestra, aunque el Espíritu nos ayude. Pablo es quien escribe acá en el capítulo 8 de Romanos, el mismo que acababa de cerrar el capítulo 7, donde nos decía que se sentía miserable por hacer lo que no quería. El apóstol no tuvo a menos el asumir su responsabilidad, sin que le echara la carga a lo que su carne hacía ni al hecho de haber sido vendido al pecado. En efecto, él descubrió una ley en sus miembros que lo llevaba a hacer lo indebido, la ley del pecado. Su confianza no se dilapidó en esa observación, más bien se afianzó en el Espíritu de Cristo que nos anhela celosamente. Dio gracias a Dios por Jesucristo, nuestro Señor, por ser el único que lo podía librar de ese cuerpo de muerte que es el pecado. Sin duda alguna, la descripción maravillosa y consoladora hecha en el capítulo 7, no fue una excusa para continuar pecando. Más bien fue una comprensión compartida con nosotros, los lectores, para que entendamos qué es lo que nos hace caer. Pero de inmediato, en el capítulo 8, asume que no hay ninguna condenación para los que andamos en Cristo Jesús, pero nos recuerda que hemos de hacer morir las obras de la carne. Sabemos que hemos sido vendidos al pecado y por la ley del pecado que está en nuestros miembros caemos a menudo, pero la tarea nuestra consiste en batallar contra el llamado de la carne y asesinar sus obras. Esa es la piedad que tiene provecho en esta vida y en la venidera.

Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7); este perdón es el inicio de nuestra felicidad, no la ley que nos condena y por medio de la cual nadie será justificado (Romanos 3:20). Conocemos el pecado gracias a la ley (la escrita en papel y la escrita en la conciencia), pero tenemos justificación no por medio de nuestra conciencia sino por el conocimiento del Siervo justo, de ese mismo Siervo que dio su vida en rescate por muchos, por su pueblo (Mateo 1:21).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 8:26
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