Jueves, 20 de agosto de 2020

Cuánta consolación, oh hermanos en la fe, contiene un decreto del Divino Dios. Un mandado inmutable, imperecedero, de la boca del Juez Justo, el que gobierna toda la tierra. ¿No habrá de ser bueno tal decreto? Las características del Ser Supremo trasiegan sus mandatos, para hacer que se cumplan hasta el mínimo detalle y que no falte ni una de sus palabras. Los cielos cuentan la gloria de Dios, la creación exhibe su maestría en diseño y arquitectura. La sintaxis inherente al espacio-tiempo nos enseña el límite que se ha demarcado para nuestra existencia. Un día emite palabra a otro día, porque a cada instante aprendemos que lo que se nos viene encima procede de causas anteriores. Todo cuanto pasa sucede para la gloria del Sempiterno Dios.

La gloria divina ha de verse en dos antagónicos sentidos: 1) En lo que refiere a los que ha redimido desde la eternidad, a través del Cordero inmolado desde la fundación del mundo, para que estemos sentados desde ya en los lugares celestiales con Cristo; 2) En lo que refiere a los que ha dejado a un lado, sin la gracia salvadora, entregados al pecado junto con su práctica, para que la justicia e ira contra la maldad sea notoria a lo largo y ancho del universo. Acá está la profundidad del conocimiento y la sabiduría de Dios, lo insondable de sus caminos, pues ¿quién entendió la mente del Señor, o quién fue su consejero?

Tenemos límites en nuestros días, fijados de antemano por la voluntad del que gobierna el universo creado. Los días del hombre son como los de un jornalero, decía Job. Están determinados aún los números de sus meses (Job 7:1; 14:5). Las fronteras de esos límites no se pueden traspasar, aunque se afane el hombre sobre la tierra. ¿Quién puede añadir a su estatura un codo? ¡Cuánta vanidad cabalga en las praderas de la ilusión, como si el ojo gobernara la voluntad del hombre! Ni un pájaro cae a tierra sin la voluntad del Padre Eterno, de manera que no hemos de angustiarnos por el ruido de las embravecidas aguas que el mundo arroja.

Seamos sensatos, digamos como David: Hazme saber, Jehová, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días; Sepa yo cuán pasajero soy (Salmo 39:4). No nos interesa conocer el número de nuestros cabellos, no parece tener utilidad alguna, pero el Señor ya lo sabe. Aún aquello que parece tan insignificante vino a ser digno de tomar en cuenta para el más Admirable Creador, por lo cual aprendemos que si conoce y se ocupa de aquello que no nos inquieta, ¿cuánto más mirará aquello que nos inquieta? La Biblia nos apoya en lo que decimos, cuando habla de su Hijo que no fue escatimado por causa de nosotros, su pueblo, sus ovejas, sus amigos, sus escogidos, los que clamamos día y noche por misericordia y justicia.

El firmamento anuncia la obra de sus manos, una noche a otra declara sabiduría. El Rey nos ve como hermanos, el Juez Temible nos trata en forma amigable, para que no huyamos de su presencia. Y nosotros, ¿a quién iremos? No tenemos a nadie en la tierra a quien podamos acudir, somos ovejas que seguimos al buen pastor, huimos del extraño porque desconocemos su voz. Sabemos que fuimos elegidos desde antes de la fundación del mundo, para alabanza de su gloria, para ser hechos y conformados a la imagen del Hijo. Este es un decreto irreversible, como se escribió también en el libro de Romanos.

Al que conoció también lo predestinó, para ser conforme a la imagen de su Hijo, de tal forma que fuese el primogénito entre muchos hermanos. Al que predestinó también llamó, al que llamó también justificó, al que justificó también glorificó (Romanos 8:29-30). Nos cuesta asumir que somos santos y sin mancha delante de él (Efesios 1:4), o que hayamos sido escogidos desde el principio para salvación (2 Tesalonicenses 2:13). La finalidad última de la salvación, así como los mecanismos para alcanzarla, todo ello fue organizado y ordenado por la sabiduría y omnipotencia de Dios.

Otros fueron ordenados para tropezar con la piedra de escándalo que es Cristo, una roca de ofensa para que caigan los que son desobedientes y destinados para tal fin (1 Pedro 2:8). El Señor conoce a los que son suyos, de manera que todo aquel que invoca el nombre de Jesucristo apártese de toda iniquidad. Bueno, para poder nacer de nuevo hace falta la voluntad divina, el Espíritu que hace nacer de lo alto, y esto no es por voluntad humana. Así que la gran pregunta una vez más se asoma: ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues, ¿quién puede resistirse a su voluntad?

No le tengamos miedo a esa interrogante, sino acerquémonos con humildad para hallar satisfactoria respuesta. La misma Escritura ha hablado con un planteamiento retórico: ¿Tú quién eres, oh hombre, para que alterques con Dios? Los decretos del Creador son tan ciertos como que Él es un Sí y un Amén. No hay posibilidad de cambio alguno, aunque la criatura se haya inventado el ilusorio libre albedrío o la oración que mueve el brazo de Dios. No depende del que quiera ni del que corra, sino de Dios que tiene misericordia de quien quiere tenerla, pero que endurece a quien quiere endurecer.

Este evangelio se anuncia para que, al caer en tierra fértil, la criatura humillada y enseñada por Dios vea con alegría que de otra forma no podía haber sido salvada. Pero aquellos que todavía continúan preguntándose si Dios es injusto están dando coces contra el aguijón. Oh alma que batalla contra la inteligencia, si fueses lógica como el objetor de Romanos 9, al menos te darías cuenta del argumento del apóstol. Es Dios el soberano a quien la criatura debe sujeción porque no es libre. Dios posee la capacidad de juzgar a los pecadores que Él mismo ha levantado para tal fin, debido a que es Todopoderoso y no viola ninguna de sus propias normas.

El propósito del evangelio es múltiple. En primer lugar, busca rendir gloria al Redentor, el Cordero preparado desde antes de la fundación del mundo; en segundo lugar, humilla a la criatura ante su soberano Creador; en tercer lugar, viene a ser el único medio posible para la redención final. El Padre enseña a los corazones que enviará luego hacia Jesucristo, para que sean guardados en sus manos y para que los resucite en el día postrero. De igual forma, el Espíritu les dará vida y los guiará a toda verdad, recordándoles las palabras enseñadas por el Señor.

Los decretos del Señor son incambiables o inmutables. Pertenecen a las leyes sempiternas del cielo, así como el consejo del Señor permanece para siempre, y los pensamientos de su corazón son para todas las generaciones (Salmo 33:11). ¿Quién puede añadir algo nuevo al conocimiento propio del Señor? El decreto de la elección es irreversible, como las fundaciones del Señor que permanecen para siempre y yacen seguras. Por esta razón existe este sello: Conoce el Señor a los que son suyos (2 Timoteo 2:19). Dios no es hombre, para que mienta; ni hijo de hombre para que se arrepienta: Él dijo, ¿y no hará?; habló, ¿y no lo ejecutará? (Números 23:19).

Tengamos por cierto que los decretos del Señor se realizarán a cabalidad, sin dejar una jota ni una tilde sin cumplimiento. Mi consejo permanecerá, haré todo lo que Yo quisiere (Isaías 46:10). Entonces, ¿habrá alguna cosa que sea imposible para Jehová? Cada consecuencia emanada de sus causas ha sido ordenada desde siempre, de manera que lo que para nosotros parece mostrarse contingente, para el Soberano Señor viene a ser necesario. Al entrar en el Santuario divino, o al estar en la cámara secreta junto al Señor que nos oye, comprenderemos que la voluntad del Todopoderoso se realiza tal como Él lo ha querido.

Aquello que nos parece cambiable, por lo cual nos apegamos a la oración, en la búsqueda del consejo de Dios, ha sido preparado de antemano para que lo pensemos de esa manera. No en vano se ha escrito también que en el debido tiempo nosotros buscaríamos al Señor, clamaríamos a él para obtener el fin que deseamos. En Él vivimos, nos movemos y somos. Todas las cosas nos ayudan a bien, a los que amamos a Dios, es decir, a aquellos que fuimos llamados conforme al propósito del Señor.

El impío se sorprende cuando Dios desprecia su apariencia, dándose cuenta demasiado tarde de que servía a un dios que no podía salvar. Su ídolo de barro, al que llamaba Libre Albedrío, se desmorona impotente ante la caída estrepitosa de su amo. El impío quiso tener en cuenta a Dios, pero procuró buscarlo a su manera, confeccionándose una imagen mental de un dios ajustado a su semejanza. Poco importa ya que lo haya llamado Jesucristo, o que le haya atribuido una Escritura completa. Sus alabanzas no alcanzaron el cielo porque su dios estaba en el mundo. Asaf comprendió muy bien el decreto divino contra los impíos (Salmo 73).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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