Las puertas del infierno no prevalecen contra la iglesia de Cristo. Son muchas las olas embravecidas que arremeten contra el cuerpo del Señor, pero la roca en la cual fue fundada su iglesia es la palabra revelada de Dios. Cada creyente es miembro de ese cuerpo, por lo tanto, ninguno de ellos perecerá ante el arremeter del infierno. Satanás y su principado, sus huestes aéreas de maldad, todos los demonios juntos, podrán dañar nuestra carne, podrán maltratar nuestros bienes, pero no tendrán la capacidad para rasgar las cualidades espirituales otorgadas a nuestras almas.
Esto que se dice no es una épica para dar ánimo a los creyentes, es ante todo un discurso sacado de la Biblia que implica el compromiso y la promesa del Dios verdadero. Haré un pacto eterno con ellos, que dice que nunca me apartaré de ellos, para hacerles bien; pondré mi temor en sus corazones, para que ellos no se aparten de mí (Jeremías 32:40). He allí la perseverancia de la fe, la regeneración que nunca se perderá. Pablo añade como complemento que el que comenzó en nosotros la buena obra la terminará hasta el final (Filipenses 1:6). No fue la carne de Pedro la estructura de la Iglesia, no fueron los temores y pecados de ese apóstol sobre los cuales Jesucristo fundaría su cuerpo y su novia, sino sobre la confesión que el Padre le diera cuando declaró: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. ¡Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo del Dios viviente! —respondió Simón Pedro. ―Dios te ha bendecido, Simón, hijo de Jonás —le dijo Jesús-porque esto no lo aprendiste de labios humanos. ¡Mi Padre celestial te lo reveló personalmente! Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos: la puerta que cierres en la tierra se cerrará en el cielo; y la puerta que abras en la tierra se abrirá en el cielo (Mateo 16:16-23).
Los que salieron de nosotros lo hicieron para demostrar que no eran de nosotros, declara Juan. Ellos estuvieron como cizaña en medio del trigo, como cabras en el corral de las ovejas. Estos son los que apostatan de la fe que un día dijeron recibir, los que se separan porque no soportan la verdad. Han aprendido a confesar un falso evangelio que ya no toleran ni ellos mismos, por lo tanto, la confesión de sus corazones los pone al descubierto. Como árboles malos no pudieron dar el buen fruto, ya que de la abundancia de sus corazones hablaron también sus lenguas. No confundamos el buen fruto con las buenas acciones, porque aún los ministros de Satanás se disfrazan como ángeles de luz, lo cual implica que vestirán con un ropaje decente para tapar su fealdad interna. Esos que salieron de nosotros son los sepulcros blanqueados, podridos por dentro.
Sin embargo, justo es reconocer que hay hermanos que deambulan en soledad, en estos días de terror final. Son aquellos que no soportaron las profundidades de Satanás en la cual habitaban sin saberlo, cuando aquellas congregaciones a las que pertenecían se convirtieron en escuelas de errónea teología. Aquellos hermanos solitarios también son miembros del cuerpo de Cristo, ligados a la iglesia del Señor. No creamos que esa iglesia es por fuerza cada célula terrenal reunida en templos hechos por manos de hombres, ya que el Padre busca que le adoren en espíritu y en verdad. La reunión con los hermanos es buena y recomendada, pero ello no presupone la participación del ritual de cada domingo, al estilo samaritano, adorando lo que no se sabe.
Así le dijo Jesús a la mujer samaritana: vosotros adoráis lo que no sabéis. Recordemos que Samaria era la capital de Israel, luego de la división del reino. Jerusalén fue la capital de Judea, y la salvación vendría de los judíos. Los samaritanos tenían la ley de Moisés, se habían acostumbrado a la réplica de tradiciones de sus padres, estaban informados mejor que los gentiles de la tierra. Jesucristo le aclaró a aquella mujer que ella adoraba lo que no sabía. De allí que conviene tener en cuenta la necesidad de conocer al Siervo justo, el cual salvará a muchos de sus pecados. No podemos invocar a aquél a quien no conocemos, por esa razón urge anunciar el verdadero evangelio de salvación. Jesucristo murió por todos los pecados de su pueblo (Mateo 1:21), no por los pecados de Judas Iscariote, ni de Esaú, ni de ningún otro réprobo en cuanto a fe.
La promesa de la no prevalencia del infierno sobre la iglesia de Cristo no se extiende a las Sinagogas de Satanás. Estas viven del poder demoníaco, retribuyendo a su padre de la mentira con el fruto de las almas cautivas en las predicaciones de doctrinas demoníacas. La enseñanza de la soberanía absoluta de Dios ha sido olvidada por la mayoría de los predicadores de los púlpitos cotemporáneos, habiendo trocado tal doctrina por la de la fábula del libero arbitrio. La predestinación se considera ofensiva, divisional, causa de murmuración. En realidad, no se puede negar que les parece una palabra dura de oír, aquello de estar destinados desde la eternidad para uno u otro lugar, el haber sido clasificado como miembro de la casa de Esaú o como miembro de la casa de Jacob.
La lucha contra la iglesia de hoy se basa más que todo en el ataque contra la obra de Jesucristo. Si en el siglo V se arremetía contra su Persona, hoy se dice aceptarla, pero cuestionando el alcance de su trabajo. La redención ha pasado a ser universal -en forma absoluta-, mientras agrade los oídos de las masas. La idea de un Dios abierto a todos, que no interviene en la decisión humana, ocupado solamente en presentar una oferta general, conviene para la convivencia de las mayorías. En cambio, el Dios que amó desde la eternidad, con el propósito de entregar a su Hijo la gloria total como Redentor, habiendo predestinado a esos que amó (conoció, en términos bíblicos), viene a ser una ofensa para no pocas personas.
Dios hizo una elección sin basarse en la cualidad intrínseca del elegido, ya que de la misma masa hizo vasos de misericordia y vasos de ira. Habiendo declarado muerta a toda la humanidad, su gracia fue particular y no general. El derecho del alfarero sobre el barro es un argumento presentado por el Espíritu Santo, una piedra de tropiezo del tamaño de Cristo. Con ella se golpean los teólogos, los seguidores del predicador extraño, una y otra vez, como dando patadas contra un aguijón. Ese argumento ha venido a ser prodigioso para conocer a los que están en la verdad frente a los que luchan contra ella.
Las puertas del infierno están frente a la iglesia, la que parece no ser sino sinagoga de Satanás. Dado que el Señor pide que su pueblo salga de Babilonia, Cristo está a la puerta dispuesto a cenar con el que oiga su voz y actúe en consecuencia. En esas sinagogas no se escucha hablar de la soberana elección divina, porque en eso no hay provecho. Si Dios ha hecho todo, entonces no hay necesidad de sacramentos, de ofrendas especiales por las almas o para las buenas obras. La gloria de Dios se transmuta en una gloria hacia el reverendo, un título que se usa en la Escritura una sola vez y que atañe al Dios Todopoderoso (Salmo 111:9). Reverendo es el digno de veneración, temor y admiración, pero la Escritura no nos indica que hemos de reverenciar a las personas.
¿Quién es el más grande entre los creyentes? El que sirve, el que ministra, pero nunca alguien a quien haya que rendirle la pleitesía de la reverencia. Se reverencia solo al Señor, pese a que vino solo a servir y no ser servido, dándonos ejemplo con su vida en pago por muchos (Marcos 10:42-45). Si ningún ser humano puede hacer nada por ganar la salvación, ninguno de ellos puede ser reverenciado en la iglesia de Dios. Recordemos siempre este texto: Yo soy el Señor: este es mi nombre: y mi gloria no la daré a otro, ni mi alabanza daré a los ídolos (Isaías 42:8). Sabemos que un ídolo es ante todo una imagen mental que nos podamos hacer de lo que debe ser un dios, aunque le coloquemos el nombre de Jehová o Jesucristo. Todas aquellas cualidades que creamos deban ser añadidas al Dios de las Escrituras, suelen ser un ornamento colocado sobre el ídolo para hacerlo aparecer más en consonancia con nuestras ideas de lo que debe ser Dios.
El infierno se mete en las iglesias de los que profesan ser cristianos y no lo son. Lo hace a través de la doctrina falsa de sus maestros, con el fraude del anti-evangelio, ese que no resiste la luz de la doctrina de Jesucristo. Bastaría un ejemplo práctico y bíblico para comprender lo que estamos diciendo; en el libro de los Hechos se narra una experiencia de los creyentes frente a los gentiles. Cuando el evangelio les fue predicado algunos creyeron. ¿Quiénes creyeron? Los que fueron escogidos por Dios para que pudieran creer en Jesucristo: solo aquellos que fueron ordenados para vida eterna (Hechos 13:48).
Las puertas del Hades no prevalecen contra la verdadera iglesia de Cristo, pero el infierno mismo habita en medio de los que profesan ser creyentes y no lo son, de los que transmutan la doctrina del Señor en enseñanzas humanas, de aquellos que tuercen la Escritura para su propia perdición, de los que llaman bueno a lo malo, de los que universalizan la gracia De Dios - muy a pesar de lo que dicen los textos de la Escritura, como ese que acabamos de anunciar del libro de los Hechos. Y si Dios los ordenó para vida eterna porque sabía que iban a creer, no hacía falta tal ordenamiento, ya que creerían sin la influencia de Dios. Pero decir que la elección se hizo en base a lo que Dios sabía que irían a creer, viene a ser un gran absurdo en el que caen los que tuercen la Escritura. Sus argumentos no resisten el cedazo de la lógica, como cuando deliran y desesperan por su instrucción gramatical, con la que pretenden patentizar: que odiar significa amar menos. Hay una de las siete iglesias mencionadas en el Apocalipsis a la que el Señor le reconoce el valor de odiar la doctrina de los Nicolaítas, doctrina que también él odia. Si odiar fuese amar menos, leeríamos este absurdo: reconozco que amas menos la doctrina de los Nicolaítas, doctrina que también yo amo menos. Razonar de esta manera es un signo de la prevalencia del infierno sobre las sinagogas de Satanás, ¿no lo cree usted?
César Paredes
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