El creyente vive por fe, sin tener que obligarse a la visión física como elemento de prueba de la verdad. El poder del Espíritu habita en nosotros, pero los espíritus no se pueden ver en nuestra dimensión espacio-temporal. De igual forma hay un poder del mal que opera en el mundo, ante el cual debemos estar prestos a combatir. No podríamos mantenernos en pie frente a las asechanzas del maligno, jamás con nuestras fuerzas, aunque tengamos mucha fe. Hace falta tomar en cuenta la recomendación del apóstol Pablo en cuanto a la forma de estar firmes. Hemos de colocarnos la armadura especial que nos ha sido dada, de acuerdo a lo que dice Efesios 6.
Nuestra fortaleza se da en el Señor, y en el poder de su fuerza. No en la nuestra, por muy piadosos que pretendamos ser. La armadura que debemos vestir tampoco es nuestra, ni siquiera proviene de la idea de eminentes teólogos. Es la armadura de Dios la que nos hará estar firmes contra las asechanzas del diablo. Ah, acá hay un elemento que casi se olvida en los púlpitos modernos, la presencia del diablo como león rugiente. La mitología de la Edad Media nos dio como herencia la idea de un ser maligno con cola enorme, pezuñas, cuernos y barba de chivo. Sin embargo, el diablo es un ángel caído, es quien fuera Lucifer, el cual se disfraza de ángel de luz.
Nuestra lucha no se da contra los seres humanos, por más que muchos de ellos le sirvan a Satanás como su príncipe. Se da contra las potestades espirituales, gobernadores de las tinieblas de este mundo, los que habitan en las regiones celestes. Ante esos seres invisibles para nosotros, existe una armadura portentosa que nos puede garantizar la permanencia en la firmeza. La figura de la armadura del soldado romano ha sido tomada como metáfora de aquello que debemos vestir, en tanto contiene elementos que nos capacitan para el combate. Los lomos van ceñidos con la verdad doctrinal, ya que una falsa doctrina o una herejía, por muy simple que se muestre, nos hará batallar contra molinos de viento y no contra las huestes de maldad.
Cuán importante resulta conocer la Biblia, la que consideramos la palabra de Dios. En ella se nos dice que por el conocimiento que tengamos del Siervo justo, éste salvaría a muchos (Isaías). Cristo vino a pregonar la doctrina del Padre, la soberanía absoluta del Dios eterno e inmutable, el Dios que ha decretado todo cuanto existe, el que ha hecho aún al malo para el día malo. Sí, Jehová creó a Lucifer-Satanás y nos envía a sus hijos a luchar contra sus maquinaciones, contra las huestes espirituales de maldad para que permanezcamos firmes. Nuestra coraza es la justicia, la del Hijo de Dios, por la cual fuimos declarados justos y justificados, por el decreto judicial del Todopoderoso.
Nuestro evangelio es el de la paz, no la que el mundo da y que es efímera sino la paz que Jesucristo entrega. Ese evangelio nos anuncia que hemos sido reconciliados con Dios, que Jesús fue la propiciación por nuestros pecados, de manera que ya no existe enemistad alguna entre el Creador y sus redimidos. En esa lucha en la que nos vemos envueltos cobra importancia el escudo de la fe. Sabemos que la fe es el soporte de todo lo que se espera, la demostración de las cosas que no se ven. La fe del creyente descansa en Cristo como soporte, el cual es garantía de aquello que hemos llegado a creer y a esperar. No se trata de ponerle fe a las cosas, como si porque hiciésemos un esfuerzo mental quitaremos montañas. La fe que nos ha sido dada es suficiente (aunque sea del tamaño de un grano de mostaza) para apagar los dardos de fuego del maligno.
Uno de los dardos de fuego es la duda sobre la veracidad de la palabra divina. El mundo no puede creer porque no tiene las maneras que nos fueron dadas a nosotros, si las tuviera creería. Como no las tiene busca desacomodarnos, en el intento de transferirnos sus cavilaciones acerca de lo que debería ser un Dios, de cómo se debería creer, del sentido de justicia que debería tener la divinidad. De esta manera, los que profesan ser cristianos van acomodándose a la exigencia del mundo, para hacer un Dios más elástico con una expiación más barata, de tal forma que sea más agradable ante el mundo gobernado por las potestades celestes del mal.
La duda aparece como una rendija que va abriendo paso al trasegar venenoso de las huestes espirituales de maldad. Su peligro es alto, por lo cual la advertencia hecha por el apóstol ha sido oportuna. Por medio de la duda desdibujamos al Dios de las Escrituras, transformándolo en un ídolo confeccionado a nuestra imagen y semejanza. A partir de la duda echamos mano al ícono mental que nos habla de un Dios más parecido a nosotros, para que seamos consolados y tolerados, muy a pesar de nuestra vana manera de pensar. En otros términos, la duda da paso a un Dios más laxo, a una expiación absolutamente universal, a la elevación del fetiche del libre albedrío sin el cual Dios no se atrevería a juzgar a nadie. La duda trabaja por igual la idea de que somos salvos por nuestros méritos, los que a veces fallan y hacen que nuestra salvación peligre.
Estamos viviendo una época en que la teología vive de un viejo préstamo otorgado en el siglo V. La teología contemporánea agradece a Pelagio la inclusión del libre albedrío en el inconsciente del cristianismo. Por esa razón se aceptan los méritos del Cordero inmolado en la cruz, pero se le añaden los nuestros (nuestra aceptación y disposición, muy a pesar de que la humanidad haya sido declarada muerta en delitos y pecados). Se dice que eso es una metáfora, apenas, que no es una aseveración diagnóstica de nuestra condición moral. Poco importa que sea el Espíritu quien haya inspirado esa frase, lo que importa es cómo apartarla de nuestro entendimiento. Nada mejor que el calificativo de metáfora para la declaración divina respecto a cómo ve Dios a la humanidad.
Claro está, el viejo truco molinista (a partir de Luis de Molina) sigue prestando su auxilio para que sobreviva la criatura de Pelagio. El molinismo asegura que Dios se despoja por un momento (un instante singular) de su soberanía absoluta, para permitir que la criatura muerta en delitos y pecados no lo esté, sino que vuelva a la vida por un milagro, de manera que pueda decidir a favor o en contra de Cristo. De esa manera conviven en armonía la soberanía de Dios y el libre albedrío humano. Pero si el molinismo es derrotado, entonces les queda a los arminianos el recurso de la metáfora.
El creyente tiene el yelmo de la salvación, precisamente en el lugar donde debe estar: en la cabeza. Allí está el cerebro, centro del pensamiento y de la razón, sabiendo que de la abundancia del corazón habla la boca. Aclaremos que del corazón salen los buenos y malos pensamientos, es decir, Jesús hablaba de un corazón racional, cerebral. Esa boca pronunciará lo que el corazón le dicte (lo que la razón le señale). Jesucristo enseñó que no puede un árbol malo dar un buen fruto, así como tampoco puede un árbol bueno dar un fruto malo. Inmediatamente después, habló de lo que se pronuncia por causa del corazón. Es decir, el corazón confesará el verdadero evangelio, siempre y cuando ese corazón sea bueno (un árbol bueno). Jamás confesará un falso evangelio, como tampoco puede la oveja del Buen Pastor irse tras los extraños. Más bien huirá de ellos y seguirá al Buen Pastor (Juan 10). No esperemos tampoco la confesión del evangelio de verdad de parte de los árboles malos, por mucho que se disfracen de ángeles de luz. En algún momento de su discurso se les verá la costura del sobre, de la camisa, del pantalón, algo que los delatará como apóstatas o extraños.
El psicópata puede imitar las señales del afecto, pero no siente amor por el prójimo-víctima. Satanás imita como ángel de luz pero no cree la verdad del evangelio. Lo mismo hacen sus ministros, por lo tanto se delatarán si estamos atentos a la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Tenemos maneras de probar los espíritus, para ver si son de Dios. Esos espíritus a probar son seres humanos, no de ultratumba. La forma de probarlos es por medio de la palabra de Dios que ellos confiesan de su corazón; no hay error posible en esta prueba: no podrán aguantar la marea de textos bíblicos que hablan y gritan la soberanía de Dios. En algún momento intentarán colocar su propia justicia porque ignoran la que es de Dios (Romanos 10:1-4).
Poco importa que se tenga celo de Dios, si ese celo no es conforme a ciencia (a conocimiento). Recordemos que por su conocimiento salvaría el Siervo justo a muchos, que no a todo el mundo. No podríamos invocar a aquél de quien no hemos oído nada, por eso anunciamos a Cristo como el pan que descendió del cielo. El que es enseñado por el Padre y viene al Hijo, no será echado fuera sino resucitado en el día postrero (Juan 6:45). En realidad, nadie puede ir a Jesucristo si el Padre no lo envía, una condición que depende solamente de la voluntad del Padre mismo. No depende del supuesto libre albedrío humano, sino del destino que le haya dado Dios a cada ser humano. A Jacob amó, pero a Esaú odió, aun antes de que hicieran bien o mal, antes de ser concebidos (Romanos 9: 11-13).
Una vez que tengamos puestos el traje de la armadura nos toca orar en todo tiempo, con toda deprecación y súplica en el Espíritu, velando con toda perseverancia. De nada sirve orar sin conocer al Dios que puede salvar, de nada servirá orar a los ídolos que no pueden salvar. Un ídolo es cualquier imagen que se haga de la divinidad, poco importa que no se dibuje o no se grabe en una piedra, o que no se represente como escultura. Lo que la gente sacrifica a sus ídolos, a los demonios sacrifica. ¿Cómo podrá entonces alguien orar con eficacia si está sacrificando a los demonios?
César Paredes
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