La promesa de la simiente que vendría por parte de la mujer, se hizo en forma definida pero no universal. En Isaac te será llamada descendencia, aclara el apóstol Pablo, siglos después, para explicar que aquella simiente era y es Cristo. No era cada israelita, no era cada gentil, simplemente que el pueblo histórico escogido por Dios sería el portador de aquella semilla. Ese pueblo vino a ser la cuna, por decirlo de alguna manera, el custodio, el instrumento por el cual vendría el Mesías, el Cordero sin mancha que quitaría el pecado del mundo. ¿Cuál pecado? Todos los pecados de su pueblo escogido (Mateo 1:21). Aunque muchos supieron que había una promesa, no todos la aguardaron con fe. Sin embargo, un gran número de personas vería lo que jamás fue contado, y entendería lo que jamás había oído (Isaías 52:15). De igual forma, una gran parte de la humanidad no tendría idea de aquella promesa que vino al mundo, por lo tanto, no ha esperado a ningún Salvador. Pensemos por un momento en el desastre universal que representó el diluvio, cuánta gente pereció anegada por las aguas y sumergida en su incredulidad. Por más de cien años Noé anunciaba la lluvia, pero la gente hizo caso omiso a tal proclama. Tal parece que Noé fue un evangelista sin fruto aparente, porque ni a una sola persona logró persuadir. Sabemos que solamente serán salvados los que Jehová enseña y lleva hacia el Hijo.
No hubo ninguna iglesia invisible entre los gentiles, aguardando su momento en la historia del Cristo, simplemente Dios escogió a Israel a partir del pacto con Abraham, para ser su pueblo representativo en esta tierra, para construir su gran libro hoy conocido como la Biblia. Incluso el Nuevo Testamento fue escrito por judíos, no por gentiles, de manera que el sello de la elección de un pueblo sigue hablando en forma permanente.
Pablo tuvo que aclarar que no todo Israel sería salvo, sino que solamente lo serían los escogidos en aquella semilla que es Cristo. Eso hace la verdadera iglesia hoy día, anunciar por doquier que Jesús es el Hijo de Dios, el que vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Ciertamente, hay muchas personas que han vivido y han muerto sin jamás haber oído el evangelio, así como hay demasiada gente que oye pero rechaza el evangelio anunciado. Y los hay quienes aceptándolo lo transforman porque no pueden soportar las palabras duras de Dios. En todos ellos ha habido negación o privación de aquella palabra.
El mundo no conoció en sabiduría la sabiduría de Dios, por lo cual agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (1 Corintios 1:21). En otros términos, esa ley natural que Dios puso en los corazones de los hombres (Romanos 1) no fue suficiente para conocer a Dios. De allí que la predicación del evangelio siga pareciendo una locura para las mentes sabias del mundo, pero es el único instrumento dejado para la reconciliación entre Dios y los hombres. Los que han ignorado al Emanuel, Dios con nosotros, nacido de una virgen, han sido privados de este regalo de vida eterna (Ireneo). ¿Cómo podríamos llamarnos hijos de Dios si primeramente no hemos recibido la fe como regalo y la comprensión acerca de quién es el Hijo de Dios? Por su conocimiento justificará mi Siervo justo a muchos (Isaías 53:11). En la época del Antiguo Testamento muchos creyeron en ese Mesías que vendría, en esa promesa que era la Simiente. Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia, así que Dios tiene innumerables testigos entre los hombres de antaño, ya que Él es un Dios de vivos y no de muertos.
Si la ley escrita por el dedo de Dios no salvó a nadie (Romanos 2:20), mucho menos podría la ley moral escrita en los corazones de los hombres producir redención. Aunque Pablo refirió que los gentiles que hacían lo que era de la ley, aunque no tenían la ley de Dios, venían a ser ley para ellos mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, cuyas conciencias los justificaban o condenaban (Romanos 2:14-15), cierra la posibilidad de la salvación fuera del conocimiento de Cristo. Ciertamente, para algunos habrá mayor o menor condenación, pero la salvación pertenece a Jehová y no depende de la buena o mala conciencia que tengamos nosotros. Así que todos los que dependen de la obra de la ley están bajo maldición (no solamente de la ley escrita en pergaminos, también de la ley escrita en los corazones gentiles): por la ley ninguno se justifica para con Dios, solamente el justo por la fe vivirá. La ley no es de fe, sino que dice: el que hiciere estas cosas vivirá por ellas. Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (Gálatas 3:10-13).
La ira del diablo se acrecienta porque no tiene ninguna posibilidad de redención. Sus demonios creen y tiemblan, al saber que su hora se acerca y el justo juicio de Dios está como una espada de Damocles sobre sus cuellos. Ellos no tienen retorno, pero de la humanidad se puede esperar un arrepentimiento siempre y cuando el Padre Celestial lo envíe. La predicación continúa para el que tenga oídos para oír y ojos para ver, de manera que haya arrepentimiento para perdón de pecados. Se anuncia la caída absoluta del ser humano en sus delitos y pecados, se propaga que no hay justo ni aún uno, no hay siquiera quien busque al Dios verdadero. No hay quien haga lo bueno, pero la humanidad en general intenta hacer buenas obras, tratando de aplacar la ira de Dios. De nuevo, las palabras de la Biblia resuenan con reiteración, anuncian que por medio de las obras no hay redención, no vaya a ser que alguien se gloríe. Es todo de gracia, esa gracia que depende solamente de Dios.
En la Biblia leemos que ha habido una predestinación desde la eternidad, que Dios amó a Jacob pero odió a Esaú, aún antes de hacer lo bueno o lo malo, aún antes de la concepción. De allí que Dios reclame para Sí mismo el tributo de Soberano, en todos los renglones de la vida humana y del universo creado. Esa declaración divina ha venido a ser un filtro o examen para conocer a los que están en la verdad, ha venido a ser la punta del iceberg con la cual tropiezan millones de religiosos que se proclaman creyentes en Cristo. En realidad, han tropezado con la Roca que es Cristo, le han mostrado su disgusto por lo que ha hecho con Esaú y con todos los que él representa. Pero ese Dios tan soberano aplasta el ego escondido en la fábula teológica del libre albedrío.
Es bueno recordar que el pecado de Lucifer fue su orgullo, mismo pecado del hombre en el Edén, al ceder ante la sugestión del diablo para que creyera que llegaría a ser semejante a Dios. Seréis como dioses, fue la promesa satánica, ocultándoles que él había caído por esa misma aspiración. De allí que Dios inspira en sus escritores el cántico de su soberanía, desde Génesis hasta Apocalipsis. Le tocó a Pablo hablar a viva voz, muy a pesar de su dolor por lo que habría de decir. Pero Dios nos proveyó la figura del objetor de Romanos 9, para que ninguno de sus hijos se desvíe del sentido del texto. Ese objetor entendió el discurso de Pablo, por cuya razón se quejaba por lo que Dios había hecho con Esaú, su reclamo no estuvo presente por lo que hizo con Jacob sino con su hermano gemelo. ¿Por qué, pues, inculpa? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad?
La respuesta divina es conocida también, sin pretensión de dar razones que satisfagan la curiosidad o que persuadan al alma inquisitiva. Más bien es un desafío a la nimiedad humana: ¿Tú quién eres, para que alterques con Dios? La Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes (Gálatas 3:22).
César Paredes
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