Viernes, 24 de julio de 2020

Lo más fácil para una mente religiosa parece ser el crearse un ídolo. Poco importa si tiene forma plana o tridimensional, no interesa si se trata de un dibujo o de una escultura, mucho menos los materiales con que se haga. Lo que resulta relevante para el hombre de religión es que su ídolo sea una proyección de aquello que concibe como dios. En síntesis, parece ser que el ídolo es una construcción mental, antes que nada, para después poder plasmarlo en un dibujo o en una escultura. Y hay ídolos diversos en la mente de los seres humanos, a los cuales todavía no se les ha dibujado ni representado en forma de escultura.

Estos últimos ídolos son más engañosos que los de arcilla, yeso, plata o madera. Ellos no están pintados todavía, son el secreto de millones de religiosos que los mantienen ocupados en distintas formas de adoración y reverencia. En el proceso de sincretismo religioso que ha vivido la humanidad, en su cadena de siglos en la tierra, los conceptos culturales se combinan para dejar herencia a las nuevas generaciones. Una variedad de imágenes mentales respecto a lo que la humanidad considera debe ser Dios, se exhibe como posibilidad para escoger de manera libre y considerarlo como el arquetipo que funciona.

El ídolo funciona temporalmente como un instrumento de unión entre los pueblos, con lo cual da sentido a la etimología de la palabra religión: religare, reunir, re ligar. La religión reúne a los grupos en torno a sus dioses, lo que en este momento hemos llamado ídolos, de acuerdo a los parámetros bíblicos. La Biblia nos dice que un ídolo es un dios que no puede salvar, pero añade que los que hacen ídolos se tornan semejantes a ellos. Isaías nos refiere la necedad de los que ruegan a un dios que no puede salvar (Isaías 45:20). Semejantes a los ídolos son los que los hacen, cualquiera que en ellos confía (Salmo 115:8). 

En el ámbito cristiano hay infinidad de ídolos, la mayor parte de las denominadas iglesias adoran sus propios ídolos. Incluso hay confesiones de fe que definen lo que debe ser Dios para sus grupos, para sus adherentes. Un examen a las Escrituras podrá demostrar en forma inequívoca la desviación de la mayoría de las congregaciones que se denominan cristianas, pero que se distancian de la doctrina de Cristo. Ya sabemos lo que Juan advierte en una de sus cartas, que el que no habita en la doctrina de Cristo no tiene ni al Padre ni al Hijo. Ese mismo apóstol continúa diciendo que no debemos darle la bienvenida al que no traiga la doctrina del Señor.

Ah, poco importa que el ídolo se llame Jesús o Jehová. Tampoco ayuda el que se lea la Biblia en esas congregaciones y se entonen cánticos armónicos como alabanza a ese dios que no puede salvar. Hubo una multitud de discípulos que seguían al Señor por mar y tierra, los que habiendo presenciado el milagro de los panes y los peces no resistieron la predicación de Jesús sobre la soberanía del Padre en la salvación. Ellos se retiraron dando murmuraciones, diciendo que aquella palabra era dura de oír. Se marcharon ofendidos por lo que habían escuchado, ya que las palabras de Jesucristo eran contrarias a lo que ellos entendían que debía ser Dios.

Claro, al igual que sus maestros fariseos, aquellas personas conocían la ley de Moisés, tenían la noción de que vendría un Mesías. La doctrina aprendida en las sinagogas judías pasaban por el reconocimiento de las buenas obras, como enseñaban los fariseos. Lo único que les interesaba de la sabiduría divina era la historia del Mar Rojo y de los viejos milagros de los hombres enviados por Dios. Se acostumbraron a creer que por ser israelitas o judíos merecían el reino de los cielos. Las palabras de Jesucristo fueron un duro golpe en el rostro de sus ídolos, al desmoronar la estructura idólatra que los sostenía. Ellos preferían el dios del libre albedrío, el que los premiaría por sus esfuerzos y por guardar las tradiciones de sus padres.

En realidad, la fe de los fariseos no descansaba en el verdadero Dios de Israel, el mostrado en las Escrituras que leían día tras día. Su fe se había sustentado en una interpretación personal y tradicional enseñada por sus antiguos maestros de la ley. Si hubiesen tenido la fe en el verdadero Dios de esas Escrituras habrían creído en el Señor que se había hecho carne y que estaba en medio de ellos. La escuela de fariseos mostraba su interés en el hacer y no hacer, un sinfín de normas añadidas a la ley de Moisés, además del riguroso cumplimiento del mandato divino, olvidando su espíritu y aferrándose a la letra. Los fariseos buscaron cómo matar a Jesús porque no soportaron las palabras que les echaba en cara su corazón idólatra.

Ya nos hemos referido en otros artículos al peligro del arminianismo. Esa herejía sembrada por Roma en las filas del protestantismo reformado se ha propagado como la maleza en el campo. Es una falsa doctrina que mueve los púlpitos para aglutinar a las masas que desean que les prediquen de acuerdo a su comezón de oír. El arminianismo asegura que Dios es Todopoderoso en cuanto hizo los cielos y la tierra, pero Arminio decidió colocar su manto para opacar la soberanía divina en materia de salvación. La doctrina arminiana asegura que Cristo murió por toda la humanidad, sin excepción, por lo cual le toca al ser humano tomar su decisión final. En otros términos, un hombre muerto en delitos y pecados, enemigo de Dios, se revive misteriosamente para hacer tal decisión. El arminianismo juzga a Dios como injusto, como alguien peor que un tirano, como un diablo (en palabras de John Wesley) si no toma en cuenta el libre albedrío.

Como el objetor levantado en el capítulo 9 de Romanos, el cual se rebela contra el Creador por lo que le hizo a Esaú, los arminianos hacen fila con su puño para enfrentar el cielo y manifestar contra la absoluta soberanía divina. Para alcanzar ese fin se apegan al dogma prestado de Pelagio, el libero arbitrio, aduciendo que si no hay libertad de decisión no debería haber culpa. Un sofisma muy delicado, un argumento que ha sido asimilado como verdad por la multitud de seres religiosos que prefieren se le predique conforme a su comezón de oír. La gente se ha dado a las fábulas, como los antiguos griegos, por lo cual Dios les envía un poder engañoso para que crean definitivamente la mentira. Ellos no creyeron la verdad predicada en el Sagrado Libro, ellos prefirieron adulterar un poco sus páginas, llamando dulce a lo amargo y a lo amargo dulce. Ellos son semejantes a los viejos discípulos reseñados en Juan 6, los que exclamaron que las palabras de Jesús, respecto a que nadie puede ir a él si el Padre no lo envía, eran duras de oír.

El arminianismo no ama la verdad sino su dogma. Para ello tuerce la Escritura al punto en que sus filólogos y teólogos han llegado a afirmar que cuando la Biblia dice que Dios odia debería leerse que Dios ama menos. Los arminianos tienen grandes congregaciones con grandes líderes, desde John Wesley, D.L. Moody, Billy Graham y muchos otros, con matices multiformes. Ellos se jactan de sus buenas obras (Salvation Army, por ejemplo), y pretenden tildar de calvinista a cualquiera que pregone el evangelio de la soberanía de Dios. Yo no soy calvinista, más bien creo que Calvino tuvo grandes errores teológicos, pero pregono la soberanía absoluta de Dios. Y es que el evangelio no es el calvinismo, ni la soberanía divina es una creación de Lutero, Zwinglio o Calvino, por ejemplo.  No son pocas las sectas que han salido de ese falso evangelio: Testigos de Jehová, Adventistas, Mormones, Pentecostales, por nombrar apenas algunas de las más célebres. Con razón el movimiento ecuménico avanza a gran velocidad, sin contratiempo, debido al denominador común que poseen: el libre albedrío como dogma general.

Tal parece que la doctrina de la soberanía absoluta de Dios ha venido a ser una piedra gigante donde muchos tropiezan. Teólogos que se han dedicado al estudio de las Escrituras, misioneros que sacrificaron sus bienes y sus cuerpos, muchos de ellos perecen ignorando al Siervo Justo. Su trabajo es similar al de los viejos fariseos, de los cuales Jesucristo dijo que recorrían la tierra en busca de un prosélito, pero lo hacían doblemente meritorio del infierno. Las buenas obras no salvan a nadie, ellas deberían ser apenas una consecuencia de la gracia divina. El evangelio de Cristo es anunciado por todo el mundo, con el mandato de arrepentimiento para vida eterna. El que creyere será salvo, pero el que no creyere ya ha sido condenado. Nadie podrá ir hacia Jesucristo si el Padre no lo envía, pero al que Él envía será resucitado en el día postrero y nadie lo podrá arrebatar de las manos del Hijo ni de las manos del Padre.

La fe viene por el oír la palabra de Cristo, de manera que si alguien tiene oídos para oír, que oiga; si tiene ojos para ver, que vea. Felices son aquellos que anuncian el evangelio de verdad, bienaventurados serán los que creen la verdad. No en vano Juan recomendó en una de sus cartas: Hijitos, guardaos de los ídolos.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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