S?bado, 11 de julio de 2020

El Dios de la creación tuvo que ser un Ser soberano en forma absoluta, alguien que pudo hacer de la nada el universo entero. En realidad, al mandato de su voz fueron creadas todas las cosas, por lo tanto, tiene todo el poder y derecho de hacer con su obra como quiere. La pugna por predicar el evangelio y ganar adeptos es de vieja data. Si uno mira en la historia del protestantismo puede sorprenderse por los combates armados entre bautistas, presbiterianos y anglicanos, cada uno encimado en sus intereses religiosos y políticos, por allá en el siglo XVI. Ni qué decir de Roma y su gran mentira, la cual ha acudido al invento y provecho de la denominada Santa Inquisición (que les vino por el lado español, de donde salieron igualmente los jesuitas). Más atrás, tenemos a Constantino, el emperador romano que ideó la fusión del cristianismo incipiente con el Estado, de forma que se intercambiaron fechas religiosas entre paganos y cristianos, celebrando divinidades griegas y romanas junto con las festividades atribuidas al cristianismo espurio.

Los viejos fariseos también gobernaron desde el Sanedrín, adueñados de la ley de Moisés, como únicos intérpretes frente a un pueblo ocupado en sus faenas diarias, que acudía a las sinagogas para escuchar la palabra de los doctos de la ley, manipulada y tergiversada, cargada de mandatos humanos antes que de los divinos. En realidad, como Jesús les dijera, los fariseos y demás maestros eran incapaces de mover con sus dedos la carga pesada que colocaban ante su asamblea. Pero nos ocupa la teología y doctrina cristiana que aparece en las Escrituras. En el tema de la expiación ella relata que Jesucristo hizo el trabajo perfecto de llevar y limpiar todos los pecados de su pueblo (Mateo 1:21). El mundo que no fue amado por el Padre no le interesó al Hijo de Dios, no fue objeto de su oración la noche previa a su muerte. Él dijo que no rogaba por el mundo (Juan 17:9), pero sí rogó por los que el Padre le dio y le daría como consecuencia de la predicación del evangelio de aquellos primeros discípulos. Así oró porque ese era el deseo del Padre, el cual había amado de tal manera al mundo que le había enviado a su Hijo.

Vemos en el relato de Juan que, al menos, hay dos mundos que se contraponen: el mundo amado por Dios y el mundo por el cual el Hijo no rogó. Podríamos decir que Pablo resume ese concepto esgrimido en el evangelio cuando escribe su carta a los romanos. Él dijo que Dios había amado eternamente a Jacob pero que había odiado eternamente a Esaú, aún antes de hacer bien o mal, antes de ser concebidos. De manera que no hay contradicción entre el deseo del Padre y el actuar del Hijo, simplemente ambos coinciden en dar cumplimiento al plan eterno que cae sobre nosotros. En unos cae como olor grato ante Dios para vida, en otros cae como olor grato ante Dios para muerte.

No es posible decir que Cristo derramó tanta sangre por Judas como por Pedro, sin caer en la blasfemia de tal aseveración. Afirmar tal exabrupto implicaría hacer descansar la salvación final en la voluntad de los hombres y no en el propósito inmutable del Creador. La doctrina de la soberanía de Dios es fundamental para el evangelio de Cristo, porque da seguridad al creyente de parte de un Dios capaz de mantener sus promesas de redención hasta el final, debido a su infalible poder. No puede nada creado separarnos del amor de Dios, sabiendo que nosotros fuimos creados y no podríamos por nuestros méritos separarnos de tal amor. Nuestra final salvación no depende de nuestras decisiones, ni de la incapacidad para guardar toda la ley divina, sino de la capacidad de Dios para cumplir cada una de sus promesas (Efesios 1:11).

¿Por qué Dios inculpa? ¿Cómo podemos seguir siendo responsables si todo depende de Él? Simplemente porque somos criaturas y Él no está sujeto a nosotros, porque no podemos ser independientes de su presencia. El derecho del alfarero sobre el barro no se discute, así que hay un deber ser dado por la ley, para que podamos descubrir nuestra responsabilidad, por una parte, y nuestra impotencia, por la otra. Si esa incapacidad humana para obedecer los mandatos divinos nos lleva de rodillas ante el Supremo Ser, sabremos que habremos recibido arrepentimiento para perdón de pecados. En los altivos la fuga ocurre de inmediato, como la de su inspirador Lucifer, padre de la mentira. Él presuponía ser semejante a Dios y le propuso a Jesucristo que lo adorara. Como si el Creador le debiera honra y sumisión a la criatura, de allí que la soberbia sea considerada hermana de la estupidez.

La justicia que Dios demanda de sus criaturas ha de ser perfecta, debido a que Él es perfecto y absolutamente justo. Solamente su Hijo pudo cumplir los requerimientos de su ley, el que sin haber cometido pecado alguno fue hecho pecado por causa de su pueblo. Por esa razón Jesucristo pasó a ser nuestra justicia, llamado igualmente nuestra pascua. Y es que Dios pasó por alto nuestras iniquidades, como el ángel de la muerte hizo cuando ejecutaba la matanza de los primogénitos en Egipto. La sangre en los dinteles de las puertas de las casas hebreas era un anticipo de lo que significaba la sangre de Cristo en nuestras cabezas, en nuestros cuerpos, en nuestras almas.

Nosotros hemos sido declarados justos, pero no por habilidad concedida hacia nosotros, como si de mérito nuevo se tratase. Más bien fue un decreto judicial divino el que nos justificó, para ser llamados santos y sin mancha delante de Él. El que Dios sea soberano absoluto hace que el hombre sea criatura en obediencia absoluta, sujeta a Él y a su voluntad.  La Biblia dice que aun lo malo que acontece en la ciudad es hecho por Jehová mismo (Amós 3:6), aunque use al impío para que lleve tal obra que redunda en la gloria de su ira por el pecado, pero en beneficio de sus escogidos para la gloria de su misericordia. En realidad, Dios ha hecho al malo para el día malo (Proverbios 16:4).

Pero a pesar de que la Biblia plantea una ecuación tan sencilla, hay una multitud de autoproclamados creyentes que sostienen que, para que haya honra en el Creador, es necesaria la libertad humana. De otra manera, ¿cuál honra llevaría el Ser Supremo si sus criaturas se le unen en virtud de un forzado cumplimiento del mandato? ¿Y cuál culpa habría en la criatura, si su rebeldía obedeciera al destino demarcado por el Creador? Bien, eso opinan los que sostienen que la doctrina de la absoluta soberanía de Dios lo haría inmoral si juzgara al mundo por sus pecados.

En Romanos 3:5-8, Pablo desarrolla el tema de la responsabilidad humana frente al Dios soberano. Asimismo, advierte contra los que sostienen que los que predicamos la predestinación divina somos de la idea del libertinaje humano. La salvación por gracia, y no por obras, no destruye nuestro deber ser; lo que sucede es precisamente lo contrario, nos incita a las buenas acciones, pero como fruto del Espíritu. Hacemos buenas obras porque hemos sido redimidos por gracia, pero jamás pretendemos que esas buenas obras sean un aval para nuestra redención final. El ladrón en la cruz es una prueba fiel de lo que dicen las demás Escrituras, fue redimido sin ninguna buena obra, de pura gracia, incluso sin haberse bautizado.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 16:57
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