Para muchos hay sorpresa cuando leen las Escrituras y encuentran el núcleo de su mensaje. Tal vez algunas personas buscan pautas de conducta, moral y buenas costumbres, mientras otros suponen que el centro de su objeto es la salvación de la humanidad. Más allá de que sus páginas viertan cierta luz sobre lo antes descrito, en realidad el propósito de las Escrituras es presentarnos al Dios que ha hecho todo cuanto existe. Lo que ha sido revelado en sus letras es suficiente para comprender al Dios de la creación, para entender el propósito eterno e inmutable de sujetar todas las cosas en Cristo. La gloria divina se exhibe de principio a fin, el poder absoluto y dominio perpetuo de quien hace como quiere. El Dios de la Biblia es el objetivo principal del contenido del libro santo, de las palabras inspiradas que hemos recibido con gozo los que hemos sido llamados de las tinieblas a la luz.
El conglomerado de personas que se llaman cristianas, etiquetadas como cristianas, milita en organizaciones religiosas de diferentes nombres. En su gran conjunto son tolerantes, bajo la búsqueda de la armonía religiosa, de manera de no sofocar a su prójimo con la doctrina que se dice creer. Pareciera que tuviesen un eslogan, una bandera común: vivir la religión y dejar vivir a las otras religiones. En principio, tal encomienda no parece vana ni impropia. Antes, muchas guerras se han levantado en nombre de las religiones, de manera que la libertad de cultos resulta un alivio para la sociedad. El problema no es que deseemos quebrantar la libertad religiosa de las naciones, más bien lo que preocupa es el exceso de tolerancia entre las denominaciones reformadas o cristianas.
Nos referimos a la tolerancia doctrinal, aquella que se dilata a tal extremo que viene a ser una religión más, al alcanzar el punto de ruptura entre la sana doctrina bíblica y el comienzo de una idolatría camuflada. Cada persona que se aleja del Cristo relatado en la Biblia viene a ser un idólatra. Un ídolo es una figura bidimensional o tridimensional, pero también puede ser el producto del imaginario a partir de una simple distorsión de lo que la Escritura señala como la doctrina del Señor. El apóstol Juan recomendaba a su iglesia a cuidarse de los ídolos, de la misma forma en que también exhortó a mantenerse en la doctrina del Señor. Dijo que el que no habita en tal doctrina no es de Dios, no tiene ni al Padre ni al Hijo y no debería ser bienvenido en nuestras vidas (por supuesto que tampoco en la iglesia). Sabemos que la Escritura no puede ser interpretada privadamente, sino que ella misma nos habrá de conducir a la debida interpretación: Escritura con Escritura, la ley con el testimonio.
Tenemos que recordar siempre que aquellos que no creen el evangelio de Cristo no han sido regenerados. Por lo tanto, están perdidos eternamente los que rechazan el evangelio, los que jamás lo han escuchado, a no ser que un día oigan y sean atraídos por el Señor. Ese evangelio nos ha enseñado que Jesucristo murió de acuerdo a las Escrituras (1 Corintios 15:3). Es decir, Jesús no rogó por el mundo la noche antes de ir al sacrificio por todos los pecados de su pueblo (Juan 17:9 y Mateo 1:21), más bien pidió al Padre por los que le había dado y por los que creerían a partir de la palabra del evangelio. Sabemos que esos que creen en el Hijo a lo largo de la historia humana son los que el Padre le lleva, los mismos que serán resucitados en el día postrero. Los réprobos en cuanto a fe serán resucitados para muerte eterna (no es una paradoja, ya que esa segunda resurrección es para condenación). Así que, con esto dicho, se niega por completo la posibilidad de que el alma humana sea disuelta, que sea desarmada como un closet, puesto que el alma humana continuará en el exilio divino bajo el tormento del castigo por sus pecados.
Las buenas obras no pueden expiar el pecado de nadie, no pueden las buenas acciones y amables conductas eliminar tan solo un pecado contra Dios. Sabemos que el sacrificio de Jesucristo lo ha aceptado el Padre como pago por la redención de su pueblo. Sin embargo, rechazamos la falsa interpretación que hacen de las Escrituras los que sugieren y afirman que Jesucristo murió por toda la humanidad, sin excepción. ¿Cómo pudo Jesús expiar los pecados de todo el mundo, sin excepción, y al mismo tiempo tener tanta gente incrédula que perece eternamente? Claro está que algunos recordarán de inmediato lo que Juan escribió en una de sus cartas, cuando señaló que Jesucristo es la propiciación por los pecados de todo el mundo. Ya hemos visto en otras entregas que el término mundo no siempre refiere a un mismo concepto, así como el vocablo todo no impone la inclusión de cada habitante del planeta. En la expresión bíblica, dicha por un fariseo, mirad, todo el mundo se va tras él, no se implica que cada habitante del planeta se iba tras Jesús. Esos mismos fariseos que así opinaban no seguían a Jesús, como tampoco lo hicieron Herodes, Herodías, Pilatos, ni millones de personas que vivieron en aquella época.
Tal expresión vale como hipérbole, como exageración en tanto figura del lenguaje, para denotar la trascendencia de la adhesión a las enseñanzas de Jesús. Y Juan hablaba de la inclusión de los gentiles junto a los judíos, en materia de salvación, por lo cual escribía a su amada iglesia compuesta fundamentalmente por judíos conversos al cristianismo que Jesús había propiciado por sus pecados como por los del resto del mundo (Gentil). Pero Juan no intentó incluir a cada judío, sin excepción, como tampoco a cada gentil, sin excepción. Él siempre supo que había mucha gente que moría sin Cristo, que lo había hecho antes de que viniera el Señor a la tierra, así como que lo seguiría haciendo hasta el fin. Eso lo podemos comprender a partir de sus mismas cartas, al hablarnos del Anticristo y de sus seguidores, del Apocalipsis cuando relata la adoración a la bestia (por parte de aquellos cuyos nombres no fueron escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo). Por igual, en su evangelio se describe la doctrina de Cristo, en forma muy clara y enfática: ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trajere. Y el que a mí viene, no lo echo fuera (Juan 6). Por lo tanto, el apóstol no se equivocó, ni tampoco dio pie para que se le malinterprete. Simplemente, los que tuercen la Escritura lo hacen para su propia perdición.
Terrible blasfemia el decir que aquellos por los cuales Cristo pagó por sus pecados yacen ahora en el infierno eterno. Eso equivale a la anulación de la eficacia de su sangre, al hecho de afirmar que Dios cobra dos veces por la misma falta, que Jesús no pagó por el pecado de incredulidad, que su sangre viene a ser insignificante. Al mismo tiempo, ensalza hacia la gloria a la criatura pecaminosa, al punto de anular el propósito de Dios. Esa gente asegura que Dios hizo su parte y ahora le toca hacer la suya al hombre. Lo dicen de diferentes formas, pero el sentido es el mismo, por ejemplo: Dios votó a su favor, el diablo votó en su contra; ahora le toca a usted canalizar su voto. En la mente de tales personas subyace una manera de pensar extraña, desviada del centro del evangelio, acomodada a la ideología que previamente han concebido. Eso es lo que se llama hacer un Cristo a su medida, a su propia imagen y semejanza; es acomodar el ídolo a la anchura de la fábula religiosa llamada libre albedrío.
La substitución que hizo Jesucristo en la cruz consistió en morir en lugar de su pueblo. La imputación que hemos recibido es su justicia, de manera que hubo un intercambio: a él le fue imputado nuestro castigo y nosotros fuimos liberados de nuestros pecados. Él fue hecho pecado por causa de su pueblo, fue castigado por la maldad que llevó en sus hombros, pero nosotros fuimos perdonados eternamente. Por supuesto, los que mueren en sus delitos y pecados no fueron representados en el madero. En este punto doctrinal muchos se levantan con el puño alzado contra el Creador, con el reclamo de que Él es injusto si inculpa a alguno que no representó en la cruz. Esaú fue odiado aún antes de hacer lo bueno o lo malo, antes de ser concebido (Romanos 9), pero los textos que tal descripción refieren son repudiados por los que leyéndolos siguen el camino de sus falsos maestros. De esta forma señalan que Dios sería injusto si tal cosa hiciese, ya que nadie puede resistirse a su voluntad. Tampoco les gusta que Juan haya escrito que Dios puso en los corazones de la gente el dar el gobierno a la bestia (Apocalipsis 17:17).
Cristo nos amó y dio su vida por nosotros (su pueblo), de acuerdo a las Escrituras. Dios no escatimó a su Hijo, sino que lo entregó por nosotros (su iglesia, sus amigos, su pueblo; Romanos 8:32). Entonces, ese pueblo debe estar tranquilo porque el texto agrega que asimismo nos dará también todas las cosas. Con otras palabras, también fue escrito que todas las cosas nos ayudan a bien, a los que hemos sido llamados conforme al propósito de Dios. Esta afirmación incomoda a millones de autoproclamados cristianos, los enerva al punto de perseguir como herejes a los que nos aferramos a las Escrituras. Eso lo enseña la Biblia, la que también afirma que los enemigos del hombre son los de su propia casa.
César Paredes
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