Se ha dicho que la fe es fundamental e indispensable para agradar a Dios, que la fe no es de todos, sino que es un regalo de Dios. Estos son argumentos encontrados en la Biblia que implican un círculo cerrado: Dios da la fe y por medio de ella el creyente le agrada. Somos salvos por gracia, por medio de la fe, sin que esta última sea la causa de la redención, ya que se nos ha agregado que no es por obra, para que nadie se gloríe (Efesios 2:8-9). Si la fe fuese la razón o la causa de la redención, sería una obra; de manera que Dios nos la da como regalo, para que no se muestre como obra nuestra. ¿A quiénes da Dios la fe? Solamente a los que habrán de creer en Él, en el momento en el que el Espíritu produce en nosotros el nuevo nacimiento. Si somos salvos únicamente por gracia, por medio de la fe, y si la fe no es de todos, entendemos que Dios ha elegido a los que un día les dará esa confianza y seguridad para agradarle.
Los enemigos de Dios procuran atacar la fe del creyente. El salmista sabía por experiencia y revelación que debía clamar al Señor por causa de sus enemigos (Salmo 5:8). El enemigo que nos odia se ríe, se burla cuando caemos en el pecado, cuando andamos en problemas, por lo cual nos grita Sálvelo su Dios. Los hijos de Belial acechan para que los santos tropiecen, de esta forma alegran su día cuando nos incluyen como miembros de su mundo. Pero Jesucristo lo dijo muy claramente, que no éramos del mundo y que este mundo nos odiaría. De allí la recomendación que por igual se ha dado en la Escritura, que no amemos el mundo para no constituirnos en enemigos de Dios.
Vemos que odia a Dios el mundo por el que Jesucristo no rogó la noche previa a la expiación. Pero hay otro mundo, el que ha sido amado por Dios, que en su oportunidad recibirá ese amor con agrado. Por un principio teológico general, ambos mundos han sido declarados muertos en delitos y pecados, pero solo uno de ellos cobra vida cuando se produce la vivificación que hace el Espíritu. Las marcas distintivas de ambos mundos son muy particulares, ellas ilustran los dos caminos opuestos, señalan al hombre caído y al hombre redimido. Hay una conducta social e individual que el cristiano produce como fruto natural de la implantación que ha tenido en su ser, pero esa manera de comportarse puede generar gozo o tristeza, dependiendo de los aciertos o caídas. Pablo lo dijo en su Carta a los Romanos, que se sentía miserable por hacer lo que más odiaba hacer, por no hacer lo que más quería hacer. Pablo sintió el peso de la ley del pecado en sus miembros, pero el gozo del apóstol se mostró por igual al dar gracias a Dios por Jesucristo, el que lo libraría de su cuerpo de muerte (Romanos 7).
La conducta del impío es fácilmente observable. Bastaría con mirar en la calle, en el día a día, en las noticias, lo que significa la maldad. Las herejías y las blasfemias contra el Dios del cielo son el manjar cotidiano con el que los réprobos en cuanto a fe disfrutan. Las obras de la carne han sido descritas con un anexo de un gran etcétera. Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios (Gálatas 5:19-21).
Triste es cuando el hombre redimido cae en esas manifestaciones carnales descritas en la Biblia. Es dolorosa la caída, aunque por ella sea revelado el que hayamos sido formados en maldad y concebidos en pecado. La caída de Adán fue total, haciendo que la humanidad fuese sumergida en una depravación total. El hombre no está enfermo sino muerto en sus delitos y pecados, razón por la cual la humanidad no puede mostrar ni a una sola persona que ame a Dios, que sea justa, que busque lo bueno. La única forma que el hombre tiene para cambiar es si Dios le da la fe para que pueda creer. Hay un número de conductas sociales e individuales en las que la persona puede ser formada, por medio de las cuales manifiesta cierta probidad ante la ley. Pero esa obra humana, reforzada por la educación, no permite que el hombre satisfaga la justicia divina. No podrá el ser humano pagar ni siquiera un solo pecado.
La justicia que satisface al Creador es la que se muestra en Su Hijo. El Dios hecho hombre, que no cometió pecado, fue hecho pecado en favor de su pueblo (Mateo 1:21). Jesucristo viene a ser la pascua del creyente, por medio de una doble imputación: 1) Jesús recibió el castigo de nuestras ofensas; 2) Jesús nos otorgó su justicia. De esa manera hemos sido declarados justos y justificados, por medio de la fe en el Hijo, fe que también ha sido un regalo de Dios. El fruto por el cual somos conocidos los creyentes es la confesión de la doctrina que creemos: de la abundancia del corazón habla la boca. El árbol bueno no podrá dar un mal fruto, ni el árbol malo podrá jamás producir un buen fruto. ¿Qué es lo que creemos como para que el corazón haga que nuestra boca hable? Lo que la persona dice creer es lo que confesará con sus labios.
Aquellos que se llaman a sí mismos creyentes, pero que confiesan que la humanidad no murió en Adán, sino que tiene la capacidad para decidir su destino, están confesando un evangelio extraño. Ellos son los mismos que dicen que la elección divina se fundamentó en el hecho de que Dios viera en el corazón humano alguna bondad. En tal sentido, Cristo moriría por todo el mundo, sin excepción, haciendo posible la salvación para toda criatura. Dependería, finalmente, de que el hombre tome su decisión en base a su libertad. Este mal fruto doctrinal es una natural consecuencia del desvarío teológico, de la falacia religiosa en la que viven sus promotores. Ese mal fruto es consecuencia de torcer las Escrituras y hacer que ellas digan lo contrario de lo que ellas enseñan.
El autor y consumador de la fe preserva a sus santos para que éstos continúen en la fe, por la sencilla razón de que su gracia es irresistible y hace aquello para lo que fue enviada. Ninguno puede ir a Jesucristo, si el Padre no lo lleva. Todo aquel que ha sido enviado por el Padre al Hijo, tendrá vida eterna y será resucitado en el día postrero. Con esas palabras de Jesucristo podemos deducir que los que no pueden creer ni confesar el verdadero evangelio, ni la sana doctrina bíblica, no han sido enviados por el Padre al Hijo. Si hubiesen sido enviados, habrían creído. De suma importancia resulta conocer al siervo justo que salvará a muchos. Ese siervo justo ha sido presentado por Isaías, habiéndonos anunciado el profeta que es por su conocimiento que seremos salvos.
¿Cómo podrá invocarse a quien no se conoce? ¿Cómo se conocerá a quien no ha sido presentado? Si el Espíritu de Dios nos conduce a toda verdad, no puede haber ningún creyente que ignore el verdadero evangelio. Si alguien alega tal desconocimiento, se implica que no ha nacido de nuevo. No podemos decir que el conocimiento sea una obra nuestra, una condición para ser salvos, aunque sí podemos decir que es una consecuencia inevitable de la luz que mora en nosotros. Esa luz disipa las tinieblas que el príncipe de este mundo ha sembrado por el mundo, y como ya no somos del mundo las tinieblas de la ignorancia respecto al Hijo y su doctrina no existen en el corazón del hombre redimido.
César Paredes
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