El texto de 1 Pedro 4:18 nos refiere a Proverbios 11:31, al plantear cosas similares. El si condicional de Pedro impone un contraste final, al diferenciar el tema de la salvación para el justo y para el impío. Pedro no habla de la salvación del creyente, hecha por Cristo, como si eso fuese algo difícil o dificultoso, más bien infiere que fue duro trabajo para Cristo el pagar por nuestros pecados en la cruz. La dureza de la justicia divina castigó al Hijo de Dios en forma severa, haciéndolo pecado sin haber cometido ni uno solo. Él llevó nuestras iniquidades, siendo azotado y vejado en múltiples maneras, incluso con gran angustia, en la noche previa a su martirio, le brotaban de su cuerpo como gotas de sangre. La exclamación del Señor en el Getsemaní resume todo: Padre, si es posible pasa de mí esta copa, pero si no, hágase tu voluntad. No hubo un ápice de duda en el Salvador que debía cumplir su cometido, pero sí hubo mucho dolor por saber lo que le acontecería al día siguiente.
El creyente participa igualmente de esa cruz del Señor, cuando a diario se enfrenta a las estratagemas de Satanás, recibiendo el odio del mundo, el desprecio de los que se dicen superiores a nosotros. No son pocas las humillaciones recibidas en el día a día, al decir que somos creyentes en el Dios vivo, en el Dios de la Biblia. Nos dicen que no somos inteligentes, que somos fanáticos o fundamentalistas, solamente por dar testimonio de nuestra fe. Si algún otro confiesa un falso evangelio, puede ser bien recibido por aquellos que se mofan de los que profesan la doctrina del Señor. La corrupción de la naturaleza humana batalla contra el Espíritu en nosotros, para que hagamos lo que no queremos hacer. Hemos sido vendidos al pecado y una ley en nuestros miembros, llamada la ley del pecado, nos aprisiona y en ocasiones nos vence. He allí la dificultad del justo (del hombre justificado en Cristo), que debe enfrentarse día a día a las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Se nos hace difícil cuando nuestra naturaleza pecaminosa nos gobierna, cuando ella nos aleja de la palabra y de la oración diaria, cuando nos ensimismamos pensando que el mundo ofrece atractivo suficiente para salir de las coyundas del Señor. Las tentaciones de Satanás no son pocas, en los momentos en que sale a buscarnos para devorarnos. En ocasiones nos destruye por largo tiempo, con heridas que dejan cicatrices, pero no morimos por el milagro de la redención.
Pedro concluye su argumento diciendo que el pecador infiel tendrá imposibilidad absoluta para salvarse. Eso mismo pensaron algunos de los que seguían al Señor, ¿quién podrá ser salvo? (Lucas 18:26-27). La respuesta fue contundente: Lo que para los hombres es imposible es posible para Dios. En otra ocasión, una persona le preguntó Jesús: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo: Procurad entrar por la puerta angosta, porque muchos procurarán y no podrán (Lucas 13:23-24). Ese es el razonamiento de Pedro, atestiguando una vez más lo dicho por Jesucristo.
Si el justo con dificultad se salva, no conviene estar a la deriva en el pecado. Las admoniciones bíblicas para que nos guardemos de la incredulidad no son contradictorias con la seguridad de la salvación. O Cristo representó en la cruz a toda la humanidad, sin excepción, dejando a la voluntad del hombre la decisión de aprovechar ese regalo y de mantenerse en forma para guardarlo hasta el final, o Cristo murió eficazmente por todo su pueblo. Esa eficacia garantiza que no apostataremos, pero las advertencias del Señor, y de todas las Escrituras, son para nuestro provecho. Un padre le dice a su hijo de cinco años que no suelte su mano mientras cruza una avenida repleta de automóviles. ¿Hay deseo en el buen padre de familia de soltar a su hijo? No, pero de igual forma lo amonesta y lo enseña. El hijo pródigo se soltó de la mano de su padre, pero regresó porque sabía que él era un hijo que pertenecía a una familia. Los que apostatan de la fe cristiana lo hacen porque jamás han andado tomados de la mano del Padre celestial, como Judas Iscariote. No sirve participar de los dones celestiales, ni siquiera andar al lado de Jesucristo, si esa persona es un hijo de perdición. La Escritura debe cumplirse, de manera que los que están representados en Esaú jamás comprenderán a profundidad el significado de la cruz. Son estos los que apostatan, no los que permanecen en la verdadera iglesia del Señor.
Las admoniciones bíblicas no están demás, porque andamos en un mundo arrollador. Cada vez que pecamos contristamos al Espíritu que está en nosotros, y eso es una admonición que nos ayuda a volver a las sendas antiguas. Pero el apóstata (aún antes de apostatar) no ha tenido el Espíritu de Cristo, porque no es de Cristo, de manera que el pecar puede ser algo horrible social y moralmente, de acuerdo a su religión. No obstante, él jamás comprenderá la ofensa ante el Dios de las Escrituras, por muy apegado que esté a las normas religiosas de su sinagoga. He allí la diferencia entre un hijo de Dios por el cual Cristo murió y un hijo de las tinieblas, que vive refugiado en el templo de Dios como una cabra en el aprisco de las ovejas.
Hay un enlace perfecto entre la emoción cristiana y los principios cristianos. Esos principios deben ser entendidos como doctrina bíblica, para que no sea espuria la emoción. Sin la doctrina, cualquier emoción religiosa, aunque se llame cristiana, es una desilusión. La autocomplacencia religiosa, las falsas esperanzas sacadas de señales que deseamos ver, no garantizan la verdad en nosotros. En cambio, la verdad doctrinal (las enseñanzas de Jesús, el resto de su palabra inspirada en los escritores de la Biblia), viene a ser la luz en nuestras vidas y hacia el mundo. La conciencia de lo que hacía el Salvador en la cruz, no se debió a un acto impulsivo religioso que tuviera Jesucristo, como para realizar un martirio como demostración de liderazgo, o al deseo de formar una secta; antes que nada, el Cristo se entregó por sus amigos o iglesia, para dar vida a su pueblo. Ese mundo amado por Dios ve en la cruz el sublime acto de piedad, de separación del mundo no amado, por el cual Jesucristo no rogó (compárese Juan 3:16 con Juan 17:9).
Mientras el hombre logre mantener las formas de la religión, sin poseer el espíritu y los principios internos de la religión que profesa (siendo ésta la cristiana), no se afianzará en la doctrina de Cristo y su espíritu morirá finalmente. La emoción de la religión cristiana debe seguir los parámetros de los principios doctrinales del evangelio. No puede haber alegría cierta, ni esperanza que no avergüence, en tanto no provenga del conocimiento del siervo justo del que hablara el profeta Isaías (Isaías 53:11). Si los principios de la religión cristiana son apegados a la justicia divina, la emoción que de ella emana es santa también. A partir de esa justicia que proviene por la justificación que hizo el Padre, en virtud de los méritos de Cristo en su vida y en la cruz, la esperanza que tenemos en él no avergüenza.
Sabemos que sin fe es imposible agradar a Dios, pero conocemos por igual que la fe es un regalo de Dios. Ah, tampoco es de todos, la fe (2 Tesalonicenses 3:2; Efesios 2:8; Hebreos 11:6). Una vez que estamos parados firmes en la doctrina de Jesucristo, podemos presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo y aceptable ante Dios. Si se presenta solamente la apariencia de piedad, negando su eficacia, eso es obra muerta que conduce a muerte eterna. Estamos seguros de que los que somos de Dios no renunciaremos jamás a esta fe, aunque tengamos tropiezos y nos sintamos miserables por hacer aquello que odiamos hacer. Pero es igualmente cierto que los que apostatan lo hacen porque nunca estuvieron con nosotros. Ese nosotros dicho por Juan implica a la iglesia verdadera de Jesucristo.
No todos los que son réprobos apostatan de la fe cristiana, aunque ellos se coloquen en medio de las ovejas. Pues hay algunos, y no pocos, que creen que son salvos, que hacen buenas obras -como si fuesen frutos dignos de arrepentimiento- a quienes les será dicho que nunca fueron conocidos por el Señor. Estos, al igual que los apóstatas, son réprobos en cuanto a fe, si bien tienen un estilo diferente. Sin apostatar, creen en el evangelio del extraño y hablan de un Jesús que los salvó en la cruz, no muriendo en exclusiva por su pueblo, sino por todos, sin excepción. Ellos leen la misma Escritura que los redimidos, pero no asumen sus doctrinas porque no las logran discernir.
La seguridad de la cruz radica en el Redentor. Todos aquellos que son atraídos por él no perderán la esperanza de vida. Una vez atraídos por la verdad, una vez que se les ha impartido la fe, no romperán las coyundas con el que el Dios de los siglos los ha abrigado porque ellas han sido cuerdas de amor. Ninguno de ellos se perdió, dijo Jesucristo, refiriéndose a sus escogidos, por lo tanto, no hay apostasía para los hijos de Dios.
César Paredes
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