Jueves, 28 de noviembre de 2019

Dios en sus planes eternos se propuso hacer el mundo tal como lo vemos hoy. No hay nada que le haya salido mal, nada que no haya deseado de cuanto acontece. Más allá de los relatos bíblicos que muestran antropomorfismos en la Deidad Absoluta, como que Jesús lloró por Jerusalén o cuando Dios se arrepintió de haber hecho al hombre, sabemos que una hay una manera de relatar y que detrás de ella está la lógica del relato. Dios aparece configurado como una roca, como el refugio o alguien que tiene alas bajo las cuales nos cobija. De la misma manera Jesús es un Pastor y nosotros somos sus ovejas. ¿Eso nos hace animales de cuatro patas? En absoluto, como a Dios no lo hace menos soberano el que de Él se narre que haya llorado o que se haya arrepentido. Ciertamente, los contextos en la Biblia son de altísima importancia para evitar los equívocos que las palabras aisladas suelen pretender.

Satanás aparece primero como Lucifer, el lucero que cantaba a Dios alabanzas, hecho en forma perfecta hasta que fue hallada en él maldad. No hubo autonomía en ese ángel creado, ya que el Señor ha hecho para el día malo al malo (Proverbios 16:4). La narrativa bíblica nos coloca de nuevo la perspectiva histórica de sus personajes, porque estamos en el tiempo y en el espacio. Dios no hizo nada en el tiempo sino con tiempo, es decir, no se somete a los minutos que corren en el reloj con el cual nos sometió. Dios no envejece, aunque se le llame el Anciano de Días. Resulta lógico que quien todo lo sabe haya sabido que Lucifer sería también Satanás. Pero no fue que Dios tuvo que enmendar algún error propio, o que la criatura haya creado el mal por su pretendida voluntad. Si leemos el relato de Pedro en su primera carta, sabremos que el Cordero (Jesucristo) estuvo preparado desde antes de la fundación del mundo, para manifestarse en el tiempo del apóstol.

En consecuencia, Lucifer o Satanás habría de manifestarse como tal después de que el Cordero hubiese estado preparado para venir en su función de Redentor de su pueblo. Esto nos lleva, forzosamente y de pura lógica, a inferir que Dios tenía un plan y que, si todo lo que quiso ha hecho, dicho plan incluía la aparición en escena de Satanás, del pecado y de la caída de Adán. Lo dice el Salmo 115:3:  Nuestro Dios está en los cielos: todo lo que quiso ha hecho. Comprendido lo antes dicho, el trabajo de Jesús en la cruz tenía un propósito definido y exacto, de acuerdo a la naturaleza de un Dios perfecto, planificador, seguro y cierto. No vino Jesús a morir para hacer una labor azarosa, ni a brindar oportunidad a los muertos en sus sepulcros espirituales; vino a morir por aquellos muertos en delitos y pecados a los cuales el Espíritu resucitaría o daría vida mediante el nuevo nacimiento. En otras palabras, Jesús vino a morir por los pecados de su pueblo, como lo atestiguan las palabras recogidas en Mateo 1:21.

La justicia de Dios exige pago por el pecado, de allí que se haya escrito que el pago del pecado es la muerte, como se advirtió también en el génesis de la humanidad. El diablo o la serpiente antigua engañó a Eva diciéndole que no moriría, de tal forma que la sedujo para que desobedeciera el mandato del Creador. Esa antigua escena suele ser considerada un mito del que se han valido muchos satanistas, dándole tributo en sus leyendas e interpretaciones místicas a quien consideran su Prometeo. Es Lucifer para ellos el que le robó el fuego a Dios, el que se interesó por el conocimiento y recibió castigo injusto por ese hecho. Dándose a la tarea de masticar ciertas palabras hasta transformar su sentido a punta de saliva, los seguidores de Lucifer encuentran verdades ocultas dentro del camino esotérico por donde transitan. La humanidad caída pretendió hacerse sabia, haciéndose necia, negando la única Deidad y dándole tributo a la criatura antes que al Creador. Se envaneció en sus propias filosofías, prestándole oído a las fábulas y no a la palabra expuesta a través de la obra creada y luego revelada por escrito. Esa gente que sigue el derrotero de Lucifer asegura que la humanidad se hizo a sí misma, a partir del azar evolutivo, como si de la nada pudiera haber salido todo. En realidad, la materia muerta no produce vida, así como el espíritu muerto tampoco resucita por sí mismo. ¿De dónde le saldrá conciencia a las almas inconscientes que no conocen a Dios?

El trabajo de Cristo como Mesías ha justificado a su pueblo de sus pecados. Dios el Padre imputó los pecados de todos sus elegidos a Jesucristo, desviando su ira hacia él para no descargarla en su pueblo. Las cosas viejas (el pecado con sus consecuencias eternas) pasaron para los que están en Cristo. Sus asuntos son hechos nuevos para los redimidos, como para que no andemos más en las tinieblas en que solíamos caminar. Pero el trabajo de Jesucristo tuvo otra imputación, la justicia del Señor que nos fue adjudicada a todos los que conformamos su pueblo. Por esa razón él ha sido llamado nuestra Pascua, porque sin conocer el pecado fue hecho pecado por nuestra causa.  Podemos decir con el poeta: La misericordia y la verdad se encontraron: la justicia y la paz se besaron (Salmo 85:10). He allí, en esas palabras sagradas, la suma del trabajo del Señor, su Tetélestai exclamado en la cruz: Consumado es. La justicia por la sangre derramada de Jesús representa el mensaje central del Evangelio. Esa es la buena noticia de salvación para los hombres que el Padre ha preparado para tal fin.

No hubo nunca una expiación potencial, dejada al azar de los muertos que pudieran levantar su mano de sus sepulcros para gritar: yo quiero esa redención. No dejó Dios sin fruto seguro a Su Hijo, sino que le dio por herencia a una multitud que no se puede contar, de toda lengua y nación, habiendo Él escogido del mundo lo que no es, lo menos sabio y lo poco noble, para deshacer a lo que es. Escondió ese evangelio de los sabios y entendidos, pero lo reveló a los niños, a los que debemos ser como ellos para alcanzar el reino de los cielos. Si el Padre no nos hubiera llevado hacia el Hijo seríamos semejantes a los habitantes de Sodoma o de Gomorra, sin esperanza ninguna. Pero estamos seguros de que todo lo que el Padre envía hacia el Hijo éste lo resucitará en el día postrero. Mientras llega ese día habitamos en la seguridad de sus manos (las del Padre y las del Hijo), para que nadie se azore por los gritos del enemigo y por las burlas del mundo.

El trabajo de Jesucristo garantiza nuestra paz, porque no habrá doble paga por el pecado, ya que la justicia divina es la justicia de Cristo (nuestra pascua) y exige la salvación de todos aquellos que el Señor vino a redimir. Dice la Escritura, como ancla de nuestra seguridad: ¿Quién es el condenará? Cristo es el que murió, más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros (Romanos 8:34). Recordemos siempre este texto de Isaías, otro de los cantores y profetas del Dios viviente: Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los perversos, habiendo él llevado el pecado de muchos y orado por los transgresores (Isaías 53:12).

Jesús estuvo representado en aquel cordero que Dios le proveyó a Abraham, ofrecido en holocausto al Altísimo (Génesis 22:13), así como en el cordero sin defecto cuya sangre debía ser colocada en los dinteles de las puertas de los antiguos hebreos que huirían de Egipto (Exodo 12: 3:13), sangre cuya señal impediría que el castigo enviado por Jehová entrara a esas casas. Jesucristo estuvo también representado en el macho cabrío vivo, sobre el que se confesarían todas las iniquidades de los hijos de Israel, cabrío enviado al desierto fuera del campamento (Levítico 16:21-22). Es Jesús también el Mesías Príncipe, mencionado por Daniel (Daniel 9:24-26), es por igual el renuevo delante de Jehová, la raíz de tierra seca, sin parecer ni hermosura, sin atractivo para que le deseemos. De Jesús fue profetizado que sería desechado entre los hombres (los de antaño y los de hoy en día), varón de dolores, experimentado en quebranto: de quien esconderíamos de él el rostro, menospreciado y sin estima. Fue llamado el azotado y abatido de Dios, herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz fue sobre él. Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Fue el cordero llevado al matadero, enmudecido y sin abrir su boca, pero su generación ¿quién la contará? Por la rebelión del pueblo de Jehová fue herido (Isaías 53:8), viendo linaje después de haber puesto su vida por el pecado. Del trabajo de su alma sería saciado, con su conocimiento justificará el siervo justo a muchos, llevando sus iniquidades (Isaías 53: 1-12).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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