La santidad de Dios tiene una magnitud insoportable para la criatura humana. ¿Cómo poder sostener su mirada mientras estamos caídos en el mundo? Él no bajará su rasero por causa nuestra, más bien colocó un nivel que también fue inalcanzable para el ser humano. La justicia que le satisfizo fue la de su Hijo, quien en semejanza de hombre se dio a sí mismo por nuestros pecados. El Hijo vino a ser nuestra pascua, ese pasar por alto el juicio divino de la muerte eterna. Por principio, cada ser humano tiene una deuda con su Creador, de manera que nadie puede escapar de la sentencia del Génesis. El deber de cada persona es arrepentirse y creer el evangelio.
El arrepentimiento es el cambio de mentalidad respecto a dos cosas: en cuanto al concepto que tenemos de Dios y en cuanto a lo que pensamos de nosotros mismos. Dios es un Ser Soberano y, por lo tanto, hace como quiere. No hay quien detenga su mano, ni quien le diga epa, ¿qué haces? El hombre es un ser caído, obra de las manos del Alfarero, a quien le debe su existencia y ante quien debe responder. Por cierto, la justicia humana ha sido considerada como nada y como menos que nada. De manera que la declaratoria bíblica respecto al hombre implica una inhabilidad total para volverse de sus pecados.
Entonces, ¿por qué arrepentirse, si el hombre no tiene tal habilidad? Eso conlleva al otro mandato, el de creer el evangelio. La buena nueva de salvación es el arca que se construye para que la gente huya del juicio de Dios. No todos convienen en meterse en ella, no todos creen que el diluvio les vendrá. Como la serpiente engañó a Eva y a Adán en el Edén, diciéndoles que no morirían, asimismo hoy día Satanás ha inculcado en muchos su idea de que el infierno es un mito medieval, o de que el castigo eterno supone un Dios cruel.
Se nos ha dado el mandato genérico de arrepentirnos y de creer el evangelio. Sabemos que el arrepentimiento y la fe los da Dios. La fe no es de todos y existen quienes se arrepienten por momentos, pero siguen sin creer todo lo que la Biblia dice. Sin embargo, hay también en las Escrituras textos que aseguran que Jesucristo murió por todos los pecados de su pueblo, que nadie puede ir a él si el Padre no lo envía, que todos los que le envía hacia el Hijo los resucitará en el día postrero.
La naturaleza humana es hostil ante Jesucristo. El evangelio que se anuncia es de tal importancia para el alma humana que sin él nadie podría ser salvo. Pero a pesar de esparcirse esa semilla de la palabra divina, no hay brote de la simiente a menos que existan otras condiciones. La condición fundamental es que el Espíritu Santo dé vida al corazón humano, que cambie su corazón de piedra por uno de carne, que el Padre lo haya destinado para vida eterna y que Jesucristo haya puesto su vida por tal criatura. No sabemos quiénes son los elegidos del Padre, simplemente anunciamos la misma palabra ante todos. Los que son de Dios las cosas de Dios oyen, los que tienen ojos verán, sin que se ofusquen porque Dios los haya amado a ellos y no a todo el mundo, sin excepción.
La prueba de lo que acá decimos está dada en el día a día. Aunque muchos son los llamados, la mayoría de ellos rechazan el mensaje de salvación. El Cristo crucificado que predicamos es la roca de tropiezo tanto para judíos como para gentiles. Sin embargo, para aquellos que son llamados (con llamamiento eficaz), tanto judíos como gentiles, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (1 Corintios 1:23-24).
Como consecuencia de haber sido llamado y de haber creído se presupone un cambio de actitud ante la vida. Ya habremos comprendido el propósito de nuestra existencia, llegando a saber que hemos de abandonar nuestra propia gloria y de poner freno a los pensamientos de vanidad. Dios no dará su gloria a otra persona, por esa razón también fue escrito que la salvación es por gracia y no por obras humanas, no sea que alguien se gloríe. Los que dicen haber sido llamados y haber creído el evangelio, pero todavía se resisten a la soberanía absoluta de Dios, sepan que hacen filas con el objetor levantado en Romanos 9. Ese objetor alza su puño contra el Dios soberano que decide el destino de los hombres. Ese objetor tolera el amor de Dios por Jacob, pero se incomoda por la injusticia que ve en el odio de Dios por Esaú. Para ese objetor Dios no debe inculpar a nadie, de tal forma que al hombre le resultaría vano el arrepentimiento, como necio el creer el evangelio, si Dios no da igualdad de poder a todos los hombres.
El profeta Daniel una vez escribió que nosotros como creyentes no debemos colocar nuestras oraciones en el piso de nuestra justicia, sino bajo la garantía de la gran misericordia de Jehová (Daniel 9:18). Pese a ser un profeta confesó sus culpas ante al gran Dios, ya que sabía que ningún hombre podría ser sostenido en su propia justicia (Salmo 143:2). Nuestras plegarias deben estar inspiradas en la actitud de Jesucristo, en el hecho de agradecer al Padre por lo que pensó y creó. Hágase tu voluntad, fue su ejemplo máximo; te alabo porque lo has querido así, has escondido estas cosas (el evangelio) de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. El objetor bíblico interpreta las cosas del evangelio a su propia voluntad lo cual demuestra que su viejo ídolo sigue en pie. El dios que se ha forjado como una imagen de lo que debería ser el Dios de la Biblia, toma fuerza y domina la interpretación de las Escrituras.
La teología extraña afirma que Dios sería injusto si predestinara a los hombres en base a Su propio juicio como Elector. Añaden que, si Dios ha predestinado a alguien para salvación o condenación, ha debido ser porque descubrió en sus corazones la actitud que habrían de tener cuando el evangelio les fuera anunciado. Ese es el corazón de piedra que les habla, porque el corazón transformado (como hablara el profeta Ezequiel) se pliega ante los mandatos de Dios. Mientras estos teólogos protestan contra el Dios Soberano, los ídolos de la cultura continúan esclavizando a los pueblos. Sexo desenfrenado, aborto, pornografía, tráfico humano, drogas, revueltas contra las instituciones, demuestran la desilusión que la humanidad tiene en cuanto a ciertas sanas costumbres. El amor que tengamos por las criaturas atrapadas en tantos pecados viejos y novedosos, nos hace hablar para que vean el camino de su liberación.
No hay ley humana como remedio para el mal, instalado en el alma de los que fuimos creados a imagen de Dios. El único escape y la única terapia es el evangelio, el cual se anuncia por doquier para que el que pueda oírlo con oídos que le hayan sido dados lo escuche y lo abrace. El amor a nuestro prójimo se ve no solo en el ayudarle con el suministro para la satisfacción de sus necesidades, sino también en el entregarle el juego de llaves del reino de los cielos (valga la metáfora). Solo Jesucristo tiene el poder para romper las cadenas de su esclavitud en el mundo de las tinieblas en que vive. Más vale una reprensión manifiesta que amor oculto.
Es vital comprender y creer el verdadero evangelio de Cristo. Cualquier otro evangelio –por muy parecido que sea al verdadero- es completamente anatema. La ley de Moisés nos enseñó la imposibilidad de alcanzar la justicia por nuestras obras. Ese es precisamente el tema central de la Escritura, que el hombre es incapaz de ser justo ante su Creador, por más mandatos que le hayan sido dados como si los pudiera cumplir. El capítulo 3 de la Carta a los Romanos nos habla muy claramente de la incapacidad humana ante Dios (no hay justo ni aún uno). Los mandamientos de Dios nos revelan lo que no podemos hacer, de manera que más bien prueban que no tenemos ningún libre albedrío. Nuestra tendencia es al mal, pero aún el mal es controlado y manipulado por el Creador para lograr sus fines sempiternos. La crucifixión del Señor es prueba de la maldad del corazón humano, pero testifica también de cómo el Creador condujo cada detalle revelado a sus profetas.
Nuestra falta de libertad no presupone la irresponsabilidad. Al contrario, el hecho de que Dios es libre significa que Él no debe responder ante nosotros ni ante nadie. Es la criatura humana la que debe responder por sus pecados, precisamente por su carencia de libertad para hacer lo que quiera o lo que pueda. El que Dios castigue el pecado es una muestra de la responsabilidad de la criatura ante sus fallas. La esclavitud de la voluntad no exonera a la criatura de su responsabilidad ante quien la creó. Nuestra naturaleza no es alguna posesión que tengamos, es más bien lo que somos. La nueva naturaleza del creyente lo hace una nueva criatura, con un corazón cambiado que produce nuevos frutos. La naturaleza del hombre caído lo hace permanecer en enemistad continua con su Creador. Busquemos a Dios, mientras puede ser hallado, señala oportunamente la Escritura.
César Paredes
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