Con este título quiero sintetizar el mito del libre albedrío con el concepto del anti-evangelio. Es indudable que la gloria de la salvación viene a ser el núcleo del objeto divino, del Dios que dijo que no daría a otro su gloria. Además, el hecho de que Jesucristo haya estado preparado como Cordero desde antes de la fundación del mundo, supone que el Padre no podía quedar mal ante las potestades celestiales creadas por Él. Cristo habría de recibir su gloria entera en tanto Redentor del pueblo escogido de Dios. Satanás busca su propia gloria y quiso levantarse contra su Creador para sentarse en su trono y recibir adoración. Su necedad es de tal magnitud que acá en la tierra le dijo a Jesús el Ungido que lo adorara a cambio de los poderes de su reino mundanal.
Si la criatura pidió adoración a su Creador resulta lógico que continúe en esa búsqueda de alabanza aunque sea con seres inferiores a él, como lo son los seres humanos. Para lograr tal objetivo lanzó la idea de la libertad humana, ya desde antaño en el Edén, cuando le sugirió a los primeros hombres que podían llegar a ser como dioses. La teología humana ha procurado la satisfacción de tal idea, al proclamar que para que haya responsabilidad humana debe existir libertad de acción y pensamiento. El anti-evangelio de Satanás busca apoyar tal idea, para arrebatar al menos la gloria divina en materia de redención, soberanía y disposición de los destinos humanos.
Con razón Pablo hablaba de la adoración a los demonios cuando se pretendía servir a los ídolos. Si bien un ídolo no es nada, apenas una confección humana muda y sorda, inútil para moverse o desear algo, sigue siendo un maestro de mentiras -en palabras de Jeremías. Si los demonios están detrás de ellos, es porque hacen daño a través de esos presupuestos humanos de lo que debería ser la divinidad. Pero Dios fue tajante, una y otra vez, cuando en palabras de uno de sus profetas podemos leer lo siguiente: Yo, Jehová; éste es mi nombre. No daré mi gloria a otros, ni mi alabanza a los ídolos (Isaías 42:8). Desde que Lucifer (Satanás) tuvo el deseo de subir a las alturas para ser semejante al Altísimo (Isaías 14:14), la batalla por la gloria divina es otra de las luchas que el Creador del malo para el día malo soporta con mucha paciencia. Esa paciencia es la misma que tiene para soportar a los vasos de deshonra preparados para destrucción eterna, hechos por Él mismo en tanto Dios soberano. De la misma forma hizo a Satanás para el día del mal, para que pudiéramos ver sus atropellos y acudir a Él como socorro y refugio. Así sucedió con la serpiente de bronce levantada en el desierto, para contemplarla y ser librado de la mordedura de los ofidios.
¿No ha sido dicho en forma reiterada que la salvación pertenece a Jehová y que es por gracia? Si por gracia no puede ser por obras, no vaya a ser que alguien se gloríe. Pero la teología humana busca retribuir el viejo sueño de Lucifer y recoger adeptos que peleen tal batalla. Ahora se habla de una semi-gracia, de una gracia parcial que no funciona del todo como útil, ya que depende de cada ser humano refrendarla, apoyarla, darle su visto bueno para que ella sea verdadera gracia. En otros términos, se ha fabricado a un dios que recibe por nombre Jesucristo, cuyo libro guía es la Biblia misma, cuyos pastores y profetas son los que dicen estar inspirados en las viejas Escrituras. Con todo ese ambiente que circunda al anti-evangelio no son pocos los que han caído en esa trampa, para lo cual parece que también han sido destinados.
La gracia divina implica que desde antes de la fundación del mundo Dios escogió a unos para salvación (Efesios 1:4), para nacer de nuevo por vía del Espíritu, descartando cualquier voluntad humana. A esas personas se les ordena creer el evangelio de Jesucristo para llegar a ser salvos. Una cosa no priva la otra, el ser predestinados para vida eterna no niega los pasos de la predicación del verdadero evangelio, la aceptación del mismo, el clamor de arrepentimiento que también se nos concede junto a la fe en el Hijo de Dios. Es conocido que hay contención en cuanto a la fuente de la fe como mecanismo de salvación, ya que los ministros del error sostienen que yace en el hombre. Ellos consideran la fe como un acto separado del Creador, como una pequeña gloria del ser humano que desea por cuenta propia su redención. Si le pone fe llega a ser aceptado por Dios, una premisa errada que conducirá inequívocamente a una conclusión errada.
Dado que la Biblia asegura que la humanidad entera murió en sus delitos y pecados, que no hay justo ni aún uno, que no hay quien busque a Dios (al verdadero Dios), que no hay ni siquiera uno que haga lo bueno, los defensores del anti-evangelio proponen que hay una gracia previa, una gracia que previene al hombre en cuanto a la vida eterna. Ellos aseguran -bajo la tesis del jesuita Luis de Molina- que Dios se despoja por un instante de su soberanía más absoluta para dar la oportunidad a la criatura de que tome una decisión libre y soberanamente humana respecto a la dádiva de su Hijo. De esta manera se llegaría al justo medio aristotélico donde el hombre participaría por igual de la predestinación divina junto a su libre albedrío que decidiría en última instancia su propio destino.
Por supuesto que esta es otra de las grandes mentiras teológicas de las que advertía Jeremías, al escribir sobre los ídolos como maestros de mentiras. El ídolo del libre albedrío lleva ese sendero como camino que pareciera recto pero que conduce a destrucción perpetua. Es por igual el ídolo de la tradición eclesiástica que interpreta la Escritura en forma privada, para perdición de todos los que creen en semejante teología. Si Dios dependiera de la decisión humana no habría necesidad de predestinación; lo que es lo mismo, si Dios tuviera que averiguar el futuro al mirar en los corazones humanos, no habría necesidad de predestinar. ¿Para qué predestinar lo que ya es seguro que acontecerá? Dios ya no sería Omnisciente por cuanto tuvo que averiguar el futuro en los hombres creados, no podría jamás pre-ordenar aquello que con certeza sucedería por voluntad humana.
Pero aparte de lo irracional de esa proposición molinista, la Biblia no da pie para ese desvarío teológico del anti-evangelio. Ni un solo texto de la Escritura apoya semejante contradicción con la Palabra Revelada. Damos por cierto lo que la Palabra revela: que los que somos nacidos de nuevo lo hemos hecho no por sangre, ni por voluntad de carne, ni por voluntad humana alguna, sino por Dios (Juan 1:13). Los que se aferran al anti-evangelio no hacen más que asumir la contingencia de la voluntad humana. Aquello que es incierto por naturaleza vendría a ser la roca sobre la cual se apoyan los ciegos guiados por ciegos, los pámpanos que no dan fruto, las plantas débiles que no tienen raíz profunda, todos aquellos que salieron de nosotros pero que no eran de nosotros, los mismos que quitan y ponen a la Escritura, los intérpretes privados de la Biblia, los que están destinados para tropezar en la roca que es Cristo.
La ilógica del anti-evangelio hace decir que Judas podía no haber traicionado a Jesús, si hubiese tomado otra decisión. Claro, por la vía del libre albedrío como supuesto, el Iscariote hubiera podido evitar que el Hijo de Dios anduviese como se había escrito de él. Adán pudo, por igual, no haber pecado, de manera que el Hijo de Dios habría quedado en ridículo junto a su Padre que habría fallado en su proposición (1 Pedro 1:20). Lo que sucede es que por el camino trazado del anti-evangelio Satanás pretende en sus fantasías y sueños despojar de la soberanía absoluta al Dios soberano, eterno e inmutable. Es el desvarío satánico el que le hace sugerir al Hijo de Dios -su propio Creador- que lo adore como criatura, que reciba lo que él más detesta, el mundo por el cual no rogaría la noche previa a su crucifixión. En esa locura luciferina el diablo deambula por la tierra consiguiendo adeptos que coreen al unísono el himno del libero arbitrio.
La locura de los que pretenden ser libres ante el Creador para darle el sí que suponen Él desea de parte de cada ser humano, ha hecho que se le rinda tributo tanto a Judas como a Satanás en materia de salvación. Han llegado a proponer que es gracias a la labor del infierno que tenemos un Redentor, ya que sin traidor no hubiese habido cruz y sin plan de hostigamiento contra el Hijo de Dios no hubiésemos podido alcanzar la vida eterna. Los que no llegan tan lejos se conforman con presumir de su propia gloria, ya que ellos fueron más sabios que sus vecinos, más inteligentes y más piadosos que aquellos que desprecian por completo la cruz de Cristo.
Esa forma de razonar es falaz, sin asidero lógico del más elemental. El que exista Satanás como criatura de Dios, formado para el día del mal, no presupone por fuerza se le deba agradecimiento. Lo mismo ha de decirse de Judas, que si su traición propició la crucifixión tampoco se le debe tributo. Ambas criaturas fueron formadas de acuerdo al propósito eterno e inmutable del Creador, para cumplir parte de sus planes eternos. En ningún momento encontramos en las Escrituras que los creyentes debamos agradecimiento a esas criaturas por llevar a cabo la maldad encomendada. Pero la falacia mostrada no es más que otro intento por despojar a Dios de su mandato como soberano potentado del universo creado, como si la criatura tuviese la potestad de rechazar lo que Dios programó, como si en algún momento de su vida el ser humano pudiese contender con Dios para resistirse a su voluntad (Romanos 9).
Los que se escudan tras la bandera del libre albedrío lo hacen bajo el auspicio de la supuesta dualidad entre responsabilidad y libertad. La diabólica doctrina del libero arbitrio hace que la crucifixión de Cristo haya sido un asunto que pudo no haber pasado, sino que gracias a la libre voluntad humana aconteció. Es decir, en el pensar de muchos teólogos -incluyendo una gran parte de los que dicen seguir las doctrinas de la gracia- se asume que Dios dejó al arbitrio de la vil naturaleza humana todo lo concerniente al mal y, en consecuencia, la criatura dando rienda suelta a las sugerencias de su corazón produjo todo aquello que se profetizó que sucedería. Un Dios bajo esas condiciones teológicas de los que tratan de defenderlo en relación a la aparición del pecado en el mundo, ha tenido demasiada suerte. Suerte por cuanto todo lo que dijo que sucedería aconteció sin que Él haya movido su mano en los asuntos del mal, suerte por cuanto habiendo destinado al Hijo como Cordero desde antes de la fundación del mundo permitió -y no decretó- que el pecado apareciese, que Lucifer se transformase en Satanás, que los corazones humanos sumergidos en su maldad natural confeccionasen un plan para asesinar a Jesucristo (cuando aún no había venido a la tierra, cuando aún no habían oído de él). Lo que todavía continúa asombrando es el hecho de que Dios, habiendo visto lo que sucedería por mandato humano, lo haya profetizado como cualquier plagiario que roba las ideas en los hombres y lo diera después a sus profetas. Pero asombra aún más el hecho de que siendo el hombre tan voluble en cuanto a deseo y voluntad haya mantenido su decisión de asesinar al Hijo de Dios en la forma en que la humanidad ideó tal plan.
Con esa teoría azarosa pretenden probar que Dios no necesita ser el autor del pecado, si bien dejan abierta la posibilidad de que un ser igual al Creador o una criatura de mucho poder lo haya creado y con ello haya forzado al Todopoderoso a aceptar cosas que no quiere aceptar por naturaleza. De allí que algunos de esos teólogos hayan dicho que Dios decretó permitir. Semejante descalabro lógico es digno de mostrarse en los anaqueles de la ignorancia intelectual más básica, para vergüenza de los que así piensan y creen. Con razón se ha escrito que el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, misma ceguera que les permitió atropellar la filología haciéndola decir que odiar es amar menos.
La influencia nefasta del anti-evangelio se contiene leyendo la Escritura y comprobando en sus textos la voluntad sempiterna de Dios. El Señor da vida eterna a todos los que el Padre le ha dado (Juan 17:2), asimismo rogó por ellos (Juan 17:9) y dejó al mundo por fuera de esa rotativa (Juan 17:9). Los que se pierden son los que tienen que perderse, de acuerdo a la Escritura (Juan 17:12), de manera que los del anti-evangelio son los que odian a los del verdadero evangelio de Jesucristo. Ellos odian a los que creen en la palabra de Dios sin avergonzarse, a los que no objetan Su manera de actuar para con los réprobos en cuanto a fe que Dios mismo preparó de antemano para destrucción eterna, para que tropiecen en la piedra que es Cristo, para alabanza de la gloria de su ira y justicia. De esta manera el amor de Dios por sus elegidos queda contrastado con el odio de Dios por sus reprobados, sin que medie en ninguno de los dos grupos obra alguna a favor o en contra.
La voluntad de Jesucristo fue que Dios nos santificara en la verdad, la cual es la palabra de Dios (Juan 17:17). Esa palabra por la cual el mundo nos aborrece (Juan 17:14), es la que podemos creer porque el Padre nos ha hecho nacer de nuevo, nos ha enseñado primero para enviarnos hacia el Hijo. De otra manera no podríamos haber llegado a creer habiendo oído aquella palabra de verdad enseñada por los apóstoles (Juan 17: 20). Finalmente, el anti-evangelio llevará a los suyos a la compañía del que les prometió en el Génesis que serían como dioses, mientras que el Señor llevará a los suyos adonde él está (Juan 17: 24). Y si el Padre ha amado al Hijo desde antes de la fundación del mundo, también ha amado a su pueblo escogido con igual amor eterno. El mundo no puede conocer a Dios, ya que sus cosas les parece locura y no puede discernirlas. El mundo conoce a su padre el diablo, a quien rinde tributo público y privado conforme a los rudimentos de su habitación terrenal y espiritual -la de las potestades del aire. El anti-evangelio no ha salvado un alma de los millones que lo siguen y proclaman, en cambio el evangelio de Jesucristo ha salvado absolutamente a todos los que el Padre le dio al Hijo para que los redimiera en la cruz (Mateo 1:21).
César Paredes
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