Como creyentes estamos llamados a juzgar continuamente, más allá de que se nos ha advertido que debemos hacerlo con justo juicio y que no juzguemos según las apariencias. También se nos dijo que no debíamos juzgar para no ser juzgados. Entonces, ¿cómo se conjuga esa aparente contradicción? Digo aparente, por cuanto no existe en lo más mínimo, más bien las advertencias a no juzgar en forma equivocada se hacen en pro de la exhortación para juzgar adecuadamente.
Juan recoge en su evangelio (7:24) uno de los textos de admonición, de los que frenan la tendencia natural y contaminada de hacer juicios o críticas que no son pertinentes. Lo mismo hace el hombre que no ha sido redimido, llamado por la Biblia hombre natural, de acuerdo a lo expresado por Pablo en 1 Corintios 2:14-15. Ese hombre incrédulo juzga las cosas del Espíritu de Dios como locura, razón por la cual sabemos que no hace un justo juicio. Más bien ese hombre natural juzga por las apariencias, ya que no pudiendo discernir esos asuntos del Espíritu los desecha como impropios y los tiene a menos en su estima.
Ese mismo hombre natural ha recibido la ley de Dios en su corazón (Romanos 1 y 3), para poder sojuzgar el bien y el mal. Sin embargo, los tribunales de justicia no siempre la imparten, aún las leyes civiles encierran proposiciones que van contra el sentido común de lo que es justo. La apariencia priva en el juicio, al igual que la reputación de la persona, o el ethos como credencial del juez, de todo el tribunal y aún del sujeto que va a ser juzgado. Lo mismo acontece en teología, en especial con la teología de la Escritura. Esa teología está compuesta por la doctrina de Cristo, la misma que fue enseñada por sus apóstoles y demás escritores bíblicos.
Muy a pesar de la claridad de la doctrina de Jesús, que es la misma que la del Padre, los intérpretes privados ajustan su sentido para acomodarla a su ideología de turno. Estos dicen que las buenas obras preceden la salvación, que la libertad es requisito sine qua non para la responsabilidad ante el Creador. Agregan que la previsión de Dios cuando predestina se basaría en haber mirado a través del tiempo en los corazones humanos para descubrir quiénes serían suyos y quiénes lo rechazarían. Buenas y malas obras salvarían a Jacob y condenarían a Esaú, como prototipos del destino humano. De esta manera Dios pasa a un segundo lugar, es antropomorfizado, deviene más humanista y permite que suceda todo aquello que no ha ordenado.
Significa lo dicho que aún la teología del hombre natural hace juicios, que sus teólogos también aplican su estándar o canon para juzgar lo que consideran viable en materia religiosa, separándolo de lo que consideran injusto en Dios. Al afirmar que Dios es amor quedaría por fuera el hecho de que haya elegido desde siempre amar a unos y odiar a otros, ya que un Dios que asume amar dejaría a un lado su capacidad de odio. Suena lógico dentro del ámbito del criterio natural humano, aunque contrasta en forma absoluta con lo que la Biblia declara. De hecho, en la Carta a los Romanos Pablo asegura que Dios odió a Esaú aún antes de que fuera concebido y sin haber mirado sus obras buenas o malas (Romanos 9:11 y 13).
Los que juzgan como injusto a Dios por esa declaratoria bíblica son los mismos que siguen sin comprender las cosas del Espíritu de Dios. A ellos les parece locura lo que leen, o lo que oyen, al mismo tiempo que les suena dura de oír esa palabra. Habiéndoseles tocado su tesoro más preciado, el concepto mítico del libre albedrío, su sistema dualista se tambalea. De esta manera se sienten peores que una marioneta en las manos del Altísimo y Omnipotente Creador. Parecieran repetir las palabras del objetor: ¿Por qué, pues, inculpa? Pues, ¿quién ha resistido a su voluntad?
Dar lo santo a los perros y las perlas a los cerdos sería juzgar con juicio injusto. El creyente está llamado a hacer continuos juicios, de otra manera ¿cómo podría probar los espíritus para saber si son de Dios? ¿Cómo podría identificar a un perro o a un cerdo, si se inhibe de hacer juicio para no ser juzgado? Muchas advertencias hay en la Escritura para que el creyente camine adecuadamente en este mundo al cual ya no pertenece. Tenemos que estar vigilantes para descubrir quiénes son los falsos profetas, los lobos disfrazados de cordero, los ciegos que guían ciegos hacia un mismo hueco. Tenemos que saber juzgar cuando alguien confiesa un evangelio diferente al que se predica en la Escritura, de otra manera ¿cómo podríamos decir que tal persona está metida en la maldición de Dios?
Jesús enseñó con mucha claridad que el mal árbol no podría nunca dar un buen fruto. Todo aquel que confiese un falso evangelio está dando el fruto del mal árbol. Por el contrario, el buen árbol siempre dará el fruto de la confesión del verdadero evangelio. Sabemos que una vez que el corazón de piedra ha sido quitado en el nuevo nacimiento, un nuevo corazón y un espíritu nuevo son dados para que se ame el andar en los estatutos de Dios. La oveja -la que ha nacido de nuevo- seguirá por siempre al buen pastor y jamás se irá de su lado hacia el extraño (Juan 10:1-5). Esa oveja no tolerará estar unida en yugo desigual con el extraño, con el falso hermano que no trae la doctrina de Cristo, con los que tuercen la Escritura aunque sea un poco.
El desvarío de los que militan en el otro evangelio ha llegado a una locura extrema. Muchos de ellos siguen los lineamientos de sus teólogos y gramáticos, repitiendo sin cesar que odiar significa amar menos, como si con esa falacia filológica pudieran amainar el sentido del odio de Dios por Esaú. En realidad el Señor está airado contra el impío todos los días, así como lo estuvo siempre contra Faraón, contra Judas Iscariote, contra los amalecitas, y como lo está con todos aquellos cuyos nombres no inscribió en el libro de la Vida del Cordero desde la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8 y 17:8).
La Biblia es muy clara al respecto, ya en Gálatas 1:9 Pablo nos dijo que cualquiera que confiese o predique un falso evangelio debe ser considerado maldito. Recordemos que los Gálatas no negaban a Cristo, ellos habían dicho creer en él y de seguro fueron bautizados, además de que eran miembros de aquella iglesia. Esos Gálatas se volvieron insensatos, como locos, faltos de entendimiento, cuando comenzaron a añadir algo más a lo que ellos entendían como teología de Cristo. Añadir y quitar a la palabra revelada conlleva maldición, de acuerdo al libro de Apocalipsis, de manera que agregarle aunque sea un poco de buenas obras, o de penitencia, al trabajo de Jesucristo implica haber considerado ese trabajo como incompleto.
Decir que Dios hizo su parte pero que ahora le toca al hombre hacer la suya, es dejar a Cristo como mentiroso cuando declaró que todo había sido consumado en la cruz. Una persona que ha sido declarada muerta en delitos y pecados, que odia a Dios por naturaleza, que no busca al verdadero Dios, que es injusta por definición, cuya oración y ofrenda son consideradas como abominación al Señor, no tiene ni puede tener la menor voluntad para hacer esa parte que se le pide. Si Dios hubiese pensado de esa manera, el infierno estaría repleto de personas y nadie sería salvo. Pero lo que esa persona del falso evangelio expone es que Jesucristo murió en vano y no conforme a las Escrituras (Mateo 1:21).
La Biblia denuncia que todos aquellos que colocan su propia justicia junto a la justicia de Cristo poseen dos características alarmantes: 1) es un ignorante de la justicia de Dios; 2) establece su propia justicia, la que ya ha sido declarada por Dios como inexistente. Más bien la Biblia ha enfatizado antes diciendo que la justicia humana es como trapos de mujer menstruosa. Es esa sangre impura la que no redime ni un ápice del alma humana, pero en cambio la sangre limpia del Cordero de Dios es la que quita cualquier mancha de todo el que es pueblo de Dios (Mateo 1:21).
La mentira de Satanás en el Edén sigue vigente en medio de la colectividad de los supuestos cristianos que solamente profesan pero que no han sido convertidos. Esa conversión solamente viene por vía sobrenatural, pero conviene denunciar la falsedad de los que se profesan cristianos y no lo son: Ciertamente no moriréis (Génesis 3:4). Quien dice creer pero da la bienvenida a quien no trae la doctrina de Cristo, participa de la mentira de Satanás. Y es que al hablarles paz -cuando no la hay- equivale a la repetición de aquella vieja mentira. Hacen sentir cómodos a aquellos cuya alma peligra, más allá de que todo haya sido decretado en la eternidad. Nuestro deber se da acá en esta historia en que nos toca vivir, sin que andemos bajo la conjetura de las suposiciones eternas. No sabemos quién creerá y quién no creerá, ese saber pertenece a Dios. Sin embargo, lo que sí sabemos es que este evangelio debe ser predicado para que puedan creer los que Dios tiene ordenados para vida eterna.
César Paredes
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