Ciertamente la Escritura habla acerca de no avergonzarse del evangelio, pero de aquel evangelio que es poder de Dios para salvación. Hay otros evangelios (como si no bastase el verdadero) que sí que dan asombro y son objetos de burla, de los cuales conviene avergonzarse. El dios que no puede salvar tiene que ser una divinidad sobre la cual conviene reírse, aunque es prudente señalarlo como una mentira. Ese es el Cristo que vino a morir por todos -sin excepción- contraviniendo los múltiples textos de la Escritura que dicen lo opuesto. Ese dios tiene como monumento a su fracaso el infierno de fuego, donde van todos aquellos que no pudo salvar.
Ahora bien, el evangelio de Cristo (el único evangelio enseñado igualmente por los apóstoles y demás escritores de la Biblia) no tiene nada de lo que un creyente verdadero deba avergonzarse. Pareciera que para los miembros del evangelio diferente genera vergüenza, ya que deben dedicar tiempo a la preparación de argumentos para la defensa de ese Dios de las Escrituras. En realidad, estando tan habituados al dios romántico, al que hizo los cielos y la tierra pero que hizo al hombre libre, con una libertad que es igual a la independencia respecto al Creador, los seguidores de la falsamente llamada ciencia de la teología ven impropio contemplar la soberanía del Dios de la Biblia.
Un miembro de la Sinagoga de Satanás (Apocalipsis 3) ¿cómo podrá concebir al Dios que decidió el destino humano aún antes de que las personas fueran concebidas, aún antes de que hiciesen bien o mal? ¿Cómo podrán soportar la afirmación bíblica acerca de que Dios hace el bien y el mal? ¿Acaso resistirán la declaratoria del profeta Amós, quien dijo bajo una pregunta retórica que Jehová ha hecho todo lo malo que acontece en la ciudad? ¿Y qué dirán de la afirmación de Salomón en cuanto a que Dios hizo al malo para el día malo?
Al mismo tiempo uno puede examinar el libro de Job y ve desde el inicio que fue Jehová quien le sugirió a Satanás que observara a su siervo Job. También puede uno cotejar en las páginas del Libro Sagrado que Jesús declaró muchas veces que nadie podía ir a él a no ser que el Padre lo trajese, y que todo el que es enviado por el Padre al Hijo será resucitado en el día postrero. Esto da a entender que los que se pierden son aquellos que el Padre jamás los envió hacia el Hijo.
De lo señalado uno debe concluir que Dios no vio en el futuro lo que habría de acontecer, ya que Esaú y Jacob fueron escogidos para fines diversos sin que hubiese necesidad de mirar lo bueno o lo malo que harían, sin mediación de sus obras, sino bajo el puro propósito de Dios como elector. Es allí donde aparece la ofensa de la cruz que muchos intentan hacer cesar. La cruz que ofende es la que humilla al hombre hasta el lodo, la que baja el orgullo humano hacia la nada. Contra esa cruz multitudes de supuestos creyentes han batallado día y noche por muchos siglos. Quienes así luchan son los mismos que objetan lo expresado en Romanos 9, los mismos que interpretan a su manera Juan 6, Juan 10, Efesios 1 y muchos otros textos. Estos luchadores sostienen que Cristo hizo su parte en el madero y que a cada quien le toca hacer la suya.
En otras palabras, la ofensa de la cruz dejaría de ser una vergüenza si al hombre se le atribuye libre albedrío para que coopere en el plan de salvación de Jehová de los Ejércitos. Al suponerse que no puede haber responsabilidad sin libertad, los opositores del evangelio enarbolan su bandera dualista con la cual se cobijan, en un intento por razonar sus argumentos. Sabemos que la doctrina de la cruz no es bien recibida por el hombre natural, ya que las cosas espirituales de Dios le parecen locura. El Dios soberano de la Escritura es para ellos demasiado soberano, teniendo tal poder que aplasta cualquier iniciativa humana de corredención.
Pero en su esfuerzo por torcer la Escritura el hombre natural (no redimido) llega a hacer la cruz de Cristo una cruz sin efecto. Pablo se maravilla de que los Gálatas se habían cambiado hacia un evangelio diferente, aunque reconoció de inmediato que no había otro evangelio.
El apóstol admitió que aunque no hubiera otro evangelio sí había personas que deseaban pervertir el evangelio de Cristo. La perversión referida es la de las obras humanas, el esfuerzo por combinar la gracia con el trabajo humano. No existe salvación de Dios junto a la salvación por el esfuerzo humano, ya que quien funda su redención en su propio esfuerzo viene a ser considerado anatema (maldito). Tal vez usted piense que la carta a los Gálatas habla de la ley de Moisés y lo que usted sostiene ahora no tiene nada que ver con esa ley, sino que se trata de una cooperación con Jesucristo. Pensemos por un momento que la ley representa obras, ya que fue dicho que quien hacía esas cosas viviría por ellas. La ley de Moisés tenía su fundamento en el hacer y dejar de hacer, como lo tiene igualmente el otro evangelio, el que afirma que Dios predestinó basado en su observación de las buenas y malas obras humanas.
Vemos que hay una flagrancia inmediata en el otro evangelio, en cuanto a la teología bíblica, ya que se infringe el principio de Romanos 9 que dice que Dios no miró en las buenas o malas obras de Jacob y Esaú para escoger sus destinos. Se añade que ellos ni siquiera habían sido concebidos. Y la Escritura ha dicho que ningún hombre es justificado por las obras de la ley, sino por medio de la fe en Jesucristo, hemos creído nosotros también en Cristo Jesús, para que seamos justificados por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley. Porque por las obras de la ley nadie será justificado (Gálatas 2:16). Esas obras de la ley son el hacer y dejar de hacer ciertas cosas para ser justificado.
Hubo una promesa dada a Abraham -el cual era antes que la ley-, y como él le creyó a Dios le fue contada su fe por justicia. Por eso fue dicho que el justo viviría por medio de la fe -no por las obras que hiciera; Porque si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa; pero a Abraham Dios ha dado gratuitamente la herencia por medio de una promesa (Gálatas 3:18). Vemos que nuestra herencia no vino por la ley (por las obras) sino por la promesa a Abraham. Sabemos igualmente que fue una promesa a un remanente dejado por Dios según su decreto eterno e inmutable, ese remanente que es su pueblo por el cual Jesucristo vino a morir por sus pecados (Mateo 1:21).
Tal vez esa promesa hecha a Abraham constituye motivo para la vergüenza que siente respecto al evangelio de Cristo el no regenerado. ¿Por qué a Abraham y a su simiente (en Isaac será llamada descendencia, la cual es Cristo)? ¿Por qué no extendió esa promesa a todo el mundo de la antigüedad? ¿Cómo es que ahora se reclama la inclusión de todos en la muerte de Cristo y se sigue sin dar importancia a los que murieron sin ser incluidos antes de su muerte? Pareciera que quienes así se oponen a la cruz de Cristo ven dos tipos de divinidades: el Dios del Antiguo Testamento, mucho más severo que el Dios del Nuevo Pacto. Pero olvidan los que así piensan que es el mismo Dios en tres personas, que Jesucristo estuvo en la creación (Juan 1) y que por él y por medio de él fueron creadas todas las cosas. Fue él el que hizo el pacto con Abraham, además de que Dios es Uno y no existe división de opiniones en la Divinidad Revelada.
La ley no era capaz de vivificar, por lo que la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada por la fe en Jesucristo a los que creen (Gálatas 3: 22). ¿Resulta que ahora me he hecho vuestro enemigo por deciros la verdad? dice Pablo en Gálatas 4 verso 16. Uno se vuelve enemigo de los que tienen el otro evangelio, pero no por placer nuestro sino por no decirles paz cuando no la hay. Creer en otro Jesús es algo que no es digno de seguir, justo es denunciarlo porque en eso se demuestra amor. Los cristianos que profesan serlo pero que no siguen la doctrina de Cristo deberían entender de una vez lo que Juan aseguró al respecto: que ellos no tienen ni al Padre ni al Hijo. Nos preguntamos, ¿cómo, pues, tendrán al Espíritu que ha sido dado como arras de nuestra redención final?
Un poco de levadura leuda toda la masa, he allí el peligro de tolerar falsas doctrinas que se extienden como los fermentos en la congregación de los justos. Los que solo profesan ser cristianos son los que tuercen la Escritura, los que se dan a la interpretación propia (herejía), los que construyen filosofías que pretenden dar cuenta de su desvarío doctrinal. Son los mismos que separan el corazón del intelecto, para poder afirmar su necedad de amar a Cristo aunque no entiendan su doctrina. Para ellos permanecerá incólume la ofensa de la cruz que parece sugerirles el único evangelio.
César Paredes
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