La gracia de Dios es tan irresistible como lo es su reprobación. Jacob y Esaú son un paradigma de lo que significa la soberanía absoluta de Dios. Cuando Jesús escogió a sus discípulos, observamos que ninguno de ellos se resistió, ni hubo preparación alguna o trabajo previo del Espíritu Santo. Uno de ellos le dijo que tenía que enterrar a su padre, pero el Señor no lo esperó ni le sugirió que se ocupara de los asuntos de los muertos. Más bien le expuso que la salvación no había llegado a la casa de su progenitor, quien sería enterrado por los muertos (espirituales): deje que los muertos entierren a sus muertos.
Si el Señor hubiese sido diplomático, de seguro hubiese ido al entierro; tal vez le hubiese ofrecido la redención eterna al papá del elegido discípulo. En cambio, le dijo que su padre había muerto eternamente, ya que sería enterrado por otros muertos en vida. El futuro discípulo lo siguió sin renuencia, ya que la falta de resistencia a la gracia soberana ha hecho que el nuevo nacimiento sea realizado sin preparación previa alguna. No hay trabajo de parto, no hay rompimiento de fuentes, es el poder de Dios en acción. Nadie puede resistir la voluntad de Dios, afirma el objetor levantado en Romanos 9. Incluso Nabucodonosor declaró unas palabras sublimes acerca del Dios irresistible, el que hace como quiere entre los habitantes de la tierra.
El profeta Elías al preparar el holocausto para Jehová ordenó colocarle agua a las piedras, a los leños, a la trocha hecha en torno al altar. Esto demostraba que el Dios a quien servía no necesitaba de condiciones previas para demostrar su poder absoluto. El fuego descendió del cielo y la humedad de los leños no impidió que se consumiera de inmediato la ofrenda. Sería un absurdo el solo pensar que un muerto en delitos y pecados tuviese que prepararse a sí mismo para llegar a ser salvo. Como si tuviese la habilidad de arrepentirse y de confesar sus pecados antes de que le fuese otorgada la fe como regalo de Dios. El Espíritu Santo no prepara a la persona que ha de nacer de nuevo, no necesita hacer un ritual preparatorio para hacer suave la resurrección espiritual.
El pecador tampoco puede desear aborrecer el pecado, a no ser que estime las consecuencias sociales y judiciales que conllevan ciertos delitos. Pero no estima en nada el pecado contra Dios, sino sus faltas contra la ley del Estado en el cual vive. En materia del espíritu humano le ha sido dada una declaración descriptiva: está muerto y odia a Dios. ¿Cómo puede alguien como el Faraón, o como Esaú, sentir remordimiento por aquello que hace contra su Hacedor? Saulo de Tarso suponía que hacía bien y que rendía tributo a Jehová, pero no fue sino hasta que el Señor lo iluminó que pudo ver la iniquidad de su corazón. Por esa razón Pablo pudo escribir en el capítulo 7 de su Carta a los Romanos que se sentía miserable cuando hacía lo malo que odiaba, además de sentirse incómodo e igualmente en la miseria cuando se inhibía de hacer lo bueno que deseaba. Saulo de Tarso jamás expresó tal lamento delante del Señor, ni agradeció al Eterno por Jesucristo, más bien se gozaba de torturar a muerte a los creyentes y de perseguir por doquier a la iglesia del Señor.
Una persona no convertida será siempre incapaz de anhelar al Espíritu de Cristo. Esa persona podrá oponerse al decreto general de Dios, al mandato de ley que tenemos todos los seres humanos de arrepentirnos y de creer el evangelio. Pero esa imposibilidad de acudir a Cristo sin ser llamado no presupone irresponsabilidad, más bien habla de su castigo inminente. No existe la dualidad entre libertad y responsabilidad, no hay una presunción de libertad para poder llegar a ser responsable ante Dios de los propios actos. La humanidad entera murió federalmente en Adán, de manera que recibirá la paga por su pecado que es la muerte eterna. Sin embargo, ha sido Dios quien se ha dejado un remanente para Sí mismo, ha sido Él quien ha escogido un pueblo para ser liberado de la muerte ocasionada por el pecado. Al mismo tiempo ha sido Él quien ha hecho de la misma masa de barro objetos de deshonra para destrucción eterna, para mostrar en ellos su ira y justicia por el pecado.
Ante esta demostración de soberanía divina, el objetor se levanta en clara acusación a su Creador. El dice que Dios es injusto, que no debería inculpar a quien no puede resistirse a su voluntad. Acá está el punto de quiebre de muchos que dicen ser humildes ante la presentación del evangelio, de muchos que han profesado una fe que no les ha sido dada. En esta encrucijada son muchos los que se extravían por la vereda ancha que lleva a perdición. Hay quienes han dicho que Dios es peor que un diablo, que es más dañino que un tirano. Otros también se han opuesto a esa declaratoria bíblica y han torcido la Escritura. Han llegado a afirmar que odiar es amar menos, que es prestar menos cuidado a la criatura. De igual forma aseguran que ese relato de la Biblia se da en el contexto del Israel nacional y no hace referencia a individuos particulares. Incluso hay predicadores famosos que aseguran que su corazón se rebela contra todos aquellos que colocan la sangre del alma de Esaú a los pies de Dios.
En realidad, pensar a Dios como alguien que escoge a los que va a condenar eternamente sin mirar en sus obras, ni buenas ni malas, desde antes de ser concebidos, ha venido a ser el punto álgido de sometimiento a la voluntad divina. Es allí donde hay que decir que el Juez justo habrá de juzgar justamente a toda la tierra. Y si Dios hace eso con los reprobados, sin que ninguno de ellos pueda resistirse, ¿no habrá de tener igual poder en materia de redención? Sin lugar a dudas que nadie se le resistirá y nadie tendrá que estar preparado con rituales religiosos previos a su conversión. No hay tal cosa como la aflicción del alma impía a la espera de la redención. Porque si Dios no miró en las obras en materia de condenación, ¿por qué habrá de hacerlo en materia de redención? Ya lo dijo Él en cuanto habló de Jacob, que fue escogido sin mirar en sus obras buenas o malas (lo mismo que Esaú). En realidad es Dios quien resucita a la persona, como lo hizo con Lázaro.
Por cierto, a Lázaro no se le preguntó si quería volver a la vida, tampoco se le pidió fe como para poder demostrar el poder de Dios sobre la muerte. Una palabra del Señor bastó para que saliera de su tumba, como una palabra del Señor bastó para que cada discípulo le siguiera a su mandato. Las aguas del mar embravecido se aplacaron a la voz del Señor, sin que hubiese una previa preparación para realizar esa obra sobrenatural.
Los milagros de Jesús atestiguaban de su poder y de su autenticidad como Hijo de Dios. Al paralítico lo levantó de una sola vez y le perdonó sus pecados, si bien hubo un ciego a quien le abrió los ojos poco a poco. Eso debe estudiarse con el cuidado del contexto, para entender que no se trataba ni de falta de fe del invidente, ni de mengua de poder en Jesucristo. Así que no hay una preparación previa al nuevo nacimiento, como si Dios necesitase un corazón más tierno y más dispuesto a sus asuntos para poder actuar en consecuencia. Dice la Escritura que el pueblo de Dios lo será de buena voluntad en el día de su poder, que seremos enseñados por Dios para poder ir a Jesucristo. El acto operativo del Espíritu es inmediato, es poderoso, es sobrenatural, sin que se le pueda resistir en lo más mínimo. ¡Como si un muerto pudiera lidiar con quien lo devuelve a la vida!
La voluntad humana no colabora en lo más mínimo con la voluntad divina cuando esta última decide que llegó el día de salvación. La razón es obvia, porque el hombre caído tiene una voluntad muerta en delitos y pecados, porque no hay quien busque al Dios verdadero, porque el corazón del hombre inicuo es perverso más que todas las cosas, porque se hace necesario que le sea quitado el corazón de piedra para dársele uno de carne. Y es que no hay justo ni aún uno, de manera que es a través de la justicia de Dios -la cual es Jesucristo- que podemos ser declarados justos. Somos justificados por la fe de Jesucristo, como lo fueron todos aquellos que creyeron en el que habría de venir, mientras miraban a Dios para ser sostenidos. Todos los sacrificios del Antiguo Testamento, cuando se hacían en el entendido de que eran una sombra de lo que habría de venir, redundaba en beneficio espiritual de los oferentes.
Ahora no hay más sacrificio que hacer, ya que la ofrenda de Jesús por el pecado fue suficiente. El vino a morir por los pecados de su pueblo (Mateo 1:21), sin tener desperdicio alguno en la expiación. De hecho, no quiso rogar por el mundo (Juan 17:9) sino solamente por los que el Padre le había dado y le daría por medio de la palabra anunciada. El evangelio se hace imperativo por cuanto no podrán invocar a quien no se conoce, ni podrán conocer al Salvador si no es presentado. Cuando Lázaro volvió a la vida de seguro pudo oler la mortecina que se desprendía de las vendas que lo habían envuelto, como sucede naturalmente cuando uno toma conciencia del pecado una vez que está en la presencia del Señor. No es antes, cuando el muerto puede apercibirse de su mal olor, sino después que ha sido devuelto a la vida.
Así parece haberlo señalado el Señor cuando estuvo con sus discípulos y les lavó solamente los pies. Ellos ya estaban limpios, pero no lo estuvieron cuando él los llamó por vez primera. En esa ocasión estaban sucios y muertos como el resto de la humanidad no redimida, de manera que no es por nuestra vocación de santidad que hemos sido llamados de las tinieblas a la luz sino por la misericordia divina manifestada a nosotros, de acuerdo a los planes eternos para con los elegidos. Las cosas del Espíritu de Dios son locura para el hombre no regenerado, sin que éste pueda producir el buen fruto (1 Corintios 2:14; Mateo 7:18). Las misericordias del hombre impío son crueles y sus oraciones son una abominación (Proverbios 12:10; 28:9). El hombre que no ha nacido de nuevo ama las tinieblas porque sus obras son malas (Juan 3:19), en tanto es esclavo del pecado (Romanos 6:17,20). ¿Cómo puede tal persona colaborar en lo más mínimo en el acto de su redención? El Espíritu de Dios no necesita colaboración alguna, ni trabaja a su prospecto como si le fuese difícil volverlo a la vida. Hace como quiere y de donde quiere sopla, ya que nadie puede resistirse a su voluntad. Si pudiésemos resistirlo nadie sería salvo.
César Paredes
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