Mi?rcoles, 22 de mayo de 2019

Jesucristo dijo que todo lo que le daba el Padre iría a él. Agregó que él lo resucitaría en el día postrero. El partícula neutra lo no tiene en este caso la función de artículo, más bien tiene el propósito de hacer las veces de pronombre que antecede al relativo. Cuando la alocución aparece en conjunto o yuxtapuesta como en lo que,  es las más de las veces un pronombre (de acuerdo al contexto) aunque en otras ocasiones funciona como artículo.  En la frase que nos ocupa, Jesucristo está hablando de aquello que el Padre le da, por lo tanto la alocución lo que es un pronombre que reemplaza a las personas que el Padre le envía. En otro términos, Jesús indica que absolutamente todas aquellas personas enviadas por el Padre hacia él no serán echadas afuera, más bien serán resucitadas en el día postrero.

Con tal afirmación el Señor asegura la redención de todos los que son enviados por el Padre.  Y en eso constituyó la oración del Getsemaní cuando decía que aquellos que le habían sido dados habían sido guardados. Ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de perdición (Judas) para que la Escritura se cumpliera. En otro momento agregó que esas personas enviadas por el Padre estarían refugiadas en sus manos y en las manos del que es mayor que todos, el Padre mismo. Esto es prueba de la seguridad extrema de la salvación para cada creyente que ha sido enviado por el Padre al Hijo. Por otro lado, Jesús también dijo que nadie podía ir a él a menos que se cumpliera una condición. La única manera de ir a Jesús es si el Padre lo lleva, no hay otra forma posible para acudir a Jesucristo. Se puede tratar de ir a él por cuenta propia, como si se tratase de un líder religioso, como si se siguiera a un dios que es inútil, que muere por todos pero no salva a ninguno. Si ese fuere el caso, el Señor dirá al final que nunca conoció a tales personas, por lo tanto nunca tuvo comunión con ninguno de ellos.

El indefinido todo tiene su sentido pleno en la alocución lo que. El todo puede referirse a su pueblo, a sus amigos, a su iglesia. Asimismo hace referencia a los que son creyentes, pero bajo el entendido siempre de haber cumplido la condición sine qua non (sin la cual no se puede nada). Esa condición ya dijimos que era el hecho de que el Padre los envíe hacia el Hijo, ya que es imposible ir a Cristo si el Padre no nos envía. Ese es un círculo cerrado que no es susceptible de ser  violado, refrendado en la Escritura por múltiples pasajes que así lo demuestran. Por esa razón Jesús dijo también en el Getsemaní (la noche antes de ser crucificado) que no rogaba por el mundo.  Ese mundo dejado por fuera son todos aquellos que el Padre no envió hacia el Hijo, parte de los cuales le dirán en el día final: Señor, en tu nombre hicimos señales y milagros, obras grandes de caridad.

La Biblia nos deja cierta luz acerca de la razón por la cual Dios escogió los dos grupos representados en Jacob y Esaú. El fin de todo es mostrar la gloria de su ira y justicia por el pecado, así como la gloria de su misericordia. De allí que se haya escrito que la fe, la gracia y la salvación son un regalo de Dios.  No vale el mito del libre albedrío propagado por el falso evangelio de la expiación universal, como si Jesucristo no hubiese muerto solamente por su pueblo (Mateo 1:21 y Juan 17:9).  Si hubiese habido una expiación universal que salvase al hombre en potencia, donde la actualización de esa redención dependiese de la voluntad humana, Jesucristo no sería la diferencia entre salvación y condenación. La gloria sería del hombre, de su atributo de libertad, de su voluntad que toma o desprecia esa redención. La gracia tampoco sería tal, ya que vendría a ser un salario que se paga por el trabajo humano. Esa expiación universal sin excepción alguna implicaría que Jesús murió por los que yacen en el infierno. Su sangre no fue capaz de redimirlos, muy a pesar de que expió todos los pecados de ellos en el madero. Muy a pesar de haberlos representado en la cruz, el Señor fracasó parcialmente, si se siguen los lineamientos de esa expiación por todos los hombres sin excepción. La lógica acá es muy simple: Si Cristo murió por todo el mundo y hay muchas personas condenadas, la decisión final descansa en el pecador y no en el redentor. El hombre vendría a ser, en esta teología del otro evangelio, el que hace algo que amerite su redención final.  

La Biblia asegura que no hay justo ni aún uno, que no hay quien busque al Dios verdadero. Esa es la razón por la que el Padre interviene para enviar a sus escogidos hacia el Hijo, de manera que a partir del nuevo nacimiento realizado por el Espíritu todos los renacidos participamos de buena voluntad, deseando los mandatos de Dios. Además, la Escritura agrega que no depende del que quiere ni del que corre, no depende de esfuerzo humano alguno, sino solo de Dios que tiene misericordia. Pero de inmediato añade que al que Dios quiere endurecer también endurece (Romanos 9:18). Sabemos la atracción que ejercen los ídolos sobre los seres humanos. La Biblia anuncia que lo que la gente sacrifica a sus ídolos a los demonios sacrifica. Hay un ídolo que no está vaciado en yeso o metal alguno, que no ha sido confeccionado con madera o cualquier otro material, pero que también ha nacido desde el pozo del abismo. Su poder es grandioso como su atractivo para el humanismo, se trata del libre albedrío. Mediante este ídolo la gente puede gloriarse a sí misma, dándose el tributo de la inteligencia, de ser mejor que su prójimo, ya que por medio de él alcanzó la vida eterna. Pero nada más lejos de la realidad, muy a pesar de que numerosas congregaciones llamadas iglesias se inclinan ante tal abominación. Recordemos que ese ídolo se presentó por primera vez en el Edén, cuando la serpiente engañó a Eva y le dijo que sería como una diosa -y Adán sería como un dios- conociendo el bien y el mal. Ese conocimiento llevaría como denominador común la libertad de elección entre lo bueno y lo malo, elección que empezaría en el momento mismo en que decidiera desobedecer el mandato del Creador. Sabemos que eso tenía que acontecer, pues como dijo Pedro el Cordero de Dios ya estaba preparado desde antes de la fundación del mundo, para ser manifestado en el tiempo apostólico (1 Pedro 1:19-20). Si Cristo estuvo preparado desde esa época, Adán tenía que pecar; de lo contrario el Hijo de Dios no hubiese tenido la gloria de Redentor.

Pero visto desde la perspectiva del otro evangelio, desde el engaño de los falsos maestros, el infierno viene a ser un monumento al fracaso de Dios. Claro está, si Cristo se propuso morir por toda la raza humana, sin excepción alguna, la muchedumbre que se pierde atestigua de su fracaso. Sin embargo, el Señor aseguró que no perdería nada de lo que el Padre le enviara. Esto nos lleva a la conclusión inevitable acerca de que los que se pierden no fueron objeto de la redención del Señor en la cruz. Cristo no representó sino a su pueblo, al cual vino a salvar de sus pecados (Mateo 1:21). Es el amor de Dios el que marca la diferencia, ya que si le amamos a Él es porque Él nos amó primero (1 Juan 4:10 - 19). Ese es el amor de Dios por Jacob, a diferencia de su odio por Esaú, escogido como vaso de ira para la gloria de Su justicia. Fue el Todopoderoso el que endureció el corazón del Faraón para que no dejara a los israelitas salir de su dominio.  Aunque suene extraño, fue Dios el que hizo al Faraón desobedecer a su propio mandato dado a través de Moisés.

Precisamente esas declaraciones bíblicas enardecen no solamente a los incrédulos oficiales sino también a los que se dicen creyentes y no lo son. Son ellos los principales opositores que hacen fila con el objetor levantado en Romanos 9. De inmediato salen a la defensa de Esaú, del Faraón, aduciendo que ellos se perdieron en virtud de su libre albedrío, pero jamás por el hecho de que hayan sido destinados para tal fin. Lo  que sucedió, alegan en su fábula libertaria, es que Dios previó todo cuando miró por el túnel del tiempo y descubrió lo que iba a suceder. Por esa razón, aseguran en su desvarío teológico, fue predestinado Jacob para salvación y Esaú para perdición. Entonces uno tiene que preguntarse por respeto a la razón, ¿para qué predestinar lo que ya es seguro que sucederá? Por otro lado, ¿cómo podría Dios ser omnisciente si tiene que ir a averiguar en los corazones de las personas que ha creado la manera en que actuarán en el futuro? Nada más lejos de la declaratoria bíblica, pues Jehová endurece a quien quiere, envía espíritus de mentira en medio de los profetas, inclina el corazón del rey hacia todo lo que Él quiere. Incluso lo malo que acontece en la ciudad Él lo hace (Amós 3:6). Un Dios con semejante soberanía es repudiado por los que lo odian, para lo cual parecen haber sido destinados. A no ser, claro está, que en medio de esa gente haya ovejas que a su debido tiempo serán llamadas por el buen pastor.

Pero los réprobos en cuanto a fe fueron destinados para tropezar en la roca que es Cristo, una roca de ofensa que les cae encima. La doctrina de la predestinación ofende mucho al corazón humano que está caído, como también lo dijo el Señor a aquel grupo de personas que lo seguían pero que se escandalizaron por sus palabras. El les preguntó: ¿Esto os ofende? (Juan 6:61). La ofensa se produce porque el planteamiento toca el orgullo humano que gira en torno al ídolo del libre albedrío. Si uno le dice a los idólatras que sus ídolos son una mentira, que ellos sirven a un dios que no puede salvar, es natural que haya ofensa en ellos. Les parece quedar desnudos ante un gran público, por lo cual agreden a los que le anuncian la buena nueva de salvación de acuerdo a todo el consejo de Dios. No me hables así, exclaman algunos cargados de ira.

El hombre regulado por sus delitos y pecados no quiere escuchar que fue Dios quien lo hizo de esa manera, más bien prefiere decir que ellos se hicieron así como están hechos. La razón para asumir tal carga no descansa en el hecho de su aparente humildad, sino en que ellos se hacen amos de su arbitrio y de esa manera tienen la potestad de cambiar el curso de su vida cuando lo deseen. Dejar en manos de Dios su destino implica quedarse sin el abrigo de su ídolo, por lo cual insisten en su falsa piedad aduciendo que Esaú se perdió a sí mismo. Por esta vía también intentan defender a Dios de los objetores que lo acusan de injusto, como si ellos mismos no lo estuviesen haciendo al asumir cada palabra de la Escritura. Dios no es un vigilante que supervisa, es más bien el que controla cada detalle de la vida de cada persona, de cada ser creado, de todo su universo.

De hecho, la crucifixión del Señor fue el evento más atroz del universo. A través del sacrificio del Hijo de Dios vemos pecado tras pecado. Cada uno de ellos fue planificado y ordenado por el Padre Eterno, declarado a sus profetas y cumplido por los malhechores. De Judas fue escrito un ay por lo que haría, pero al mismo tiempo se le dijo que hiciera pronto lo que tenía que hacer (Lucas 22 : 21-22).  Los defensores de Esaú deberían defender por igual a Judas y al Faraón, así como a cada réprobo en cuanto a fe que fue destinado de antemano para tropezar en la roca que es Cristo. Bajo el clamor de por qué, pues, Dios inculpa, si nadie ha resistido a su voluntad, los ciegos guías de ciegos se aferran a su ídolo del libre albedrío. Ellos dicen que debe existir compatibilidad entre la responsabilidad humana y la libertad de acción, pero se equivocan en cuanto a la libertad del Dios soberano que hace como quiere. La criatura no podrá jamás alegar contra su Creador para demandarle por sus acciones. Como si el tiesto de la tierra pudiera objetar a su alfarero, como si el leopardo pudiera mudar sus manchas.

Cierto es que todo lo que el Padre le da al Hijo irá hacia él. La seguridad de la salvación descansa no en los hombros del ídolo del libre albedrío, no en los brazos de un dios que no puede salvar al haber muerto por todos sin excepción, no en las manos del que haya dejado al arbitrio de los muertos el volver a la vida por cuenta propia (el hombre no puede nacer de nuevo por sí mismo, por voluntad de varón). Más bien esa seguridad reposa en las manos protectoras del Hijo y del Padre, de acuerdo a los planes eternos del Dios inmutable que nos predestinó en Cristo, para ser adoptados como hijos y ser coherederos del reino eterno. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos! (Romanos 11:33).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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