Lunes, 20 de mayo de 2019

El manzano no dará jamás higos, ni el limonero se cubrirá de naranjas. ¿Puede una cabra llegar a ser oveja? Como si el leopardo pudiera cambiar sus manchas, o el etíope su piel, así tampoco el muerto en sus delitos y pecados podrá mirar la ubicación de la medicina. Esas son premisas generales escritas en la Biblia, todas las cuales continúan con premisas particulares que se ligan en forma lógica para que cada quien llegue a la correcta conclusión. Si el Creador odió a Esaú, aún antes de ser formado, sin que mediara en él obra buena o mala, ¿podrá un réprobo en cuanto a fe alcanzar la salvación? Esa maldición es insuperable como imposible le resulta al hombre altercar con su Creador. El Dios de la Biblia es presentado como el soberano que hace como quiere sin tener quien le contradiga.

Aún al malo hizo Dios para el día malo, aún lo malo que acontece en la ciudad ha hecho el Señor (Amós 3:6). De igual forma destaca la soberanía de su misericordia, ya que da su gracia junto a la salvación y la fe (Efesios 2:8), así como se compadece de quien quiere (Romanos 9:18). Al que Dios ama, como lo hizo con Jacob, lo ama con amor eterno (como se lo dijo a Jeremías), sin que le importen tampoco las obras buenas o malas. También lo hace desde la eternidad, ya que todo esto acontece antes de que el individuo sea concebido, habiendo sido escritos sus nombres en el libro de la vida del Cordero previamente a que el mundo fuese fundado. Incluso, ese Cordero fue preparado mucho antes para ser manifestado en el tiempo en que vino como Verbo hecho carne (1 Pedro 1:20).

Los escogidos de Dios una vez que han sido llamados eficazmente son declarados intocables, sin que nadie los pueda condenar. Ellos fueron justificados y perdonados, de manera que solo aguardan pasar a la presencia física de Cristo cuando les llegue el momento de su partida de este mundo. Esa seguridad y alegría la tiene el creyente en lo más íntimo de él (lo que se considera ahora el corazón, como metáfora de lo más preciado del hombre), de manera que de lo que le abunda en ese sitio su boca lo confesará.

Claro está, no solamente hará confesión de su alegría sino de la causa de esa felicidad. En realidad para poder tener ese gozo el creyente ha tenido primero que nacer de nuevo. Esa actividad la hace Dios en forma directa, sin que opere voluntad humana alguna. Dios usará la predicación del evangelio verdadero para que su oveja llegue a oír el llamado, para ser instruido por Dios para que acuda hacia el Hijo. Jesús ha afirmado que ninguna de las ovejas se irá jamás tras el extraño, lo cual indica que nunca confesará de su corazón el evangelio del extraño. Una oveja redimida tiene esa característica inequívoca, la confesión del evangelio de Jesucristo.

El corazón malo de las cabras dará el fruto malo que les es propio al corazón de ellas (Lucas 6:43-44). El fruto al que refiere el Señor es lo que se habla a través de la boca, en tanto producto de lo que abunda en el corazón del hablante. Si uno se remite a lo que confesaban los fariseos y saduceos de la época en que estuvo el Señor en medio de sus discípulos, uno podrá verificar lo que ellos creían en sus corazones. Por ejemplo, los saduceos no aceptaban la resurrección de los muertos, mientras los fariseos suponían que obedecían a Dios guardando la formalidad de la ley de Moisés. Ellos se atrevían a decir que sí que se podía cumplir la ley sin necesidad de reconocer que era por causa exclusiva del Todopoderoso que alguien podía ser salvo. Ellos se apegaban a la tradición de su sabiduría adquirida a través de sus ancestros, a sus estudios de la Torá, a sus Talmudes que describían la interpretación de los grandes maestros de la ley. Por eso oraban diciendo que no eran como los pecadores publicanos, sino que su piedad y religiosidad les garantizaba el ser oídos por el Creador.

La parábola que Jesús presentó sobre los que van al templo a orar describe la justicia humana poseída por los fariseos, los cuales pensaban que por su libre voluntad podían agradar a Dios a través de la religión oficial y tradicional de sus padres. Ellos se ufanaban de ser los que podían interpretar la ley, los que decidían quiénes eran culpables o inocentes ante Dios. Precisamente, Jesús indica que los enaltecidos fariseos serían humillados y jamás serían oídos por Dios (Lucas 18:9-14). Los fariseos, como los que hoy los imitan, también han colocado la confianza en sí mismos, sin que sean justificados ante Dios.

Jesús nos dijo que nuestra justicia tenía que ser mayor que la de los fariseos. Si ellos tuvieron el rasero bien alto -y no alcanzaron la justicia de Dios- ¿cómo podemos nosotros ser más justos que ellos? La única respuesta que nos da la Escritura es la justificación que Jesús hizo por su pueblo (Mateo 1:21), ya que solamente si el Señor llega a ser nuestra pascua podemos estar ciertos en que nadie podrá condenarnos. El mismo Jesús lo enseñó en diferentes ocasiones, una de las cuales es bastante conocida. El evangelio de Juan relata el hecho de que Jesús anunciaba a muchos que lo seguían por días que nadie podía venir a él a no ser que fuese traído por su Padre. Es decir, no dependía del que quisiere ni del que corriere, sino de la misericordia de Dios. La garantía resultante es que el Señor no echará jamás afuera a los enviados del Padre, que nadie los podrá arrebatar de sus manos, ni de las manos de su Padre, que el Espíritu Santo nos anhelaría con vehemencia, que nunca jamás nos iríamos tras el extraño.  Además, todas las cosas -y no solamente algunas de ellas- nos ayudan a bien. Por otro lado, al morir partiremos con el Señor, lo cual es muchísimo mejor que estar en esta vida.

Claro está, hay muchas buenas obras para andar en ellas, sin que nuestro corazón desee el pecado y lo siga como cuando estuvimos perdidos como los que andan sin Cristo. Seguimos pecando como consecuencia de ese germen quedado en medio nuestro, porque si no pecásemos no tendríamos al Señor como nuestro intercesor ante el Padre. Pero lo cierto es que ningún creyente practica el pecado -Juan incluso llega a decir que el creyente no peca. Lo que se implica de lo dicho es que el creyente que está pecando no está feliz, ya que ¿cómo viviremos aún en el pecado? El Espíritu que nos anhela celosamente se contrista en medio de nosotros, batalla por igual contra la vieja naturaleza que poseemos y nos conduce a toda verdad.

Tener celo por Dios no garantiza nuestro estado de redención, por lo tanto ese no es el fruto del que hablara el Señor. Tampoco lo es el dar limosnas, el ayudar a los pobres, el hacer ayuno y oración, o el tratar de mantenerse sin infringir la ley. De hecho muchos dirán en el día final que hicieron tales cosas y serán rechazados por el Señor. El asunto es que solamente se reconocerá al creyente cuando confiesa de su corazón lo que ha creído. La doctrina de Cristo -que es la misma del Padre- es la que debe estar en lo más íntimo de nuestra razón y emoción. Es por medio de ella que reconocemos a los que son hermanos nuestros, es en ella en donde debemos habitar. ¿Cuál es esa doctrina?

El cuerpo de enseñanzas de Jesucristo y sus apóstoles es esa doctrina, también anunciada por los escritores del Antiguo Testamento. La Escritura toda nos habla de ella, la cual conviene examinar de acuerdo a su contexto y gramática. Esa doctrina dice en su esencia que no hay ni siquiera una sola persona justa que busque al verdadero Dios, que toda la humanidad murió en sus delitos y pecados en Adán. Por otro lado, esa doctrina enseña que Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados, que no rogó por el mundo que no vino a rescatar de manos del enemigo. Es la misma doctrina que nos habla de los réprobos en cuanto a fe, de los que no tienen sus nombres escritos en el libro de la vida desde antes de la fundación del mundo. Es la doctrina del odio de Dios por Esaú y por todos los que él representa, sin miramientos a sus obras.  Odio eterno e inmutable sobre los que fueron destinados para ser objeto de su ira, justicia y destrucción eterna. Pero es igualmente la doctrina del amor de Dios sobre sus escogidos, representados en Jacob, sin miramientos a sus obras, para que la elección sea por el Elector que llama. De otra manera la gracia sería contada como salario y ya no sería gracia.

La doctrina de Cristo también establece que, si ninguna de sus ovejas redimidas se va jamás tras el extraño, no se puede aceptar que haya gente en el otro evangelio diciendo que son redimidos y que son nuestros hermanos.  Debemos ser celosos en no darles la bienvenida espiritual a los que no traen la doctrina del Señor.  Es el mismo Jesús el que le explica a Nicodemo que el Padre lo envió a él para morir por todo el mundo (el que el Padre amó), pero es también Jesús el que la noche previa a su muerte oró al Padre y le dijo que no rogaba por el mundo, sino solamente por los que le había dado y le daría. Entonces, si examinamos su doctrina de acuerdo al contexto y su gramática, debemos comprender que el vocablo mundo no siempre refiere al mismo grupo de personas.

Los que confunden mundo con mundo (cuando los dos vocablos refieren a grupos distintos) son los que aman salirse del contexto para hacer interpretación privada. Estos tuercen la Escritura para su propia perdición, son los mismos que están siempre preguntando por la interpretación de un texto, los que cuando oyen la respuesta se callan al respecto y continúan con la siguiente pregunta acerca de otro texto. Y así sucesivamente, sin cansarse de preguntar y sin llegar a aprender.  En realidad, la doctrina de Jesucristo es plana, simple, sencilla e inteligible. Solamente los que tienen el alma y la razón abstrusa no la llegan a entender porque la Escritura toda les aparece como una gran parábola para sus mentes.

Cada árbol con su fruto, pues por los frutos conoceremos quién es quién, qué doctrina cada quien confiesa y cuál evangelio es el que se profesa.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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