Existe una tendencia a citar textos de la Biblia fuera de contexto. Lo peor de esa conducta es el hecho de cometer errores graves en los juicios que se hacen. Por ejemplo, es habitual entre muchas personas que se dicen cristianas el repetir de memoria el verso de Jeremías, el que describe al corazón humano como perverso más que todas las cosas. Ellos también se preguntan junto al profeta por la posibilidad de que alguien pueda entender ese corazón inicuo, aunque aseguran que solo Dios lo puede comprenderlo. Lo que no saben quienes así aseguran es que el profeta mencionado habla de la humanidad caída, del hombre sin Dios, de los no redimidos todavía.
Como todo en la Biblia tiene su contexto, conviene mirar de cerca el texto de otro profeta que refiere al corazón descrito por Jeremías. Hablo de Ezequiel, el que expone al corazón de piedra, endurecido como la roca, incapaz de querer lo bueno, indispuesto para las cosas de Dios. Al igual que Pablo, Ezequiel entiende que las cosas espirituales han de discernirse espiritualmente, que al hombre natural (con el corazón de piedra) le parece una locura lo que pertenece al ámbito del Dios de las Escrituras. A ese profeta le fue revelado que Dios es quien quita el corazón de piedra (el mismo descrito por Jeremías) para colocar uno de carne. Es ese Dios de la Biblia el que coloca igualmente un espíritu nuevo para que ame el andar en sus estatutos.
Jesucristo habló de lo mismo, él se refería a ello cuando le mencionaba a Nicodemo que era necesario nacer de lo alto. El maestro de la ley ignoraba lo que había escrito Ezequiel, pero de igual manera ignoraba lo que el Antiguo Testamento había dicho y repetido acerca de la circuncisión del corazón. Acostumbrado como estaba, de acuerdo a los parámetros de sus maestros predecesores, seguía la letra pero olvidaba el espíritu de la norma. La única forma de llegar a nacer de nuevo era por voluntad divina y no de varón, en un todo de acuerdo a lo que proclamaba el profeta Ezequiel.
En el entendido de que el creyente no es solo uno que profesa el cristianismo como cuerpo de doctrina sino que es alguien que ha nacido de nuevo, se debe asumir que tiene ahora el corazón de carne. Es imposible para una persona redimida que continúe con el corazón de piedra (el que es perverso más que todas las cosas), ya que la nueva naturaleza del Espíritu ha sido injertada en su corazón.
Pero muchos siguen suponiendo el hecho de que el creyente cuando peca lo hace por tener el corazón de piedra. Lo que en realidad ocurre es que tenemos todavía el pecado habitando en nosotros, llevándonos con su ley a hacer lo que no queremos hacer más (Romanos 7:14-24). El inicuo practica el pecado que proviene de la naturaleza de su corazón de piedra y detesta el mandato de Dios, pero el creyente detesta su pecado (Romanos 7:15) por la sencilla razón de que ha muerto al pecado y ha sido liberado de su dominio absoluto. Recordemos que el creyente ya no está en la carne, aunque sigue pecando. No se trata de decir que podemos pecar libremente por el hecho de estar perdonados en Cristo, más bien debemos odiar toda forma de pecado por cuanto eso desagrada al Dios que mora en nosotros.
Al parecer esa es la tarea del Espíritu, el contristarse en nosotros por causa del pecado. De igual forma intercede en nuestras oraciones para pedir como conviene, ya que la ley del pecado es contraria a la ley del Espíritu y no sabemos en ocasiones pedir lo que es debido. En realidad hemos llegado a ser una nueva creación en Cristo, a pesar de que el mundo nos rodea y nos persigue con sus modelos que pretenden atraernos para que bebamos de sus fuentes. Es cierto que en ocasiones hemos caído, pero odiamos el estar contaminados. No hay justificación en nosotros para la práctica del pecado,
Si hemos sido hechos una nueva creación en Cristo no podemos seguir pensando en que tenemos un corazón perverso más que todas las cosas. Quien piense lo contrario debe suponer igualmente que no le ha sido cambiado el corazón de piedra del cual habló Ezequiel. Fijémonos en lo que Pablo asegura, que los que viven conforme a la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que viven conforme al Espíritu, en las cosas del Espíritu piensan (Romanos 8: 5). Es sabido que la intención de la carne es muerte, pero la del Espíritu es vida y paz. Después de esta descripción se da un resumen de lo expuesto, que la intención de la carne es enemistad contra Dios, porque ni se sujeta a la ley de Dios ni tampoco puede (Romanos 8:7).
Entonces, el corazón perverso más que todas las cosas es el que no puede sujetarse a la ley de Dios, pero el creyente ya no tiene ese corazón de piedra. Ahora tiene uno de carne que sí puede sujetarse a esa ley y ama los estatutos divinos. Eso no implica que nunca va a cometer errores, ya que el germen de la vieja naturaleza sigue vivo. Hay una gran diferencia entre Saulo y Pablo; el primero perseguía a la iglesia, aunque pretendía hacerlo en el nombre de Dios. Saulo intentaba guardar los preceptos de la ley, aunque no podía; él simulaba hacer buenas obras aunque perseguía a muerte a los creyentes. Una vez que fue transformado llegó a ser conocido como el apóstol Pablo, el que sí quería andar en los estatutos de Dios y el que pudo ser limpio por la sangre de Cristo.
Ese mismo apóstol llegó a decir que se sentía miserable por no hacer el bien que deseaba, empero el mal que odiaba hacer eso hacía. Con todo, dio gracias a Dios por Jesucristo. Su alma batallaba contra el mal, mientras el alma de Saulo pensaba que agradaba a Dios haciendo lo malo. No se trata de que el creyente tenga licencia para pecar, como algunos afirman, sino que cuando peca siente el aguijón del pecado en su vida. El creyente no puede vivir más con el pecado, porque sabe su costo y ahora se agrada mucho más en vivir en la separación del mundo (en la santidad de Dios).
El creyente conoce que si las cosas viejas pasaron, aquel corazón de piedra que amaba el universo del pecado también pasó. En cambio, el incrédulo no puede sujetarse a la ley de Dios sino a la ley de su propia condenación. Hay una gran lejanía entre el deseo de servir al Dios vivo y el alma no redimida, que odia y desprecia lo que es de Dios. El impío vive para contradecir las Escrituras, para objetarlas, para torcerlas y configurar a partir de ellas un dios a su propia imagen y semejanza. Ese dios no puede salvar un alma, más bien espera que las almas lo carguen de un lado hacia el otro, llevadas de todo viento de doctrina.
El impío disputa con la soberanía de Dios, no está de acuerdo con sus decretos eternos e inmutables. Se enoja sobremanera de solo pensar que el Dios descrito en Romanos 9 sea el verdadero Dios, de manera que intenta interpretar los textos en forma personal. Nadie puede aceptar la palabra descrita a no ser que haya sido regenerado en su alma por la gracia de Dios. El hombre que se ocupa de las cosas de la carne está tan muerto como Lázaro y necesita el nuevo nacimiento. Esa necesidad imperiosa tampoco le asegura que se habrá de hacer, ya que para ello solo Dios es suficiente y hace como quiere. A quien quiere endurecer endurece, pero tiene misericordia de quien quiere tenerla. Todo ello depende de lo que ha planificado desde la eternidad, para que sea manifestado en nuestro tiempo.
En realidad lo que hizo el Hijo de Dios fue salvar a muchos, a todos los que representó en la cruz y que englobaban a todo su pueblo (Mateo 1:21). Pero no lo hizo para dejarlos en suspenso, simplemente se ordenó la predicación del evangelio para que los que estén inscritos en el libro de la vida del Cordero, desde antes de la fundación del mundo, sean provistos de tal conocimiento: A causa de la angustia de su alma, verá la luz y quedará satisfecho. Por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos, y cargará con los pecados de ellos (Isaías 53:11).
Dios no hace un movimiento inicial para cambiar nuestro corazón de piedra en uno de carne, dejándonos luego a nuestro arbitrio para que decidamos nuestro destino. Eso sería algo semejante a la gracia que habilita, para dejar que el mítico libre albedrío decida. Dado que Dios enseña a su pueblo para que luego acuda hacia el Hijo, el más indocto de sus pupilos conocerá a carta cabal el evangelio. Jamás ninguna de sus ovejas se irá tras el extraño, o tras la enseñanza de los falsos maestros. La unción del Santo es la que nos enseña, junto a la palabra de verdad que amamos y conocemos.
César Paredes
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