Hemos sido salvos por gracia, por medio de la fe, todo lo cual es un regalo de Dios. Si fuese por obras, nos gloriaríamos en ellas. He allí una de las razones por las que la redención del hombre se da por la exclusiva gracia de Dios. No porque sea una gracia que habilita, ya que si se nos hiciera capaces de adquirir el escape de las tinieblas hacia la luz, eso también sería una obra nuestra. Tampoco se dice en la Escritura que Dios se haya despojado de su soberanía, aunque sea por un momento, para que cada criatura decida su futuro eterno con plena libertad.
Lo que en la Biblia se habla es todo lo contrario, que el hombre está muerto en sus delitos y pecados, que es heredero de la fechoría de Adán, que es culpable de muerte. Al declararse que no hay justo ni aún uno, nadie puede buscar al verdadero Dios de las Escrituras. Hay quienes tienen apariencia de piedad y aprenden de memoria algunos textos sagrados, pero eso es para aparentar blancura como los viejos sepulcros que eran los fariseos. La humanidad entera está como Lázaro en su tumba, apestando a mortecina. La diferencia espiritual entre los seres humanos radica en que Dios tiene misericordia del grupo que quiso elegir desde los siglos pero del otro no la tiene.
En realidad, Dios amó a Jacob pero odió a Esaú, sin miramiento a sus obras buenas o malas. Todo lo hizo antes de ser concebidos, antes de la fundación del mundo, cuando escribió el nombre de Jacob en el libro de la vida del Cordero. La ofrenda de Caín revela aún más lo que decimos, que lo que procuraba por sus propios esfuerzos buscaba su propia gloria. En cambio, la ofrenda de Abel señalaba al Cordero pascual, el sacrificio acepto para apaciguar la ira de Dios.
Hay obras ceremoniales, aunque hay también obras morales, pero esos trabajos no son la causa de la redención humana. De hecho la Biblia habla de las buenas obras que siguen a los creyentes pero que nunca lo preceden. Existe una gran razón por la cual el Creador no acepta ninguna obra humana como condición de su redención, la segura jactancia que el ser humano haría si ese fuera el caso. Cualquiera podrá alegar que su decisión personal por Cristo fue más feliz que la de su vecino, quien rechazó la salvación. Ya eso sería una jactancia vana delante de Dios, porque la criatura muerta en delitos y pecados no tiene capacidad para decidir. Entiendo que hay quienes apelan a la compatibilidad entre culpa y libertad, o entre responsabilidad moral y libertad de acción. Pero la Escritura es enfática en que el ser humano no es libre moralmente ni es independiente del Creador. Dios del que quiere tiene misericordia, pero endurece al que quiere endurecer.
La naturaleza caída del hombre natural lo lleva a la muerte eterna. El pecado llama a pecado y finalmente genera la muerte. El creyente redimido es aquella persona que ha pasado de muerte a vida, que ha sido llamado de las tinieblas a la luz. Fijémonos en que la actitud humana es pasiva y el único activo es el Dios viviente. Aún después de haber sido regenerado por el Espíritu, el creyente sigue pecando. Ha sido vendido al pecado, en palabras de Pablo, aún en su alma batalla su carne contra la ley del Espíritu de Dios. Ese germen del pecado es muy fuerte, aunque quiso Dios no eliminarlo del todo en la vida de sus hijos; más bien lo dejó como un recordatorio para que mirásemos de dónde hemos sido liberados. De igual manera será un incentivo para clamar día a día la victoria sobre el pecado. Pablo decía: miserable de mí, que el bien que quiero hacer no hago; empero el mal que no quiero esto hago (Romanos 7). David fue un hombre que fue declarado ser conforme al corazón de Dios, pero cometió homicidio intencional y planificó la mentira, el engaño y se entregó a la horrible fornicación con una mujer casada. Él fue perdonado en cuanto a que no tuvo que morir por esos pecados, pero fue duramente castigado en lo que concierne a su vida familiar e incluso como mandatario de Israel.
Si la redención de David, o la de Pablo, hubiese sido por obra humana, entonces hubiesen tenido de qué jactarse. Pero al mismo tiempo cabría la posibilidad de haber perdido tal salvación, ya que sus obras se verían menguadas por sus malas acciones y la balanza se iría hacia lo negativo. Sin embargo, Dios nos mira a través de Jesucristo, a través de su sangre derramada en la cruz en favor de su pueblo escogido (Mateo 1:21). Solo su pueblo goza de tal privilegio (Juan 17:9), habiendo el Señor dejado al mundo por fuera y habiéndolo manifestado de esa manera la noche previa a su crucifixión. El Señor predicaba el evangelio del reino de Dios, diciéndonos que nadie podía ir a él a no ser que el Padre lo trajera. Había también dicho que todo lo que el Padre le daba iría a él, y jamás lo echaría fuera.
La seguridad de las palabras de Jesucristo dan consuelo al alma afligida por el pecado en esta tierra. Pero ese consuelo lo es para los que han sido alcanzados por su gracia, por medio de la fe en Jesucristo. La fe, dice Pablo en Efesios 2:8, es también un don de Dios. Y el apóstol ha dicho en otra carta que no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2). Si alguien supusiera que la fe es su obra aportada, tendrá que considerar las palabras referidas del apóstol Pablo. En realidad la fe no puede ser una obra humana porque la Biblia ha declarado que la humanidad entera murió en sus delitos y pecados, de manera que el ser humano no puede aportar ni siquiera fe ni arrepentimiento.
Es cierto que la Biblia ordena generalmente al hombre caído que se arrepienta y que crea el evangelio. Pero ese deber ser no implica capacidad moral para actuar. Cualquiera podrá concluir que Dios es injusto al condenar a alguien a quien Él mismo ha repudiado, reprobado y odiado desde antes de su concepción. Muy bien, quien tal diga del Creador está poniéndose al lado del objetor levantado en Romanos 9, pero está creyéndose a sí mismo más justo que el Hacedor de todo. Como aquel objetor hay muchos hoy en día, en especial dentro de las filas de los que se congregan en el nombre del Dios de la Biblia. Los que objetan la soberanía absoluta de Dios no lo han conocido, no han sido enseñados por Él, por lo tanto no han acudido a Jesucristo. Si ellos oran a un dios que se llama Jesús, no oran al mismo Dios del evangelio enseñado por Jesucristo y sus apóstoles. En realidad será otro Jesús, el del otro evangelio, el predicado por los falsos maestros, por los lobos disfrazados de ovejas.
Cuando Dios enseña a alguien para que vaya hacia su Hijo (Juan 6:45) no lo deja en la ignorancia respecto a su evangelio. No hay tal cosa como una oveja que sigue al buen pastor y que al mismo tiempo se va tras el extraño (Juan 10:1-5). Dios es fiel a su palabra y en ella ha dicho que su Siervo Justo salvará a muchos por su conocimiento. Ese conocimiento viene por el anuncio del evangelio, por el escudriñar las Escrituras, por el hecho de que el corazón de piedra haya sido removido para colocar el corazón de carne. El corazón engañoso y perverso, más que todas las cosas, ya no existe en la vida del creyente, porque ese no es otro que el corazón de piedra. El que ha nacido de nuevo tiene un nuevo corazón de carne, por lo cual es llamado una nueva criatura; ese corazón implantado le permite amar los estatutos de Dios y desearlo día a día.
No hay jactancia en el creyente redimido, si en algo tiene de qué gloriarse será en la cruz de Cristo. Hay que decirle a la gente la verdad, que Cristo murió por su pueblo conforme a las Escrituras. Que es el deber de cada persona el arrepentirse y creer en ese evangelio del Señor. Recordemos que en el libro de los Hechos se nos dice que creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna, que el Señor añadía a su iglesia todos los días los que habían de ser salvos. El evangelio verdadero alcanzará siempre a los que Dios ordene para vida, pero el evangelio de mentira no ha salvado todavía a ningún alma de las que tiene engañadas.
César Paredes
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