Mi?rcoles, 17 de abril de 2019

Más allá del mandato de orar, existe el privilegio del placer. Tal vez a muchos creyentes les haya ocurrido que transcurre mucho tiempo entre cada una de sus plegarias. A lo mejor una gran cantidad de veces se han quedado dormidos cuando intentan orar por las noches. Pero saber que nada escapa al conocimiento de Jehová, que nada va más lejos de su poder, genera la certitud de su autoridad sobre todas las cosas. Ni una sola de las moléculas corre libre por el universo, sin el control del Creador. Si tenemos confianza en que en nuestro futuro habrá buenas noticias, de seguro esa premisa descansa en que Dios controla la historia.

Visto este preámbulo, ¿puede la oración cambiar alguna cosa que Dios ha preordinado? No se trata de averiguar cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, como una discusión bizantina; más bien se trata de obedecer a un mandato de las Escrituras. El Hijo de Dios -siendo Dios mismo- no perdía ocasión para hablar con Su Padre. Nosotros, criaturas sometidas al pecado, mucho más razones tendremos para acercarnos a buscar la orientación y providencia del Todopoderoso. Debemos mirar los diversos textos de la Biblia que refieren a la oportunidad de orar; por ahora recordemos este de Santiago: No tenéis porque no pedís (Santiago 4:2).  Así de simple, así de fácil, una promesa para todos los que hemos sido llamados de las tinieblas a la luz. Ya hemos sido justificados en Cristo, por lo tanto hagamos caso de lo dicho por el hermano de Jesús: la oración del justo tiene mucho poder (Santiago 5:16).

Es cierto que Dios conoce todas las cosas que necesitamos, pero quiere oír a sus hijos pedir por ellas. Debemos prepararnos para recibir el gozo de la oración respondida, lo cual vale mucho más que el objeto de la petición. La oración es hecha para la gloria de Dios pero también para nuestro provecho. Todas las cosas acontecen para bien de los que han sido llamados conforme al propósito de Dios (Romanos 8). Aún el deseo de orar es colocado por Aquél que hace todas las cosas de acuerdo a su voluntad, pero nuestro deber, que no es el deber de Dios, consiste en disponernos a orar.  El Señor nos dice a través de Jeremías que vendrá un tiempo en que lo buscaremos y lo encontraremos, porque lo haremos de todo nuestro corazón. Luego añade: Me dejaré hallar de vosotros y restauraré vuestro bienestar (Jeremías 29: 12-14). Aunque se refería el profeta al pueblo de Israel, nosotros somos tratados también de manera especial por cuanto somos su pueblo.

La oración a Dios es una relación de diálogo, no un monólogo aburrido, es también un discurso con el Dios como persona. Este beneficio no lo tiene la gente que no ha sido justificada ante el Señor, de manera que cada creyente debería entregarse a diario a hablar con el Dios que lo ha liberado de las cadenas del maligno. No podemos enojarnos porque todavía tenemos el germen del pecado habitando en nosotros, como un recordatorio de dónde estamos y de dónde venimos. El mismo apóstol Pablo se sintió como un miserable por hacer el mal que no quería hacer, así como por no hacer el bien que deseaba (Romanos 7). Pero Dios nos entrega a diario sobradas razones para adorarlo, de manera que nuestra alabanza en la oración será bien recibida (y en el entendido de que el acto de oración es un acto de alabanza, por cuanto reconoce al Dios soberano).

Él es el Dios que nos envía las necesidades para que las veamos satisfechas con su providencia. En las más de las veces nos da sin que le pidamos, porque nadie le está pidiendo el aire para respirar, ni el agua para beber, ni el corazón para latir, pero Él nos sigue proveyendo en ese sentido. En otras ocasiones deseamos algo que sabemos está lejos de nuestras opciones o posibilidades, por cuya razón acudimos a Él a sabiendas de que es suficiente para otorgarnos aquello que nos conviene. 

Conviene también estar pendientes de las respuestas recibidas, para poder agradecer y alabar al que nos dio lo que pedíamos. Amo a Jehová porque ha oído mi voz y mi súplica (Salmo 116:1). Las perfecciones de Dios serían suficiente motivo para darle honor y gloria, ya que gracias a su plan eterno e inmutable quiso darnos al Hijo como el Salvador de las almas de todo su pueblo escogido. Pero el salmista agrega la gran motivación para el agradecimiento, el que haya escuchado su voz y su súplica. Nada es más apetecible que ser oído por el Señor, dado que el ser Todopoderoso se inclina a nosotros para oír nuestras voces. Hay un acto de humildad suprema en el Señor, al escucharnos a pesar de ser tan obstinados en nuestros pecados y tan diminutos en el universo creado.  Esa realidad de humildad en Él debería humillarnos por igual a nosotros, ya que la majestad del que todo lo puede no tiene límites.

Llevar un recuento de nuestras plegarias nos ayudará a reconocer las veces en que fuimos oídos y respondidos. El salmista insiste en su alabanza porque reconoce la majestad del que oye y responde: porque ha inclinado a mí su oído. Por tanto, le invocaré todos mis días (Salmo 116:2). Todos los días es el cometido del que le rinde tributo a Dios, no de vez en cuando; como también lo enseña el Nuevo Testamento, en todo tiempo, con toda deprecación y súplica, tratando de ser importunos como la vieja viuda ante el juez. En mi angustia invoqué a Jehová y clamé a mi Dios. Él oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos (Salmo 18:6). Lo que aconteció después lo narran el verso 7 y 8 del salmo citado. Cuando estamos asustados y metidos en múltiples aflicciones, por causa del mundo, de Satanás y de nuestro pecado, invocamos al Señor. Es un gran privilegio el tener a nuestra disposición el trono de la gracia (no es cualquier trono). No se trata de acudir ante el hermano más espiritual de la iglesia, ni de implorar de rodillas ante los hombres, sino de entrar libremente ante el trono donde mora quien nos dará el oportuno socorro.

Ese Dios al que invocamos conoce nuestros pensamientos y sabe de nuestras palabras antes de pronunciarlas. De igual manera Él desea oír lo que tenemos que decir,  porque sabe que eso le honra y al mismo tiempo nos otorga múltiples beneficios. A través de la oración nuestra alma se calma, asume el descanso, da reposo a nuestra mente. De igual forma la oración honra al que va dirigida, ya que ella es la señal de una persona que se humilla ante el que controla aún al malo que hace aquello que nos afecta. El libro de Job otorga al lector atento los beneficios del conocimiento del Dios soberano,  el que ordena aún al malo para que nos toque hasta un punto.

En resumen de lo dicho, en la medida en que entendamos cuán soberano es nuestro Señor, entenderemos cuánto agradecimiento le debemos. No se puede orar a un Dios que no se conoce, porque no comprenderíamos sus respuestas. La oración es un acto dialógico entre el hombre y Dios, entre la criatura y su Hacedor. Es desigual o asimétrica, en cuanto hay jerarquía en ese diálogo. Pero al igual existe simetría cuando nos refugiamos en el mayor de los hermanos, en Jesucristo el justo, el que hizo posible que el velo del templo se rompiera y nosotros pudiéramos acudir sin problema alguno ante el trono de la gracia. No hay mayor alegría que ver nuestras plegarias respondidas: Pedid y se os dará, para que vuestro gozo sea cumplido (Juan 16:24).

César Paredes

[email protected]

destino.blogcindario.com

absolutasoberaniadedios.org


Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 14:33
Comentarios (0)  | Enviar
Comentarios