Abraham fue un hombre que caminó por este mundo habiendo confiado en las promesas de la gracia de Dios. La semilla del patriarca, su posteridad, es lo que el Señor nos asegura a todos los llamados por Él. Al hacer de Abraham una gran nación, también le fue dado un gran nombre en toda la tierra. A través de él sabemos que por haberle creído a Dios su acto de fe le fue contado por justicia. El Señor ha podido haber llamado al hermano de Abraham, a su padre, a un vecino de ellos, pero quiso Dios escoger a este hombre como testimonio de su gracia soberana.
Era de 75 años cuando entró a Canaán, de 86 cuando nació Ismael, el hijo de la esclava; 99 años tenía cuando hizo el pacto de la circuncisión y 100 cuando Isaac nació. Fijémonos en cuánto tuvo que esperar para ver realizada la promesa del hijo que tendría, de quien habría gran descendencia. El fue probado cuando se le dijo que se dirigiera al monte Moriah para sacrificar a su hijo, si bien el Señor detuvo su mano en forma oportuna.
En el pacto de gracia existe la verdadera felicidad del creyente, sin que se tenga que retirar del mundo con un gran esfuerzo. La felicidad y la paz del mundo van por un lado, pero la paz de Cristo y el gozo de la vida cristiana son fruto garantizado para el creyente. Conviene no confundirse con los que siguen la religión falsa, los del evangelio diferente, ya que éstos encuentran su felicidad en la vieja actividad de los fariseos, en hacer prosélitos y en pregonar por doquier el mensaje para las masas. La falacia de la cantidad es arropadora y siempre piensan que la mayoría tiene la razón, o que el tumulto importa más que la doctrina.
En el capítulo 12 del libro del Génesis podemos ver la exposición del pacto de gracia que hizo Dios con Abraham. Ciertamente un pacto implica adhesión al mismo, de manera que se suponen dos personas las que pactan. Pero recordemos también que los pactos de adhesión se dan al momento de recibir la promesa, como cuando alguien recibe un ticket de lavandería o de estacionamiento de autos. La letra pequeña del papel que tomamos dice una cantidad de cosas a las que nos adherimos, simplemente porque el Derecho así lo juzga y lo determina. Abraham fue llamado por Dios, sin que él buscara a Dios. Era un hombre pagano, sometido a la esclavitud del pecado, pero Dios mostró su misericordia al escogerlo como el representante de este pacto de gracia. Dado que el llamamiento de Dios es irrevocable, no tuvo otra opción sino adherirse a ese pacto y comenzar a ser amigo del Altísimo.
Si la teología debate en relación a este pacto como algo condicionado o incondicionado, sabemos que la naturaleza del mismo implica un paquete completo. Muchos dicen que ese llamado de Abraham funcionó porque él le hizo caso a Dios y le creyó. Bien dicho, el asunto es que el paquete es completo, cuando Dios llama a alguien le da el don de aceptar el llamamiento. Esa es la gracia, de lo contrario contaría por obra el recibimiento de la llamada. El Señor le dijo a Abram: «Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré.» Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; y haré famoso tu nombre, y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan; por medio de ti serán benditas todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3).
El que Dios hiciera de Abraham una nación grande, el que él fuera bendición para las familias de la tierra, no constituye ningún mandato. Eso es antes que nada un favor, una consecuencia del llamado de gracia que Dios le hizo al patriarca. En otras palabras, Dios hace el llamado y uno acude por cuanto tiene oídos para oír; de no haber operado el nuevo nacimiento en el individuo no podría escuchar el llamado del Señor. Asimismo le aconteció a Lidia, la vendedora de púrpura, que escuchaba a Pablo pero sin comprender, hasta que el Señor abrió su corazón y ella pudo entender lo que se le decía.
Este llamamiento de Abraham indica que fue conminado a dejar su tierra y su parentela, como si tuviese que comenzar de nuevo su vida. En ocasiones esto recuerda lo que Jesucristo afirmó acerca de dejar padre y madre por su causa, nos vincula con el pequeño Samuel que dijo heme aquí, Señor. Uno ha de empezar de cero a partir del llamamiento escuchado, ya que la nueva criatura deja atrás todas sus cosas. Hay una nueva naturaleza implantada en el creyente que le exige cambiar, de tal forma que los valores que antes tenía como superiores llegan a estar supeditados a la nueva valía de la doctrina de su Maestro.
Nosotros seguimos viviendo en el mundo, afiliados y asociados a las estructuras en las que nos formamos. Sin embargo, hay un nuevo edificio que armar con nuestras vidas, un mejor arquitecto y constructor, unos planos específicos determinados desde la eternidad por los cuales debemos guiarnos. De esta manera podemos llegar a ser sal de la tierra, luz del mundo y bendición para las naciones. La vida proba del creyente con su conjunto de nuevos valores, la imitación de la conducta de Cristo, el apego por su cuerpo de enseñanzas, testifica de lo que somos. En la medida en que nos diferenciemos del mundo nos convertimos en su sal y en su luz, pero en la medida en que nos asemejamos al mundo la sal se desvanece y la luz queda debajo de la mesa. Al irse Abraham de su parentela abandonaba la cultura politeísta que tenían en su familia, dejaba a un lado las costumbres paganas que había conocido. Es nuestra renuncia a la tutela parental en materia religiosa la que nos puede dar libertad de acción, de otra manera con semejante atadura andaríamos con las manos puestas en el arado pero con la mirada hacia atrás.
Recordemos cuando Jesús llamó a uno de sus discípulos para que le siguiera; éste le argumentó que debía enterrar primero a su padre. El Señor le dijo en forma tajante que dejara esa tarea para otros, que los muertos enterrarían a sus muertos. Con esta frase el Señor lo llamaba a él a la vida, pero le advertía que no haría lo mismo con su padre (considerado muerto en el espíritu y que sería enterrado por otros muertos espirituales). Dura frase para este nuevo discípulo, quien no tuvo otra opción que acudir al llamado, sin discusión y sin negociación alguna. El llamado que nos hace Jesucristo es a la santificación, que no es otra cosa que la separación de los valores del mundo. Nuestro punto de vista acerca del mundo es diferente del que tienen los que pertenecen al mundo. Nuestras prioridades son ahora las de una nueva ciudadanía que está en los cielos y llegamos a ser peregrinos en esta tierra. De eso nos dio ejemplo Abraham con su nueva agenda de vida.
La bendición que vino a ser Abraham para las familias de la tierra puede verse desde diferentes maneras. Uno puede valorar el hecho de que una nación tuviese los estatutos de Dios, sujeta a una promesa de redención para los elegidos de Dios, y cómo se constituyó en el centro de atención de la humanidad. Los judíos fueron los que trajeron el libro, el Antiguo Testamento, el conglomerado sanguíneo de donde vendría el Redentor. La salvación viene de los judíos, afirmó Jesús cuando hablaba con la mujer Samaritana. La ley de Moisés permitió acentuar ciertas costumbres que se adhirieron a esa nación de Israel, muy útiles en diversos campos del parecer humano. También se puede valorar esa bendición de Abraham en todos los que hemos formado parte de la descendencia de Isaac: En Isaac te será llamada descendencia.
Cuando el creyente se comporta como alguien que tiene la mente de Cristo, llega a ser luz para las naciones y sal de la tierra. Ese es el camino para la santificación, el actuar de acuerdo a la mente del Señor; para ello es necesario conocer quién es él y cuál es su doctrina. No se puede creer con la emoción si al mismo tiempo se niega el conocimiento de las enseñanzas de Jesús. El dijo que nadie iría a él a no ser que el Padre lo trajese, de tal forma que resulta inútil acudir por cuenta propia, por curiosidad religiosa, por tradición humana. Ese mismo Jesús dio gracias al Padre por haber escondido ciertas cosas del evangelio de la mente de los doctos y sabios del mundo, para darlas a conocer a los niños. Ese Jesús aseguró que hablaba en parábolas para que los que lo oyeran no entendiesen; el Señor rogó solamente por los que el Padre le había dado pero dejó por fuera de su oración al mundo: No ruego por el mundo, sino por los que me diste (Juan 17:9).
El evangelio de la gracia es el evangelio de la soberanía de Dios, quien tiene misericordia de quien quiere tenerla pero que endurece a quien quiere endurecer. Así se escribió de Esaú, el hermano de Jacob, ambos hijos de Isaac. De estos dos nietos de Abraham fue escogido Jacob como descendencia de Isaac para bendición; su hermano gemelo fue endurecido para ejercitar sobre él la ira y la justicia divina contra el pecado. El Dios soberano se exhibe en las Escrituras de principio a fin sin implorar o rogar al hombre muerto en delitos y pecados, extendiendo su mano solamente sobre los que Él eligió desde el principio. Y no eligió Dios a nadie mirando en sus obras, ya que la salvación es por gracia; pero sí odió Dios a Esaú aún antes de que hiciera bien o mal, antes de ser concebido.
En este punto son muchos los que llamándose cristianos a sí mismos renuncian a estos textos de la Biblia. Ellos argumentan que tal vez Dios amó menos a Esaú pero que jamás lo odió. Se escandalizan y avergüenzan de tener por cierto a ese Dios de las Escrituras, de tal forma que sus teólogos de turno suavizan las palabras del texto y hablan del auto-endurecimiento de Esaú. Pero la Escritura no es ambigua y denuncia semejante atrevimiento en la objeción, advirtiendo que Dios hace como quiere y que nadie puede decirle que haga de esta o de otra manera. Y no se trata de que Abraham haya fallado para que su nieto Esaú no haya sido llamado, sino que Dios es libre de llamar a sus escogidos y nadie puede persuadirlo de hacer otra cosa.
El Dios de la gracia nos ha enseñado a través de la vida de Abraham muchas cosas para nuestro beneficio. Resalta en ellas el hecho de que Sara fuese una mujer estéril y entrada en años, al tiempo en que Abraham también estaba viejo para el momento en que se le hizo la promesa del hijo por venir. Nosotros éramos estériles como lo es el resto del mundo, muertos en delitos y pecados, incapaces para dar a luz a un nuevo ser dentro de nosotros. Ha sido el Espíritu Divino que abrió la matriz de Sara e hizo fértil a Abraham, el que nos ha dado vida cuando estuvimos muertos. De no haber sido por ese pacto de gracia ¿quién podría ser salvo? Nos queda bajar la cabeza ante semejante Dios y reflexionar sobre su palabra, para ver qué tan cerca está Él de nosotros.
César Paredes
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