Martes, 25 de septiembre de 2018

Tal vez son muchos los momentos en los que un creyente se pone a pensar cómo es eso de haber muerto al pecado, de haber sido crucificado con Cristo, para que no sirvamos más al pecado. La interrogante suele surgir cuando ese mismo creyente se enreda en los pecados del mundo, de su carne, de la vanagloria de la vida. Si la esclavitud se termina con la muerte, si en la tumba el siervo es libre de su maestro (Job 3:19), se debe entender que quien ha muerto al pecado queda liberado del pecado.

Un cuerpo sin espíritu está muerto, cuando los signos vitales abandonan a la persona el médico puede declarar clínicamente muerto al sujeto. Pero hay otro tipo de muerte que suele llamarse metafórica, referida a la muerte espiritual. Los no creyentes están en un estado de muerte en el pecado; allí estuvimos también nosotros, los que hemos sido revividos (Efesios 2:1) por el don de Dios que nos dio vida juntamente con Cristo (Efesios 2:5). De allí que el creyente haya pasado de muerte a vida, de una muerte metafórica y no corporal, de una muerte en su espíritu, hacia la resurrección con Cristo.

Sin embargo, los creyentes somos declarados muertos al pecado. Volvimos al rescate de la imagen con Dios, a la cercanía de la comunión con los espíritus vivificados, habiendo sido declarados justificados por medio de la fe en Cristo, hacia la santidad que nos separa del mundo. Aquella vieja esclavitud heredada de Adán quedó sin efecto cuando convencidos por el Espíritu de Dios fuimos vivificados. Los principios de la gracia y vida han sido implantados en nosotros, para tener vida y justificación en la fe de Cristo. Este tránsito acaecido desde la muerte hacia la vida no ha podido ser atribuido en lo más mínimo a nosotros mismos, sino que el Padre ha sido el que nos ha llevado hacia la luz, hacia el reino de su Hijo. En virtud de la resurrección de Jesucristo, los que hemos creído en su nombre por la virtud de la elección, gozamos de la vida, del conocimiento del Siervo Justo, habiendo aprendido su doctrina que refiere tanto a su persona como a su obra.

El hecho de amar a los hermanos es un indicio de haber abandonado la esclavitud al pecado. El profeta Elías amaba a sus hermanos israelitas que habían sido obnubilados por los perversos seguidores de Baal, por ellos dio sus sermones, desafió a los profetas del falso dios, confrontó al rey Acab, pidió justicia contra los capitanes, ejecutó a decenas de servidores de Satanás. Esa era su forma de mostrar amor por los hermanos, más allá de que su soledad le indicaba que tal vez él había quedado solo. Pero el Señor le respondió que se había reservado para él mismo a 7000 hombres que no doblaron su rodilla ante Baal; esa costumbre de guardar un remanente sigue vigente hoy día. Ha sido siempre el hábito de Dios reservar y preservar a los que Él ha elegido, los que en Isaac tendrían descendencia.

Nosotros no hemos de sorprendernos por haber sido nombrados como la manada pequeña, ya que si no todos son llamados de los muchos que lo son apenas pocos son escogidos. El apóstol Juan fue categórico al decirnos que tuviésemos cuidado con recibir a los que no traen la misma doctrina enseñada por el Señor. Esas personas que pregonan el evangelio anatema no deben ser consideradas como nuestros hermanos; y esa es otra de las razones por las cuales sentimos gran soledad. Tal vez muchos estuvieron acostumbrados a militar en las iglesias sinagogas del extraño, pero cuando fueron llamados de las tinieblas a la luz, cuando fueron declarados muertos al pecado, tuvieron que salir de Babilonia. Estando en la soledad de las rocas, como la que tenía Elías, o en frente del desierto donde hablaba Juan el Bautista, suelen también hacerse la misma pregunta que se hizo Isaías: ¿Quién ha creído a nuestro anuncio?

Dios sabrá ubicar a cada uno de sus hijos junto a la compañía de algún hermano, sin que importe para nada el que no seamos gran cantidad. La sumatoria de todos los creyentes se demostrará en una gran multitud, como la que describió Juan en el Apocalipsis, pero no nos ilusionemos con llenar estadios, con colmar auditorios, con dar discursos en una plaza pública. A veces, y aún más en estos tiempos donde la maldad ha sido aumentada, basta con alegrarnos con saber que amamos aunque sea en abstracto a esos hermanos que ni siquiera conocemos. Lo que en realidad nos hace hermanos es la doctrina que confesamos, porque ese cuerpo de enseñanzas de Jesús es el mismo para todas sus ovejas. Aquella persona que no ha sido enseñada por el Padre no es propia del Buen Pastor, no tiene nombre que le haya sido asignado y seguirá al extraño. Solamente el extraño tendrá multitudes que se amontonan con comezón de oír para que les prediquen, para que los halaguen con frases dulces, con promesas de prosperidad, con el otorgamiento de facultades para decretar. En fin, los que no tienen amor por la verdad sino que se complacen en la injusticia, son llevados por el espíritu de estupor enviado por Dios para que se terminen de perder.

Es cierto que hay muchos que salieron de nosotros pero no eran de nosotros, de lo contrario hubiesen permanecido con nosotros. Esa declaratoria de Juan no se refiere a alguna iglesia física, a un templo construido de manos, sino a los que no habitan en la doctrina de Cristo. La pregunta básica es por qué salieron de nosotros; sabemos que no eran de nosotros pero al huir de nuestra presencia queda demostrado que no pertenecían allí. Muchas personas se reúnen con los hijos de Dios, dicen creer el evangelio, imitan al asumir la doctrina del Señor, aprenden los textos de memoria, manifiestan conductas piadosas como el dar limosnas, el servir a los necesitados, el buscar el bien común entre tantas otras actividades. Pero llega un momento en que a los lobos se les ve la costura con la cual se disfrazan de oveja, y a ellos se refiere el apóstol Juan. Lo mismo sucede con los que no aman a los hermanos y habitan en medio de la muerte. Esa es la muerte del pecado (y no al pecado), ellos reciben la paga del error, que es la muerte espiritual. ¿Cómo es posible decir que quien no ama a su hermano está muerto en el pecado? Sencillamente siguiendo la misma lógica para el argumento anterior, que quien abandona la doctrina del Señor no era de nosotros. Estos que no aman a los hermanos no lo hacen por la sencilla razón de que esas personas no amadas no eran en realidad sus hermanos.

Los que no aman a los hermanos del Señor (el Primogénito entre muchos hermanos) de seguro aman a sus hermanos en Satanás. Todas estas personas se reúnen para escuchar la falsa doctrina, la del anticristo, la que es muy parecida a la que recibieron un día pero de la cual torcieron sus textos para su propia perdición. Eso le sucedió a un grupo de personas en la iglesia de Galacia, los que fueron perturbados por los que querían pervertir el evangelio de Cristo (Gálatas 1:7). Ciertamente, por el contexto de lo que Pablo le dice a los Gálatas, conocemos que ese otro evangelio era diferente al de la gracia, se basaba fundamentalmente en las obras (sea de la ley o sea de los hombres). Acá conviene tener claro que la sutileza del diablo ha engañado a muchos, pero eso ha sido necesario porque estas personas engañadas fueron destinadas para ese fin.

Pero cabe la advertencia a la iglesia, para que nadie caiga desprevenido por la falacia argumentativa acerca de la expiación de Jesucristo. La enseñanza del Señor está fundada en la doctrina del Padre, en la soberanía divina, en el amor a Jacob y en el odio a Esaú; Jesucristo enseñó repetidas veces que nadie podía ir a él a no ser que el Padre lo llevara hacia él, que él ponía su vida por las ovejas, que había venido a salvar a su pueblo de sus pecados. Asimismo, dijo que rogaba por los que el Padre le daba pero que no rogaba por el mundo (Juan 17:9). Es en este punto doctrinal donde muchos de sus discípulos de su época en la tierra se dieron a la fuga; ellos se retiraron murmurando diciendo que esa palabra era dura de oír.

Hoy día la situación no es distinta, excepto por el hecho de que los nuevos discípulos no huyen sino se quedan con la murmuración hecha doctrina. De esta forma han minado las iglesias, los templos humanos, pregonando una doctrina similar a la advertida a los Gálatas. Ellos pretenden que por ser mayoría su argumento de cantidad será suficiente para que Dios les abra la puerta del reino de los cielos. Están equivocados como lo estuvieron los israelitas seguidores de los profetas de Baal. De allí que Juan haya advertido a la iglesia a no decirle bienvenido a quien no traiga la doctrina de Cristo. Esa no es otra que el cuerpo de enseñanzas que él dictó a sus apóstoles, a la multitud que lo seguía, a su iglesia por medio de aquellas revelaciones dadas a los santos hombres de Dios que fueron inspirados para escribir su palabra.

Podemos amar a los vecinos que nos hacen bien, o por las excelentes cualidades que demuestran tener. Amamos a nuestros maestros que nos capacitaron con las habilidades necesarias para realizar nuestros trabajos, pero amar a un hijo de Dios solamente se puede hacer cuando reconocemos que tiene la misma imagen que nosotros tenemos de Él. Y nadie podrá hacer tal cosa a no ser que haya recibido la gracia de Dios. El amor del mundo es el mismo rugido del león que busca a quien devorar, no nos extrañe que esos que falsamente se llaman a sí mismos como nuestros hermanos rujan con la imitación aprendida de su padre. Jesús advirtió acerca de los ciegos guías de ciegos, porque ambos tropezarán igualmente. Los falsos maestros están desviados en sus doctrinas pero ellos capacitarán en la misma desviación. No piense, pues, que alguien pueda aprender el verdadero evangelio de Cristo si habita en las sinagogas de Satanás.

Si hemos sido crucificados juntamente con Cristo hemos muerto al pecado y éste no se enseñoreará de nosotros. Hemos sido liberados de la pena o castigo eterno y al mismo tiempo hemos sido aceptados para vida eterna. Nuestra pregunta ha de ser ¿cuán lejos permanecemos del pecado? Mientras más obedientes seamos para la santificación del Espíritu, más poder tenemos contra el pecado. Si somos guiados por el Espíritu ya no estamos bajo la ley (o bajo las obras). El pecado particular de David hizo que estuviera sucumbido al dolor de haber transgredido contra la ley del Señor, por lo cual rogó que no le fuera quitado el Santo Espíritu. Sobre todo, pidió que le fuera devuelto el gozo de la salvación, ya que el pecado lleva en sí castigo y nos azota en la medida en que el Espíritu de Dios se contrista en medio nuestro. Tal parece que en este camino de la santificación no escapamos de aportar nuestra voluntad para querer ser guiados por el Espíritu de Dios.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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