Lunes, 24 de septiembre de 2018

Nuestra fe y santidad son frutos de la elección, nunca su causa. Al oír esto, los gentiles se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron cuantos estaban designados para la vida eterna (Hechos 13:48). A muchos sorprende esta declaración de las Escrituras, al estar habituados a creer en un evangelio diferente. No son pocos los que andan desviados del sentido pleno de la soberanía de Dios, bajo la pretensión de creer y de ser santos, en la superstición de una fe que no les fue dada. Y como no es de todos la fe ésta tiene que ser un don de Dios. Resulta imposible que los que están acostumbrados a hacer mal hagan bien, o que Dios haya visto el bien moral en los hombres caídos y corrompidos por el pecado, como para elegirlos.

Nuestra fe y santidad son parte de nuestra salvación obtenida, como evidencias de un estado de pertenencia a la ciudadanía de los cielos. El corazón completamente inicuo ha sido declarado perverso, sin que nadie lo pueda entender; pero el corazón del elegido, cuando llega el tiempo oportuno de su llamado, es cambiado por uno de carne. Es por ello que la fe y la santidad son mecanismos para mejorar y disfrutar nuestro estatus de redención, así como para distinguirnos del mundo. El que es de Dios escucha las palabras de Dios. Por esta razón vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios (Juan 8:47).

Hemos sido elegidos en Cristo para vida eterna desde la eternidad. Dios ha decretado todas las cosas que acontecen y acontecerán, desde siempre. Conocida ante Dios ha sido toda su obra, la de la incorporación de los gentiles a su reino, la manifestación de la iglesia en nuestro tiempo, las señales de lo que habrá de acontecer, la segunda venida de su Hijo, así como cada evento y cada acto de cada una de las situaciones que Él ha querido conjugar en el universo. Fueron conocidas todas las cosas porque fueron diseñadas de esa manera en que ocurren, desde el principio del mundo: sea su creación, su providencia, su gracia, el evangelio, la elección, el llamamiento, la justificación, el arrepentimiento, la fe y la santidad, entre tantas obras suyas.

Jesucristo fue colocado como el Mediador del nuevo Pacto, como la cabeza de los elegidos (su pueblo, sus amigos, su iglesia, sus ovejas) desde la eternidad hasta la eternidad.  Yo declararé el decreto: Jehová me ha dicho: "Tú eres mi hijo; yo te engendré hoy.  Pídeme, y te daré por heredad las naciones, y por posesión tuya los confines de la tierra (Salmo 2:7-8). Esta es la declaración de Dios en relación a su Hijo como Mediador y Salvador de su pueblo, contenido en las naciones de la tierra. Habría un mensajero enviado a preparar el camino para el Señor. Ese fue Juan el Bautista, de acuerdo a Malaquías 3:1 y a Mateo 11:10; porque Dios declara desde antes cuanto acontece.

Gracias a la muerte expiatoria de Jesucristo se nos otorgó fe y santidad, los que primeramente Dios eligió desde los siglos. Ese fue el decreto divino, declarar a Jesucristo como su Hijo engendrado desde siempre, en el hoy de Dios. Fue por el poder de Dios que Jesús resucitó de entre los muertos, como un testimonio de ser el Hijo enviado por el Padre para beneficio de su pueblo. La promesa hecha a los padres fue cumplida para nosotros como hijos, cuando resucitó Jesús, como también está escrito en el Salmo segundo: Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy (Hechos 13:33). Esa fue la interpretación del cumplimiento de ese decreto de Dios, de acuerdo con el apóstol que lo refiere en el libro de los Hechos.

El propósito de Dios era coronar al Hijo como rey, como Señor de señores en la creación que hiciera. Ese fue el testimonio exhibido por Jesucristo en la tierra, ya que en él habitaba toda la plenitud de Dios. No que el Hijo haya nacido en un momento de la eternidad, sino que como concepto estaba sometido al Padre, si bien como coeterno era consubstancial con él y con el Espíritu. Al ser declarado como Hijo para testimonio ante el mundo vino a ser el Primogénito entre muchos hermanos.

Ese Hijo sería llamado en la tierra Jesús (Jehová salva) porque él salvaría a su pueblo de sus pecados. Disfrutamos en Cristo la redención dada, el llamamiento eficaz, la justificación, la adopción como hijos, la regeneración, la santificación, la fe, la gracia que preserva, la glorificación que tendremos. La santidad de Cristo en tanto hecho hombre lo coloca lejos de la contaminación del pecado de Adán pero cerca de su pueblo que vino a redimir. La declaración del Padre respecto a haber engendrado al Hijo se refiere no a que él fuese creado en el tiempo sino a la encarnación que tendría ante la humanidad.

Esa declaración del Padre es un reconocimiento ante nosotros de su maravillosa concepción, de haber llegado a ser Dios entre nosotros, el Hijo dado y nacido, el Admirable y Consejero, Príncipe de Paz. Esa declaratoria nos indica que solamente hay redención en el Hijo, solo hay resurrección en él y vida eterna para los que creen en su nombre. Jesús es el Hijo oficialmente reconocido por el Padre delante de los ángeles y de los hombres. El mismo pidió al Padre por todos los que le había dado, por los que creerían por la palabra de los primeros discípulos; de igual forma aseguró que no echaría afuera a los que el Padre le enviara, sino que los resucitaría en el día postrero. Mientras tanto, él es el Mediador nuestro ante Dios el Padre, el abogado intercesor, el que nos ha justificado por su sangre en la cruz.

Ha recibido todo el poder, de manera que es seguro el hecho de que su reino venga hacia nosotros. Las puertas del infierno no pueden prevalecer contra la iglesia (ni contra los individuos que la componen); será posible atravesar luchas y tribulaciones, pero jamás podrá contemplarse la extinción del evangelio como un hecho, dado que Jesús es el Invencible. Habiendo Dios decretado todas las cosas desde la eternidad, ¿cómo podrá fallar alguna de sus promesas? Es la falsamente llamada ciencia la que argumenta en contra de las Escrituras, como si ella tuviese toda la verdad. En realidad lo que no conoce lo inventa como verdadero, bastaría con mirar rápidamente a los postulados de la evolución, la cual intenta negar el acto mismo de la creación de Dios.

En el decreto divino el Hijo es visto como el Mediador de todos los elegidos del Padre (1 Pedro 1:20; Proverbios 8:23-31). Los elegidos de Dios fueron también conocidos (amados) y escogidos para salvación desde antes de la fundación del mundo (Romanos 8:29; Efesios 1:4; Apocalipsis 13:8). Por cierto, no fue por causa de nuestra buena conducta que fuimos elegidos, no por razón de alguna buena voluntad encontrada en nosotros, más bien fue por la decisión de la sagrada voluntad divina, por el amor inconmensurable del Padre en haberse fijado en lo más despreciado de la tierra, en lo que no es, para deshacer a lo que es. Por esa razón también somos odiados por el mundo, ya que éste no soporta ver en nuestros rostros la paz de Jesucristo.

¿Qué es lo que se nos ha concedido, a pesar de nuestra pobre naturaleza pecadora? Porque se os ha concedido a vosotros, a causa de Cristo, no solamente el privilegio de creer en él, sino también el de sufrir por su causa (Filipenses 1:29). Hemos sido creados en Cristo Jesús para buenas obras, formados para justicia y santidad, movidos para ello por el principio de gracia que nos habita. La voluntad de Dios implica que sigamos caminando en las buenas obras, en las actividades de la gracia y la fe, en la santidad que nos ha preparado, la separación del mundo. Nuestra conversación debe ser prístina, agradable y de grato olor para los oyentes, sin maledicencia, sin queja. Las buenas obras son el fruto y señal de nuestra predestinación para vida eterna.

Sabemos que la fe es la certeza de lo que esperamos, de aquello que tenemos esperanza de que ocurra. Ella satisface el alma por cuanto está cimentada en el Dador de ella misma, en Jesucristo autor y consumador de la fe. La fe es el soporte de la promesa divina, es exclusiva de los que Dios ha enseñado y visitado, ya que no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2). El mundo puede alegar tener fe, pero esa es auto infundada, adquirida por cuenta propia, jamás ha venido a ser un regalo de Dios (Efesios 2:8). Las cosas que no vemos, que están preparadas para el futuro, lo que aún no conocemos pero que esperamos como dádiva del Padre, tal vez como respuesta a nuestras oraciones, que son de gran dificultad obtenerlas, son las que parecen ser el objeto de la fe.

La Biblia ha dicho que sea maldito todo aquel que confía en el hombre, porque el mundo y los que en él habitan son contrarios a la fe de Dios. No podemos confiar en el mundo, no podemos depositar nuestra confianza en los mortales humanos; más bien hemos de reposar en las promesas de Dios, en la fuerza de su soberanía que permite que se cumpla todo lo que ha dicho. Jesucristo hizo cuantiosas ofertas a su pueblo, si tan solo las buscase en oración. Si ya hemos sido justificados por la fe, hemos de tener paz para con Dios, hemos de descansar en lo que se nos ha prometido. Es cierto que el pecado nos enreda y nos hace parecer nuestra santidad como imposible, pero nosotros solo necesitamos limpiarnos los pies (como dijo el Señor a sus discípulos). Y hemos sido lavados, ya estamos limpios; separémonos de las obras muertas y apoyémonos en la comunión con la Divina Majestad, la cual será propicia en el socorro a nosotros que somos siempre despreciados por los ocupantes del mundo.

La fe y la santidad obtenidas por el Hijo de Dios para nosotros, nos permitirá caminar confiados hacia nuestra estancia eterna, sabiendo que nuestra ciudadanía está en los cielos, que somos extranjeros y advenedizos en este mundo, que la soledad es la impronta del creyente. Así lo atestiguaron los célebres profetas, hombres que caminaron veredas de soledades, como Elías, Isaías, Juan el Bautista y tantos otros. El ejercicio de nuestra fe nos hace fuertes, nos prepara para seguir con alegría el trazo señalado por el Creador, en el conocimiento de que Él nos endereza los pasos y nos encamina hacia la vida eterna.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 13:50
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