Por amor de mi nombre refreno mi furor; para alabanza mía lo reprimo, para no destruirte (Isaías 48:9). Esa es la gran promesa que Dios hizo a través de Isaías, en relación a un pueblo rebelde y contradictor pero elegido para ser el testigo de Dios en esta tierra. Cuánto más no será probado en nosotros, los que hemos sido enviados por el Padre al Hijo para redención eterna. Los gentiles fuimos incorporados al pacto de Dios, no ya conforme a los rituales de la ley de Moisés sino de acuerdo a la gracia divina manifestada en Jesucristo.
La elección de muchos hacia vida eterna, de acuerdo al llamado eficaz que por la gracia de Dios se hace, viene a ser una manifestación de la misericordia divina. Hemos sido contados como ciudadanos del reino de los cielos, a los que Cristo fue a preparar lugar en las mansiones celestes. Es por esa razón que permanecemos en la obligación de temer al Señor a fin de honrarle, si bien también en beneficio de evitar el azote y castigo del Padre para con sus hijos. Los que nos interesamos en el amor de Dios continuamos siempre en el camino de la gracia, ya que nada nos puede separar de su bondad infinita. De esta manera sabemos que tenemos fe, esperanza y amor, un fruto implantado por el Espíritu de Dios en nuestros corazones.
Ciertamente no despreciamos las riquezas de la bondad del Señor, así como tampoco abusamos de su misericordia. Sin embargo, los judíos que habían sido llamados para ser el testimonio de Dios no lo temieron ni le dieron honra suficiente. Ellos desconocieron al Hijo de Dios y cayeron en incredulidad. La caída de ellos vino a ser nuestra inclusión, por el misterio escondido de Dios que fue después revelado a la iglesia por medio de los apóstoles. La historia nos describe la forma en que ese pueblo fue dispersado por toda la tierra, y su templo destruido, puestos bajo reproche del mundo. También la Escritura nos enseña lo que vemos hoy día, que Israel sería reunido y que nosotros como ramas injertadas no debemos vanagloriarnos ni ultrajar esa nación. Más allá de que ellos andan en el mundo sin Cristo, como los más perversos paganos, cumplen un propósito histórico dentro de las profecías bíblicas y se espera de ellos que se vuelvan al Señor.
Los castigos de Dios para el pueblo de Israel exhiben su severidad de Rey Soberano. En ellos podemos ver el retrato de la justicia divina para con el resto del mundo: se ha escrito que el Faraón de Egipto fue levantado para mostrar en él el poder y la ira de Dios, esa severidad de la que nos relata la Biblia. Hay un propósito de hacer grande y conocido el nombre de Dios en toda la tierra, de castigar el pecado por su magnitud. De esta forma Dios escogió desde antes de la fundación del mundo a muchas personas para ser endurecidas por Él, de manera que pueda exhibir su severidad.
Esas declaraciones bíblicas acerca de su furia contra el pecado y los pecadores sirve a los elegidos como un incentivo para andar en humildad. Lo descrito en Romanos 9: 17-18 servirá para saltar de alegría por haber sido escogido para salvación y no para ira. Sabemos que en esta encrucijada teológica no faltarán los objetores de Dios, los que se preguntan si Dios es injusto por haber escogido a unos para vida eterna mientras dejó a otros para condenación. Los que pleitean con su Hacedor hacen como si los tiestos pudiesen hablar con el alfarero para preguntarle la razón por la que son hechos de una u otra manera.
Pero la misericordia de Dios se muestra en los que siendo cautivos de Satanás son liberados de su cárcel. Recordemos que el Acusador de los hermanos es un conocedor de la ley, por lo que la declara para señalarnos como culpables. Pero la misma ley también nos acusa de ser incapaces de satisfacer la justicia de Dios, por lo cual el pecado viene a ser la prueba que nos denuncia ante el Dios de justicia. Gracias hemos de dar por Jesucristo, la propiciación por nuestros pecados, quien como la lámina de oro que ocultaba en el Arca las tablas de piedra de los Diez Mandamientos, ocultó de nosotros la acusación por el pecado. El tema central del Antiguo Testamento era que solamente a través de la ofrenda de sangre se podía suprimir la condena acusatoria de la ley. Con ello se lograba aplacar la ira divina bajo la remoción del pecado. Todo aquello era apenas una sombra de lo que habría de venir, con Jesucristo como el Cordero de Dios que quitaría los pecados del mundo. Por esa razón Jesucristo vino a ser llamado nuestra Pascua, dado que también fue declarado como la justicia de Dios.
Fuimos redimidos por un precio, no con cosas corruptibles como oro o plata (o por medio de animales sacrificados) sino con la sangre preciosa de Cristo. Esa redención de gran precio no nos ha costado a nosotros nada (Isaías 52:3), ha sido de pura gracia y no por obras que pudiéramos hacer. Hemos de entender que la redención fue hecha por el nombre de Dios, por causa de la gloria que como Redentor recibiría el Hijo; no hace Dios nada por causa nuestra sino por su propia gloria. La liberación del pecado, de la ley y de Satanás, la salvación y justificación, el perdón de pecados por los méritos del trabajo de Jesucristo, se manifiestan en los elegidos del Padre que son los mismos por los cuales Jesucristo murió. De esta manera el Espíritu levanta de entre los muertos a esas mismas personas y les da vida, el nacimiento de lo alto, para que heredemos como valientes el reino de los cielos.
Son muchos los textos de la Escritura que refieren a la obra de Dios en base a su propia gloria; veamos éste del Antiguo Testamento: Yo no lo hago por vosotros, oh casa de Israel, sino por causa de mi santo nombre, al cual habéis profanado en las naciones adonde habéis llegado. Yo mostraré la santidad de mi gran nombre que fue profanado en las naciones, en medio de las cuales vosotros lo profanasteis. Y sabrán las naciones que soy Jehová, cuando yo muestre mi santidad en vosotros a vista de ellos', dice el Señor Jehová. Yo, pues, os tomaré de las naciones y os reuniré de todos los países, y os traeré a vuestra propia tierra (Ezequiel 36:22-24). Pero también hace lo mismo con los gentiles, ya que leemos que Dios queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de ira que han sido preparados para destrucción (Romanos 9:22). Acá se habla de Dios como centro, del que desea exhibir su ira y poder. De la misma forma ha querido dar a conocer las riquezas de su gloria sobre los vasos de misericordia que había preparado de antemano para gloria (Romanos 9:23). Es la gloria de su ira y poder y la gloria de su gracia y misericordia lo que Él ha querido exhibir. De manera que la redención no se hizo por causa de nosotros sino por causa de su gloria.
Por amor de su nombre y por causa de su alabanza Jehová reprime su furor para exhibir su misericordia. La severidad por un lado y la gracia por el otro, ambas provienen de la misma fuente; Esaú es la exhibición de su ira pero Jacob la manifestación de su benevolencia. Dios es fuego consumidor y al mismo tiempo es amor, pero a la iglesia ha dicho que no ha sido puesta para ira (1 Tesalonicenses 5:9) sino para alcanzar salvación por medio de Jesucristo. La destrucción y ruina han sido preparadas para los vasos de ira ordenados para condenación. Estos han sido reservados para el día del justo castigo de Dios; sin embargo, nosotros los que anteriormente éramos hijos de la ira recibimos la gracia ilimitada y permanente que proviene del Padre.
Los que éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás, pero que fuimos escogidos para ser redimidos por Jesucristo, a su debido tiempo somos llamados de manera eficaz para recibir la justificación y redención de parte del Señor. El evangelio vino a nosotros en poder y no sólo en palabras, en el Espíritu Santo, lo que nos incita a andar en sobriedad y debida observación para agradar a Dios. Esta doctrina de la predestinación no tiene ni una sombra de duda ni nos conduce a la desesperación. Más bien ella nos da el coraje para seguir adelante, sabiendo que lo que Dios ha ordenado tiene que cumplirse a cabalidad.
Los que batallan con las obras de la ley, los que pregonan que Cristo hizo su parte y que los seres humanos deben hacer la suya, andan en el proyecto de una salvación conjunta. Pero ellos niegan lo que la Escritura afirma, que si el Padre no envía hacia el Hijo nadie puede ser salvo, que todo el que es enviado por el Padre al Hijo irá irremisiblemente al Hijo y éste no lo echará afuera. Además, el que así vaya será guardado en las manos del Padre y del Hijo. Por esta razón desvarían aquellos que se inclinan a un dios que no puede salvar, a un dios que comparte su gloria con el hombre, a un dios que espera que los muertos acudan a buscar la salvación.
La salvación pertenece a Jehová, no es de todos la fe sino que ella es un don de Dios. Una delgada línea separa la verdad de la mentira, pero es al mismo tiempo una línea muy visible. En las Escrituras está la definición de la verdad y ellas dan testimonio de Jesucristo. Allí conviene ir para encontrar la vida eterna, pero jamás ir a los aduladores que buscan prosélitos para hacerlos doblemente dignos del infierno de condenación. El que no entra por la puerta del redil de las ovejas no seguirá jamás al buen pastor, sino que andará tras el extraño, extraviado en la multiforme teología de los hombres. Sobre éste estará la severidad de Dios, pero la misericordia se posará sobre los que son guiados por el buen pastor.
César Paredes
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