S?bado, 01 de septiembre de 2018

Según una vieja leyenda Damocles fue un cortesano de un tirano de Siracusa, en la Sicilia del siglo IV antes de Cristo. Suponía que los reyes o mandatarios eran afortunados por su poder y riqueza, hasta que en una fiesta le fue dado el intercambiar puesto con el tirano Dionisio por un día. En el banquete de celebración, gozando como un rey, Damocles alzó su vista y vio una espada colgada sobre su cabeza atada apenas con una hebra de la crin de un caballo. Su ánimo decayó por completo y se le enfrió su lujuria, diciéndole al tirano que ya no quería intercambiar más su puesto. Sintió que el poder era efímero y a la vez un peligro, algo que ya no desearía nunca más.

Terrible es la prognosis del hombre impío, que si pudiera darse cuenta y tuviese el poder suficiente pediría la ayuda de Dios y, como Damocles, ya no querría seguir su carrera en la vanidosa ostentación del error o pecado. La humanidad cree cosas acerca de Dios que son correctas, aunque pudieran sus creencias referir a ciertas verdades divinas. El hombre caído desde Adán cree ciertas verdades de Dios pero no toda la verdad, sin la cual no tendrá jamás prueba alguna de su redención. Muchas personas han oído la total verdad de la Biblia pero no la creen, más bien siguen apegados al placer de la injusticia. Al querer ignorar la justicia de Dios (todo su consejo) se vuelcan a su propia concepción de lo que habría de ser justo para el Creador, anteponiendo sus obras como suficiente salvoconducto para entrar al reino de los cielos. Por esta razón Dios les envía un espíritu de estupor para que sean engañados por no haber creído la verdad y por haber tenido placer en la injusticia (2 Tesalonicenses 2:12).

La espada de Damocles sobre la cabeza impía le indica que el hombre tiene como destino final la muerte eterna. Esa fue la enseñanza que Jesucristo dictó ante muchas personas; recordemos a Nicodemo, el maestro de la ley, a quien le dijo que era necesario nacer de nuevo para ver el reino de los cielos. Le dijo que esa era una actividad exclusiva del Espíritu de Dios, sin que mediara obra humana alguna. Le dijo que el que cree no se pierde (lo cual implicaba por vía en contrario que el que no cree se pierde) -Juan 3:16. El que no cree, ya ha sido condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios (Juan 3:18). Podemos añadir lo que Jesús expuso ante un grupo de personas que lo escuchaban pero que no lo comprendían: Yo me voy, y me buscaréis, mas en vuestro pecado moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir (Juan 8: 21). Lo que el Padre no le da a Jesús no irá jamás ante Jesús (Juan 8: 37).

La espada de Damocles también se muestra sobre la cabeza de los que viven bajo la ira de Dios. Estos son los que desobedecen al Creador, los que no creen al Hijo, por lo cual vivirán bajo su discordia (Juan 3:36), y si el creyente no ha sido puesto para ira (1 Tesalonicenses 5:9) se deduce que los que no creen sí están bajo el furor de Dios. Éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás (Efesios 2:3), satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente y viviendo en nuestras pasiones. Cristo sufrió la ira divina por el pecado que llevó a cuestas, al punto de que el Padre se apartó de él en la cruz; Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mateo 27:47). Sin embargo, el Padre siempre ha amado al Hijo; es decir, la ira divina fue puesta un instante sobre el Hijo hecho pecado por causa de su pueblo, pero el amor de Dios que es eterno nunca dejó de mostrarse sobre su Hijo. De la misma manera, nosotros los creyentes estuvimos un tiempo bajo la ira de Dios, cuando andábamos en el mundo, lo mismo que los demás, pero fuimos amados eternamente por Dios por cuanto nos escogió con amor eterno con el  cual nos prolongó su misericordia (Jeremías 31:3).

La espada de Damocles sobre la cabeza impía también se demuestra por la condenación que tiene la humanidad. Jesús no fue enviado para condenar al mundo, sino para que el mundo fuese salvo por él; ¿cuál mundo? El mundo por el cual el Señor murió, de acuerdo a las Escrituras (Mateo 1:21; Juan 17:9). Sabemos que el que no cree en él ya ha sido condenado (Juan 3:17-18), por medio de un juicio que será declarado en el día final (Juan 5:28-29). Esa es la terrible expectación de juicio que tienen los incrédulos, de acuerdo a lo que declara el evangelio. La muerte espiritual de la humanidad tiene su semblanza en Lázaro estando en su tumba, sin posibilidad alguna de vida a no ser por el milagro realizado por el Señor. Ese milagro ha sido llamado el nacimiento de lo alto, el cual depende de la voluntad de Dios que tiene misericordia de quien quiere tenerla. Pero ese mismo Dios endurece a quien quiere endurecer, reflejándose en esta vida todo lo que se propuso de acuerdo a sus planes eternos desde antes de la fundación del mundo. Ejemplo tenemos en el rico que muere y va a los tormentos eternos.

La espada de Damocles yace sobre la impía cabeza de los que tuercen la verdad para agrado de sus pasiones. Aquellos que anuncian un evangelio diferente al que enseñan las Escrituras, adaptando para ello sus textos, sacándolos de contexto, en realidad blasfeman al decir que la sangre de Jesucristo se derramó por las millones de personas que son enviadas al infierno por el mismo Dios. Afirmar tal desparpajo indica placer por lo que es falso, sugiere igualmente que el hombre es un ser como Dios, con voluntad autónoma. El Dios de la Biblia jamás se doblega ante la voluntad humana, más bien se muestra como Alfarero que moldea el barro y hace los vasos que desea para los destinos que desea. Por eso se ha escrito que Dios amó a Jacob pero odió a Esaú, aún antes de hacer bien o mal, aún antes de que fuesen concebidos. Por esa razón el Espíritu de Dios, a través del apóstol Pablo, levantó la figura del objetor como aquella persona que reclama a su Hacedor la razón por la cual inculpa. En otras palabras, tal objetor reclama que Esaú no puede ser responsable de su destino si no tuvo libertad de elección.

Esa misma objeción se mantiene hoy día como la bandera de los que niegan la soberanía absoluta de Dios, de los que defienden el mito religioso del libre albedrío. Al parecer ellos sostienen que no hay responsabilidad sin libertad, que un Dios justo genera iguales condiciones para todos los seres humanos, quienes finalmente elegirán su propio destino. Poco importa que para ello hayan tenido que fabricar un Cristo a su medida, ajustado a sus intenciones teológicas. Suponen que Jesús murió por toda la humanidad, sin excepción, y no solo por su pueblo, contrariando infinidad de textos de la Escritura. Sostienen que la sangre del Señor fue derramada en vano por los que se pierden, que no salvó a nadie en particular sino a un grupo de personas en abstracto que se van mostrando a medida que creen. Aseguran que Dios supo de antemano quiénes se salvarían porque miró en el tiempo y descubrió la buena voluntad de algunos hombres. Al parecer, estos hombres se salvaron a sí mismos, estaban muertos pero se resucitaron para aprovechar la salvación ofrecida.

Lo cierto es que el que odia la verdad y por ello la objeta es el que no ha sido regenerado. Su amor por las tinieblas le permite sacar mentiras en lo oculto, para que nos sean vistas con la simple mirada de la razón humana. Sin embargo, una vez que se examinan sus declaraciones a la luz de las Escrituras se demuestra su error y su engaño. El hombre que tiene su naturaleza transformada con el nuevo nacimiento que da Dios, sabe de dónde proviene la mentira. El hombre redimido no tiene preocupación por la espada de Damocles, bajo la cual no yace; más bien conoce que antes que nada él no es nadie para contradecir a Dios, que como vaso formado nunca le dirá al que lo formó  "¿Por qué me hiciste así?" (Romanos 9:20).

La justificación es un regalo que jamás puede ser adquirido por mérito propio (Romanos 4:24; Tito 3:5). Poco importa que la persona practique una religión que esté cercana a la verdad, que demuestre buenas obras, que sea ferviente en la oración, alegre en la adoración, celoso de Dios (Lucas 18:11-12; Mateo 6:5; Mateo 23:23,27,29; Romanos 10:1-4). Y aquellos que están determinados a ganar almas para su dios que no puede salvar, que cruzan la tierra en busca de un prosélito, lo que aseguran es hacerlas dos veces culpables del infierno de condenación (Mateo 23:15), en palabras del Jesús de la Biblia.

Los enemigos del hombre están en su propia casa (Mateo 10:34-36) porque el Señor no vino a traer la paz sino la espada. La ceguera humana, como la de los antiguos fariseos, la ignorancia teológica, como la de los judíos de la época de Jesús, a pesar de que mostraba la incapacidad humana para conocer al Dios verdadero no hizo menos responsable a la humanidad. Jesús más bien resumió su discurso para todos ellos cuando refirió las siguientes palabras: Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas (Juan 10:26).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 7:28
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