Si la gracia nos preserva no debemos temer la muerte eterna. Esa es la premisa de donde hemos de partir para estar ciertos en la tranquilidad de nuestra alma. El pueblo de Dios debe escuchar la verdad divina en forma completa, ya que todo el consejo de Dios ha sido expuesto en las Escrituras. Dado que el evangelio de Cristo no es una oferta para que la gente la acepte o la rechace, se ha de entender que el disfrute de la buena nueva de salvación es un asunto de los hijos de Dios. Hubo un momento en que el que ahora es creyente no había nacido de nuevo pero habiendo oído el evangelio de gracia vino a ser despertado para vida por el Espíritu de Dios. Por eso decimos que el evangelio es una promesa de salvación y no una oferta.
Ahora bien, ya sabemos que el evangelio se anuncia a toda persona que pueda oírlo, más allá de que pueda creerlo. Hasta que a la vendedora de púrpura que se menciona en el libro de los Hechos de los Apóstoles no le fue abierto el corazón, no pudo comprender el mensaje de Pablo. Por eso decimos que el evangelio no es una oferta de lo tomas o lo dejas, sino una promesa de Dios relacionada con la salvación de su pueblo. Pero es deber de toda criatura el reconocer que hay Dios, el arrepentirse de su mala comprensión de ese Dios y de sus demás pecados, de creer el mensaje de salvación. Sin embargo, el deber no implica capacidad para la obediencia, más bien exalta la pasión por la contradicción. Así ha sucedido con la ley de Dios que fue impresa en alguna medida en los corazones humanos, que cuando dice no codicies despierta el ánimo para codiciar más. La ley se introdujo para que abundara el pecado, para ser nuestro Ayo que nos lleva a Cristo.
Claro está, en muchas personas esa ley no conduce a Jesucristo como Redentor, aunque su desobediencia acarrea responsabilidad. Dios no responde ante nadie, nosotros sí hemos de responder ante Él. Ese es un principio de soberanía divina, ineludible para los hombres y para los ángeles caídos. El evangelio de Cristo se centra en la expiación de todos los pecados de su pueblo (Mateo 1:21) y no del resto del planeta (Juan 17:9). La seguridad del creyente descansa en que nadie es capaz de deshacer la obra de Dios en nosotros, por el hecho de que Jesucristo declaró en la cruz que todo había sido consumado. Ya no cabe añadir más trabajo por nuestros pecados, puesto que lo que hizo el Hijo de Dios fue hecho en forma perfecta. De allí que se haya escrito que a los que predestinó también los llamó, y a los que llamó también justificó y glorificó. Si Dios está de nuestro lado, ¿quién se atreve a estar en contra nuestra? (Romanos 8:30-39).
En virtud de lo que Cristo hizo en la cruz por su pueblo, fuimos declarados sin culpa. He allí el mensaje de la Escritura, cuyo centro es la exhibición de la soberanía de Dios en operación, por medio de la cual fue enviado el Hijo para redimir a su pueblo de sus pecados. Por esta razón sabemos que nuestra obediencia a los mandatos del Señor no son la causa de nuestra redención sino una de las tantas consecuencias. Nuestra gratitud a Dios es la motivación de las buenas obras que hagamos, obras que también fueron preparadas de antemano para andar en ellas. Esto es un gran descanso para el alma redimida, saber que no cuenta su esfuerzo sino el esfuerzo del Hijo en la cruz. Nuestro principal fruto es la confesión del verdadero evangelio de Jesucristo, todo lo demás deriva de esa certeza y fundamento de nuestra esperanza. Saber que vamos a pasar la eternidad con Jesucristo, conociendo a la Divinidad por siempre, nos motiva a vivir una vida en la santidad. Pero no es la santidad la que nos lleva a la vida eterna, sino el trabajo del Hijo hecho en favor de su pueblo.
Podemos estar seguros de que no confesaremos jamás ningún falso evangelio (y poco importa que anteriormente hayamos militado en alguno de ellos). Esta certeza nos la da Jesús como Buen Pastor, cuando nos dijo que sus ovejas lo seguirían solo a él y nunca más se irían tras el extraño, porque ya no conocen su voz (Juan 10:1-5). De cierto se levantan por doquier falsos maestros y falsos profetas, anunciando falsos Cristos en estos últimos días. Ellos trataran, si fuere posible, de engañar a los escogidos de Dios para salvación, pero nosotros permaneceremos guardados en las manos del Señor y del Padre Eterno (Juan 10:28-29). Como ya dijimos, poco importa que antes de creer el verdadero evangelio hayamos sido engañados por esos falsos maestros, porque ahora que hemos creído la promesa de preservación nos cubre totalmente.
Pablo les advierte a los Tesalonicenses que vendrá un espíritu de engaño de parte del Señor, para todos aquellos que se han complacido en la maldad y no creen en la verdad. Esa gente se goza en la injusticia, para lo cual también han sido destinados; en cambio, los que Dios escogió desde el principio para salvación por la santificación del Espíritu y para creer la verdad son llamados por el evangelio para obtener la gloria de nuestro Señor Jesucristo (2 Tesalonicenses 2:3-17).
Recordemos a Jesús dándonos un ejemplo del buen y mal árbol, uno que da buen fruto y otro que da fruto malo. No puede el mal árbol dar jamás el fruto bueno (como los olivos no dan uvas), ni puede el buen árbol producir el mal fruto (como las higueras no dan aceitunas). El buen hombre del buen tesoro de su corazón saca bien; y el mal hombre del mal tesoro de su corazón saca mal; porque de la abundancia del corazón habla la boca (Lucas 6: 45). El tesoro del corazón es lo que se cree, de manera que un buen hombre cree el buen evangelio, pero el mal hombre cree el mal evangelio. De cada corazón sale la confesión por medio de la boca. Dime que evangelio tienes en tu corazón y te diré que tipo de hombre eres.
La persona que no ha nacido de nuevo no puede producir el buen fruto de la confesión del verdadero evangelio, al que considera locura porque no puede discernirlo. Estando muerto en delitos y pecados su justicia es como trapos de mujer menstruosa, su alma como menos que nada y su corazón vive en tinieblas. Podrá aprender de memoria textos de la Biblia, podrá ser miembro de cualquier sinagoga religiosa, pero eso no lo hace un creyente. Sabemos que los demonios creen y tiemblan, pero no tienen el verdadero evangelio; asimismo, el que no ha sido llamado por Dios no puede dar un buen fruto. En cambio, el que ha nacido de lo alto confiesa el verdadero evangelio de Jesucristo, porque lo ha comprendido y sabe que sin el conocimiento del Siervo Justo no podría ser salvo. Entiende igualmente que todo lo que ha ocurrido en ese corazón que ahora es de carne sucedió por voluntad divina. Sabe que él tenía un corazón de piedra, lo mismo que los demás, pero que por intervención sobrenatural ha nacido de nuevo. Para esa actividad no fue él mismo suficiente, pero lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Llega a entender que la diferencia entre él y el que todavía da mal fruto está en el Señor que opera el milagro.
El creyente ya no anda conforme a la carne sino conforme al Espíritu, por eso sabe que ninguna condenación hay para él. Su corazón no es más desesperadamente inicuo sino que ha sido transformado en uno de carne. Jamás podrá gloriarse en sí mismo, jamás podrá decir que él tomó una decisión por Cristo, que él dio un paso al frente, que él levantó su mano de buena voluntad. Más bien dirá que de no haber tenido Dios misericordia de él no habría logrado pasar de las tinieblas a la luz. En eso descansa su alma, ya que si Dios hubiese querido endurecerlo lo hubiera hecho sin resistencia alguna. Y al leer las Escrituras comprende que Dios lo amó con amor eterno y por ello le prolonga su misericordia. Sabe que todo lo que ha hecho Dios en su vida ha sido en redundancia de la gloria como Creador, para herencia de Jesucristo y para que él sea igualmente heredero de las bendiciones celestiales.
El creyente jamás predicará un falso evangelio, jamás se irá tras los que lo proponen porque entiende que hacerlo es oficio de los que son malditos por Dios. Si alguno os anunciare otro evangelio del que habéis recibido, sea anatema (Gálatas 1:9). El vivirá siempre en la doctrina de Cristo (2 Juan 9) la cual Jesús recibió de su Padre y fue enviada por intermedio de los apóstoles: esa doctrina subsume al Hijo de Dios como Dios verdadero, divino y humano en una sola persona, cuyo oficio es el de Mediador entre Dios y los hombres. El que no vive en esa doctrina no tiene a Dios como Padre, sino que tiene al diablo como su mentor en tanto padre de mentiras. El que niega la doctrina del Señor lo niega a él, por lo cual también niega al Padre y al Espíritu. Esos que desconocen su doctrina y afirman la del otro evangelio siguen al príncipe del aire que ha sido ya condenado. El creyente no hablará paz o no le dirá bienvenido al que trae el falso evangelio (2 Juan 10-11), no lo recibirá en su casa (o en la iglesia verdadera) como si fuera un hermano. Los falsos maestros intentan siempre penetrar en las casas de los fieles para arrebatar la paz y para servir a sus vientres.
Solo Jehová es quien puso nuestra alma en vida, y no permitió (ni permitirá) que nuestros pies resbalasen (o resbalen) -Salmo 66:9. La gracia que preserva nos cubre de acuerdo al poder de las manos de Jesucristo y del Padre.
César Paredes
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