Mucho se ha escrito para tratar de sacar de la culpa al Dios acusado por el hombre caído. Y es que si se trata de sacar a Dios de la culpa quiere decir que ya fue acusado y condenado. Por cualquiera de las tesis acerca de su Omnisciencia y Omnipotencia, el hombre natural juzga al Creador de todo cuanto existe. Si hay mal en la tierra y Él es Omnipotente, es que no quiere erradicarlo de ninguna manera. Y si quiere no puede, por lo cual no sería Todopoderoso. Si sabe todas las cosas, ¿por qué hace que ocurran? Debe ser un Dios malo o un monstruo, ya que la humanidad no se cansa de ver tanta maldad en esta tierra.
Bien, admitamos que Dios puede estar en el banquillo de los acusados, o en la cárcel de los convictos. Muchos abogados salen a la palestra para ofrecerse como sus defensores, en especial los teólogos que dicen conocerlo bien. De esta forma surgen doctrinas diferentes, como el Teísmo Abierto, que señala que el futuro le es desconocido al Creador. De esa manera ésta sería una excusa por la cual hay tanta maldad que no debe serle achacada al acusado. Más bien Él se esfuerza por crear una salida nueva a cada sorpresa que se lleva de parte de los corazones humanos. Otros dicen que Dios hizo todo bueno pero que abandonó su creación a su arbitrio. Como un reloj mecánico que da vueltas, la humanidad sigue su curso inevitable sin que el relojero esté pendiente de ella. Podríamos llenar páginas enteras para disertar acerca del Dios que no quiere que algo suceda pero permite que acontezca. Quizás ésta sea la excusa más notoria en sus defensores, que Dios no quiere el mal pero lo permite, porque el hombre es libre en forma absoluta y hace como quiere, si bien el Creador se enfada y lo deja actuar porque respeta su libre albedrío.
Como Caballero Andante, el Creador del universo no toca con violencia la voluntad humana. Simplemente se hace anunciar por medio de su falibles predicadores para ver si encuentra aquellos corazones que Él previó en el túnel del tiempo, en la bola de cristal de la eternidad, que lo buscarían. Es como si la crucifixión del Señor hubiese sido vista (prevista) como un acontecimiento deseado por Pilatos, los romanos de la época y los judíos que lo odiaban. Es así que el Gran Dios se copió tal idea del corazón humano y la expuso en forma de profecía a sus siervos los videntes. Por fortuna para tal Dios, la humanidad que es siempre voluble se mantuvo sin cambio alguno y cumplió su cometido en forma literal conforme a lo que idearon sus corazones.
Es por esa razón que según sus defensores Dios no reprueba a nadie, sino más bien cada quien que se condena lo hace solo y por sí mismo. Dios en su angustia sigue padeciendo su propio dolor que nadie entiende, ya que queriendo salvar a toda la humanidad muchos perecen eternamente. Es por esta razón que el infierno jamás querido por Él se levanta como un monumento a su fracaso. De allí que los predicadores de ese extraño Dios se afanen por salvar almas, para que el fracaso no sea tan evidente. Eso forma parte de la defensa al Dios caído, aunque conviene aclarar que si algunos hombres tienen la disposición de salvarse (los que Dios vio en el túnel del tiempo...) no necesitan ser predestinados; ¿para qué predestinar lo que ya se sabe que ocurrirá en forma independiente del Creador?
Sin embargo, cuando uno mira las Escrituras encuentra en forma diáfana la soberanía absoluta de Dios, la cual demuestra que Él ha ordenado todo cuanto acontece en su creación. Vemos que Jehová ha hecho todo para su propio propósito, aún al malo para el día malo (Proverbios 16:4). Las criaturas están obligadas a obedecerlo, ni aún un ave cae del cielo sin la voluntad de su Creador. Hay un reino providencial que obedece con sus reglas, lo que la humanidad ha llamado la naturaleza. Ella no tiene vida propia, ni juzga, ni castiga, pero sí hace aquello que Dios desea. Cuando un terremoto ocurre, el científico puede verificar sus leyes y dar las razones lógicas del siniestro, pero no acontecería tal evento si Jehová no lo hubiese ordenado. Esa es la certidumbre del creyente porque conoce la soberanía del Señor en su creación. Es cierto que Dios ha dejado leyes naturales para gobernar las cosas animadas o inanimadas, pero también es cierto que Él no se somete a esas normas naturales. De esta forma vemos que Cristo caminó sobre las aguas, que ascendió al cielo desde la muerte, que hizo maravillas y señales que lo autenticaron ante sus seguidores como el Hijo de Dios. Jehová no vio como difícil el hacer que una asna le hablara al profeta Balaam, o el enviar a un espíritu maligno como engaño a los profetas.
Aún la destrucción del malvado ha sido prevista para la gloria de Dios. Ese día malo es el de la justa ira de Dios, donde será exhibida también la gloria de su justicia. No se le hace injusticia al hombre, ya que no hay justo ni aún uno. Lo mismo se dice de aquellos a quienes les fue dado oídos para no oír y ojos para no ver, de manera que por su entendimiento entenebrecido no pudieran comprender las palabras del Señor. De ellos también se ha dicho que el Señor les hablaba en parábolas, para que no comprendieran su sentido y tuviera él que salvarlos. Podemos hablar de los judíos que ya habían escuchado por generaciones acerca del advenimiento del Mesías, pero su endurecimiento no los hacía ver lo que acontecía frente a sus ojos. Podemos hablar de una condena judicial de parte de Dios, pero sin duda que todo habrá de remontarse a la eternidad y a los decretos del Señor. Fue en esa eternidad cuando Jehová amó a Jacob y odió a Esaú, aún antes de hacer el bien o el mal, antes de su concepción. Pedro habla de los que fueron apuntados para tropezar en la roca que es Cristo, aunque muchos sugieren que se refería a los judíos que no querían creer. Pero ese querer creer lo da Dios, de manera que si fueron apuntados para no creer es porque el Padre no los envió hacia el Hijo.
Lo mismo podrá decirse de la sumatoria de reprobados, aunque cada quien podrá valorar si hay o no actos judiciales divinos en ellos. Es evidente que los hay, ya que todos han sido sometidos al pecado de Adán y por esa razón son culpables de juicio. Pero no podemos quedarnos en la historia sino mirar un poco más atrás, de acuerdo a lo revelado en las Escrituras. Fue antes de los tiempos humanos que Dios se propuso darle la gloria de la redención a su Hijo Jesucristo, de manera que fue en esa época eterna cuando decidió hacer lo que ahora vemos. Jacob y Esaú son los representantes paradigmáticos de la salud y la ira de Dios, los que por la voluntad divina llegaron a ser lo que tuvieron que ser.
Judas 1:4 dice: Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los cuales desde antiguo habían sido destinados para esta condenación. Ellos son hombres impíos, que convierten la gracia de nuestro Dios en libertinaje y niegan al único Soberano y Señor nuestro, Jesucristo. Bien, es posible decir que su condenación les vino por su negación del único Soberano Señor Jesucristo, pero no cabe duda de que esa condenación fue fraguada en la eternidad. Negar eso es colocar la soberanía de Dios al margen de lo que acontece y su Omnisciencia como cegada para no ver. Es sencillo comprender que tales personas fueron desde antes, desde la eternidad, ordenadas para la justa condenación de su maldad. No se trata de que Dios las haya condenado en abstracto, sin que mediara el pecado en ellas, sino que aunque esto haya sido ordenado desde la eternidad Dios lo hizo pensando en que iba a condenar a los injustos.
Pero los ángeles que no habían pecado jamás fueron también destinados al pecado de la rebelión, y eso no puede atribuirse a un accidente o a algo que el Señor no sabía. Más bien debe verse como algo que el Señor quiso que aconteciera por cuanto todo ello cumpliría el propósito de su gloria. Y así lo dice la Biblia, que nuestro Dios está en los cielos y todo lo quiso ha hecho (Salmo 115:3). Esto es parte de la grandeza de la sabiduría de Dios, de lo insondable de sus caminos y de lo inescrutable de sus juicios.
En Apocalipsis 13:8 y 17:8 uno encuentra que los hombres de la tierra que adorarán a la bestia (Anticristo) son aquellos cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida, desde la fundación del mundo. Por contraposición, los que están inscritos en ese libro son los justos o justificados en Cristo Jesús. También sobre éstos ha recaído una sentencia judicial de liberación y justificación, pues esa justicia no es de nuestra esencia ni por causa nuestra, sino una justicia imputada por parte de Dios a partir de su justicia que es Jesucristo. En ambos grupos (los inscritos en el libro y los no inscritos) existe una sentencia judicial: en unos, para vida eterna y en otros para condenación eterna. Pero ambos actos, salvación y condenación, sucedieron desde antes de la fundación del mundo en virtud de la soberanía de Dios con sus decretos inmutables.
Nosotros nos hemos acercado a la asamblea de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el juez de todos, a los espíritus de los justos ya hechos perfectos (Hebreos 12:23). Esta perfección la hemos alcanzado por imputación de la justicia de Cristo, la que nos fue dada y nunca puede ser perdida. ¿No hemos sido amados, predestinados, llamados, justificados y glorificados?
Pero los que han sido odiados por Dios desde la eternidad son los que han sido expuestos a esta justicia acusatoria divina. Ellos nunca fueron estimados como hijos, más bien fueron dispuestos como vasos de ira para esperar el justo juicio de Dios por el pecado. La acusación que el impío hace del Creador es injusta, sin sentido, sin provecho alguno. Al impío objetor Dios le sigue respondiendo lo mismo de siempre: ¿Quién eres tú para que discutas conmigo? No eres más que un poco de barro formado como vaso de ira, no tienes potestad alguna para preguntarme el porqué te hice de una u otra manera. Es el hombre caído el que está en la cárcel de las tinieblas, pero es juzgado por cuanto la luz vino a este mundo y él amó más las tinieblas por cuanto sus obras son malas. Sin embargo, esa luz alumbra donde hay ovejas para que sigan al buen pastor. De esta forma no andarán más en tinieblas, ni tropezarán en la oscuridad. Felices los que son perdonados y cubiertos sus pecados.
César Paredes
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