Jueves, 26 de julio de 2018

Si pudiésemos hacer una radiografía del pecado tal vez aparecería una imagen de una carne blanquecina, invadida por hongos y bacterias, cuyo olor sería apestoso. Esto lo decimos porque la Biblia asocia el pecado con la actividad de la carne, del cuerpo, de lo terrenal, con aquello que busca alejarse del Espíritu de Dios. La Escritura también asocia el pecado con la muerte eterna, con la caída de la humanidad en suprema injusticia. Desde el Antiguo Testamento la idea de pecado es fallar, equivocarse en relación a los derechos de una persona. También implica fallar al pacto de Dios y no cumplirlo.

En diversas ocasiones se habla de pecar contra la ley de Dios, al no llegar a cumplir la exigencia de la norma impositiva del Creador. Se nos han traducido los diversos términos hebreos para pecado como confusión, iniquidad, rebelión, culpa, entre otros. Pese a que casi siempre la lengua hebrea se refiere a la infracción del pacto legal con el Dios de Israel, en ocasiones también universaliza el término y la relación de toda la humanidad con el Creador. Un ejemplo de ello lo tenemos en el siguiente texto: Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal (Génesis 6:5).

El griego del Nuevo Testamento emplea el término adikía para designar la injusticia, el daño, el pecado cometido contra alguien. Incluso en la Septuaginta (la versión del Antiguo Testamento transcrito al griego) también es empleado ese vocablo.  De igual forma se usa hamartía que implica fallar, errar el blanco, apartarse del estándar exigido. Entonces, en el griego bíblico se usan estas dos expresiones, adikía -δικα (hacer algo malo, cometer injusticia) y hamartía -μαρτα (fallar, error de juicio).  La mayormente usada es la segunda (hamartía) con el sentido parecido al del Antiguo Testamento (errar, perder la marca, apartarse de la norma divina).

El hecho de que los judíos estuvieron habituados al marco legal permitió que se fijaran más en la forma de la ley que en su contenido. Y eso constituía el sentido de ser fariseo, de alguien que se afanaba por cumplir con la letra antes que con el espíritu legal. Pero Jesucristo los comprendía muy bien, por lo que llegó a deshacer ese sentido de vida y a señalarlo como un error igualmente. Él dijo que no todo el que le dijera Señor entraría en el reino de los cielos, sino el que hacía la voluntad del Padre que está en los cielos (Mateo 7:21). Más que ser oidor es apreciado el ser hacedor de la ley, de tal forma que cuando se señala la expresión a la ley y al testimonio se implica el cumplimiento del fondo de la ley.

Importan más las intenciones del corazón y sus pensamientos que los rituales religiosos derivados de la ley. ¿No salen del corazón los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios y fornicaciones, los hurtos y falsos testimonios, las blasfemias y herejías? Todo esto es lo que contamina al hombre (Mateo 15:19). La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad (Romanos 1:18). Aunque no sepamos mucho acerca de la naturaleza del pecado (hamartía), sabemos bastante de sus efectos. Pero lo que nos permite relacionar el efecto con la causa del pecado es la ley. Por la ley conocemos el pecado (Romanos 7:7); sin embargo, la ley no pudo salvar a nadie del pecado. La ley nos muestra el pecado pero no lo perdona, por la ley puedo aprender el hecho de que debo ir a Cristo pero ella no me redime. Y es que la redención ha sido siempre de pura gracia, incluso en el Antiguo Testamento. Interesante resulta que, después de haber nosotros sido señalados por Dios como seres con una justicia semejante a los trapos de mujer menstruosa, ahora se nos diga que hemos sido hechos justicia de Dios en Jesucristo (2 Corintios 5:21). Los pecados rojos como la grana llegaron a ser emblanquecidos como la blanca lana.

El Cordero de Dios es el que quita el pecado del mundo, ya que sin tener pecado alguno fue hecho pecado para quitar nuestros pecados. Los corderos son productivos tanto para comida (por su carne) como para el vestido (por su lana); Jesucristo nos da a comer su carne (la verdadera comida) y nos viste con su justicia. En tal sentido llegó él a ser el sacrificio por los pecados de su pueblo (Mateo 1:21), así como fueron ofrecidos aquellos corderos en el Antiguo Testamento como el tipo de algo que vendría.  Igualmente Jesús ha sido llamado nuestra Pascua, ya que vino a ser el cordero que impide la muerte como juicio de Dios en quienes es aplicada su sangre.

El texto de 1 Juan 1:9 es escrito con los términos griegos para el pecado: se habla de la confesión de pecados (hamartía) para que seamos perdonados tanto de los pecados (hamartía) como de toda injusticia (adikía). Claro está, el mismo apóstol nos dice también que toda injusticia es pecado. Pero de nuevo, aunque solamente conozcamos los efectos del pecado y de la injusticia, y muy poco acerca de su naturaleza (una rebelión contra Dios), nos interesa la forma en que es contrarrestado y anulado el efecto del pecado. Hay un acto de perdón ofrecido por Dios en la sangre del Hijo, de acuerdo a su sacrificio, el cual se dio una vez y para siempre. Este perdón es eficaz para todos los pecados pasados, presentes y futuros (excepto la blasfemia contra el Espíritu Santo); pero aunque confesamos  nuestros pecados delante del Señor, con corazón contrito y humillado, sabemos que esta humillación por el pecado no es la causa del perdón. Más bien esta humillación nuestra ante el Señor es una consecuencia del conocimiento que tenemos de su amor al perdonarnos.

En síntesis, la Biblia nos habla del pecado contra el hombre y del pecado contra Dios (1 Samuel 2:25), diciéndonos también que no hay pecados superfluos o veniales (1 Samuel 15:23; Santiago 2:10). También advierte que no hay nada escondido para Dios (Job 34: 21-22) y que nosotros tenemos una naturaleza pecaminosa (Salmo 51: 5; 58:3-5). De igual forma nos compara al leopardo que no puede mudar sus manchas (Jeremías 13:23). Fue Lucifer el que introdujo el primer pecado en la raza humana, el antiguo ángel de luz que devino en la serpiente antigua. Pero el pecado no es uno solo sino de mucha variedad, y los hay menos y más graves, si bien todo pecado es capaz de conducir al hombre a la muerte. Ezequiel nos muestra lo que Jehová le enseñó, lo que hacían los ancianos de la casa de Israel de noche en sus cámaras adornadas de imágenes, pensando que Jehová no los veía. Y aún le mostró abominaciones mayores con unas mujeres sentadas que lloraban a Tamuz; incluso le hizo ver el interior de la casa de Jehová: y en la entrada del templo se postraban ante el sol con sus caras al oriente. Y Dios le dijo al profeta que eso no era cosa liviana para los de la casa de Judá, eran demasiadas abominaciones llenando la tierra de violencia y provocando al Señor a ira (Ezequiel 8: 12-17).

Como la maldad es aumentada cada día sobre la tierra sabemos que el pecado continúa haciendo estragos en la moral de las personas, en sus actividades y en todos sus caminos. Solamente podemos ser restaurados del pecado, perdonados en nuestros corazones, por la gracia del Hijo de Dios. Dios manda a toda persona a que se arrepienta y crea en el evangelio, pero ese mandato como el de ley de Moisés no garantiza que cada uno hará aquello. Más bien lo harán todos los que hayan sido ordenados para vida eterna, todos los que son avivados por el Espíritu del Señor y reciban en consecuencia la fe como don divino.

La gran alegría para el creyente es que es perdonado de todos sus pecados, los cuales son olvidados por Dios y son enterrados en el fondo del mar, para que el Señor nunca más se acuerde de ellos. David dice que sea feliz aquel cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado. Aunque el mundo entero esté bajo el maligno (1 Juan 5:19), nosotros estamos seguros de que el mal está al servicio de los propósitos divinos:  porque Dios ha puesto en sus corazones el ejecutar su propósito, y que tengan un solo propósito, y que entreguen su reino a la bestia hasta que se cumplan las palabras de Dios (Apocalipsis 17:17). Los habitantes de la tierra, cuyos nombres no están inscritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo, se maravillarán cuando vean a la bestia que era y no es y será (Apocalipsis 17:8). Y le adorarán (a la bestia) todos los habitantes sobre la tierra, cuyos nombres no están inscritos en el libro de la vida del Cordero, quien fue inmolado desde la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8).

Ese libro de la vida del Cordero es el que refleja la predestinación divina de los hombres a vida eterna, el decreto de elección de Dios. En ese libro se escribieron desde la fundación del mundo los nombres de los elegidos a vida eterna, lo cual sugiere que tal elección se ha hecho en la eternidad y no como un acto temporal que dependa de algo hecho en nuestro espacio-tiempo. Esa elección es específica porque contiene los nombres propios de los que serán redimidos. Esto sugiere inequívocamente que la redención del Señor no fue un acto potencial impersonal sino un evento actual y específico para personas particulares. Ese libro conocido enteramente por Dios quien lo escribió, no podrá ser cambiado ni en letra ni en tilde. Así como Pilatos dijo que lo escrito quedaba escrito, cuánto más no podrá decirse del Dios Omnipotente el cual decretó y así habrá de acontecer.

Por todo lo expuesto sabemos que los creyentes no quieren pecar, pero entendemos igualmente que es imposible no cometer pecado mientras estemos en este cuerpo de muerte. Gracias se dan a Dios por Jesucristo, el que nos librará de este cuerpo mortal.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 12:51
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