La eternidad es un concepto que nos sirve para indicar que el tiempo no termina, pero el tiempo también es un concepto para determinar un período de la eternidad. De esta forma se implican los dos términos el uno al otro, si bien conviene decir que en la eternidad parece ser que el tiempo no existe. Ciertamente, Dios hizo el tiempo y lo incorporó a su universo creado, pero Él mismo está fuera del tiempo; de lo contrario Dios envejecería. Pero la eternidad como concepto nos permite ilustrar la comprensión divina de su creación.
La Biblia asegura que ya estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo Jesús, habiéndonos levantado de los muertos (Efesios 2:6); sin embargo, nosotros seguimos en este espacio-tiempo que nos hace envejecer, sometidos a una sintaxis donde una cosa debe ir primero que la otra. Cuando en la Escritura se habla de predestinación se nos propone la idea de Dios mirando de un todo nuestro pasado, presente y futuro. Es como si alguien subido a un helicóptero y sobre gran altura mirase un desfile de diez mil personas; desde allí podría ver la totalidad del desfile como si aconteciese al mismo tiempo.
Dios no necesita el helicóptero y tampoco conoce el futuro o el pasado de su creación porque lo averigua con estudios. El no investiga para llegar a conocer, de lo contrario no sería Omnisciente. Más bien Él conoce el futuro, pasado y presente nuestro porque lo ha determinado. Así es el Dios de la Biblia, de acuerdo a sus profetas y demás escritores sagrados. Por esa razón Él puede decir que nos ha amado con amor eterno; si llegase a amarnos en un momento de nuestra vida en razón de nuestra conducta, de seguro nos odiaría más adelante por el quebrantamiento de ella. Pero la paciencia y la inmutabilidad de Dios nos garantizan que su amor también prevalecerá por sobre nuestras faltas y errores cotidianos.
Es cierto que en la Escritura encontramos muchas admoniciones para que nos comportemos en forma digna, imitando lo bueno y dejando a un lado lo malo. Esas admoniciones sirven para darnos advertencias acerca del mal obrar. Hay expresiones alarmantes en la Biblia, como cuando se sugiere que nuestros nombres serían o no borrados del libro de la vida si hacemos tal o cual cosa, o cuando Jesús habla de los pámpanos que no dan fruto y deben ser cortados y se secan y luego son quemados. Y es verdad que fuera de Jesucristo desparramamos y no recogemos buenos frutos, pero esa advertencia nos hace temblar para caer de nuevo en los brazos del Eterno.
Si el creyente perdiera la salvación que le ha sido dada de gratis, la gracia ya no sería gracia sino obra del hombre. El hecho de que Dios vea la totalidad de nuestra vida desde la eternidad y hasta la eternidad nos sostiene en la esperanza del que nos ha llamado de las tinieblas a la luz. Y es que un buen padre de familia cruza la calle atestada de automóviles dándole la mano a su hijo de cinco años, no lo suelta aunque le puede advertir que si él se soltare podría ser embestido por cualquier auto. ¿Tiene el buen padre de familia la intención de soltar la mano del pequeño? En ninguna manera, así como Dios tampoco la tiene de soltar la nuestra, pero con la diferencia de que el Todopoderoso es más firme que nosotros para guardarnos en sus manos y para convertir nuestro corazón.
Los apóstatas nunca fueron de nosotros, da a entender Juan en una de sus cartas; ellos salieron de nosotros pero no eran de nosotros. Los que caen de la gracia no estaban nunca en la gracia sino en una actividad de profesión externa, sin la conversión hecha por el Espíritu de Dios. Estos son los que oyendo el evangelio se agradan de lo que expone, hacen profesión de fe y son convertidos a la cultura del cristianismo. Desde esa perspectiva gustan los bienes de la vida venidera, se hacen partícipes de la gracia del Espíritu en el sentido en que lo hizo el rey Saúl. Dios no se equivocó con el rey influyéndolo por un momento con su Espíritu que lo hacía profetizar, simplemente cumplió con castigar a Israel por solicitar un rey conforme a los demás pueblos. Y esto más allá de que Él lo haya decretado de esa manera, ya que todo lo que quiso ha hecho Dios (Salmo 115:3) sin que nadie se lo impida. De tal manera que si Dios no hubiese querido que Israel actuase de esa forma hubiese hecho que tuviese otra conducta; por esta razón muchos se levantan contra Dios para alistarse en las filas del objetor declarándolo injusto y reclamando el porqué inculpa.
En lo que respecta a la creación y a la gracia y providencia de Dios, el Señor ha hecho como ha querido. El hace de acuerdo a su voluntad tanto los vasos de misericordia como los vasos de ira, estos últimos preparados para destrucción y para el despliegue de su justicia. El salva a los hombres cuando los llama, sin miramiento a sus obras sino de acuerdo a su propósito eterno. El quiso que Saúl fuese un rebelde y no lo escuchó cuando deseaba su antiguo estatus de rey ungido ante Israel; Él quiso que Esaú vendiera su primogenitura y no lo escuchó cuando se arrepintió con lágrimas. De igual manera quiso que Judas Iscariote traicionara al Hijo y aunque sintió atrición por su pecado devolviendo las monedas de la ignominia lo dejó conforme a lo que había ordenado en las Escrituras.
Pero ese mismo Dios perdonó a David, con pecados tan atroces como el adulterio y el asesinato premeditado con alevosía. Podemos decir que históricamente David sintió arrepentimiento verdadero, no como Esaú o como Judas o Saúl. Pero eso es querer ver la historia desde una perspectiva absolutamente humana; más bien deberíamos mirar el acontecer humano desde una óptica metafísica (más allá de este plano del espacio-tiempo). Y es que David estuvo predestinado para ser heredero de un reino espiritual y no solamente material; David fue hecho como un vaso de misericordia por lo cual le fue dada la gracia del arrepentimiento y perdón. No veamos cualidades especiales en el rey David, más bien veámoslo como un hombre pecador de pecadores sujetado por la mano de Dios. En realidad David fue un hombre conforme al corazón de Dios, como cada uno de los hijos que Dios se ha formado para Sí mismo.
Dios es un Ser soberano y todo lo que quiere es posible para Él, y es asimismo fácilmente hecho por Él, sin que le resulten difíciles los paganos creados también para alabanza de la gloria de su ira y justicia. De los hombres no regenerados Dios ha tenido misericordia de unos pocos a quienes llama oportunamente para que conozcan su evangelio y sean regenerados por su Espíritu. Dios tiene un remanente que prevalece en cada época de la historia humana, de lo contrario hubiésemos sido semejantes a Sodoma o a Gomorra. No los hijos de la carne son los hijos de Dios sino los hijos de la promesa; Ismael e Isaac eran hijos de Abraham pero solo uno de ellos era hijo de la promesa. Y fue en Isaac que fue dada la descendencia prometida no sólo a Abraham sino a Eva en el Edén: la simiente humana era el Cristo que vendría a herir la cabeza de la serpiente.
La gran promesa hecha en el Génesis y a la que se refiere toda la Escritura es Jesucristo. De la línea de Isaac vino la descendencia humana de Jesús, pero lo que interesa acá es que Jesús mismo era la promesa por la que se hicieron innumerables sacrificios en el Antiguo Testamento. Todas aquellas ofrendas por el pecado apuntaban al Mesías que vendría a salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21). No hay nada fuera de la voluntad de Dios que lo mueva a tener misericordia de los hombres; simplemente la tiene de quien quiere tenerla. Por esa razón se le acusa de injusto y muchos de los que participan de la cultura cristiana y gustan de los bienes venideros, siendo partícipes de algunas muestras de Su Espíritu, se colocan al lado del objetor mostrado en Romanos nueve.
Es curioso que muchos llegan a ver cómo la misericordia de Dios es su producto soberano, pero niegan la soberanía divina en sus juicios. De esta forma ven a Jacob como el vaso de misericordia que no merecía tal gracia, pero ven a Esaú como un vaso de ira que se hizo a sí mismo. Como si Dios pecara por haber condenado a Esaú sin preocupación por las malas o buenas obras, aún antes de ser concebido; como si Dios fuese un tirano o un diablo por haberlo odiado desde la eternidad. Así piensan y han pensado miles y miles de teólogos y millones de sus seguidores a través de los siglos, en la superstición de que Dios no puede odiar sino amar menos.
Los que tuercen la Escritura lo hacen para su propia perdición y si usted no puede tolerar el odio de Dios para los réprobos en cuanto a fe, a los cuales Él ha preparado para exhibir la gloria de su poder y de su ira y justicia, entonces usted no tiene el Espíritu de Dios y no le ha amanecido Cristo. Nadie puede creer el verdadero evangelio de salvación y al mismo tiempo estar en contradicción con lo que el evangelio enseña. El creyente oye todo el consejo de Dios, no la parte que los teólogos de oficio han escogido como romántica, el amor de Dios por Jacob, con la pretensión de ocultar el odio de Dios por Esaú. Ambas cosas ha producido Dios para su gloria, el amor por Jacob y el odio por Esaú, y Él mismo ha declarado que esto lo hizo sin mirar sus obras buenas o malas y aún antes de ser concebidos.
Es una prerrogativa de Dios como soberano el endurecer a quien quiera endurecer desde la eternidad, más allá de que usted diga ¿por qué razón inculpa Dios? Esto ha sido una elección soberana sin que le haya importado que lo inculpen, como si tuviera Él que responder ante alguien. Lo que el Espíritu responde al objetor es una interrogante que lo ubica en su sitio: ¿quién eres tú para que alterques con Dios? No eres más que una olla de barro en las manos del alfarero. El hombre no es más que una ínfima criatura que no puede jamás ser independiente de su Creador, por más que le haya creído a Lucifer en el Edén que podía llega a ser como Dios.
Pablo no justifica a Dios ni lo defiende, simplemente invierte la acusación: ahora el hombre tiene que responderse quién es él en realidad para discutir con el Creador. A la pregunta humana de por qué Dios hace de tal o cual manera, y ante el prejuicio humano contra el obrar soberano de Dios, Pablo requiere que el que objeta se pregunte quién es él en realidad. Y lo ayuda con la respuesta: no eres más que masa de barro, propiedad del alfarero, un resultado de la voluntad de quien trabaja la alfarería y moldea con sus manos la mezcla para forjar el destino de sus criaturas. Así como Dios odió a Esaú y amó a Jacob antes de que fuesen formados (en la eternidad y hasta la eternidad), así ha querido sujetar su creación a vanidad por causa del que la sujetó a esperanza. Gracias sean dadas al Padre porque ya estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo.
César Paredes
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